Por : Jaime Gomez, analista internacional y vocero en asuntos de política
internacional del partido Iniciativa Feminista de Suecia.
“¡Aquí, defendiendo la democracia maestro!”. Con esta frase, el entonces teniente coronel Luis Alfonso Plazas Vega respondía una pregunta a un periodista en ocasión de la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 en noviembre de 1985. Esa “democracia” llevó a cabo la retoma a sangre y fuego que le costó la vida a más de un centenar de personas y la desaparición de once seres humanos.
Esa misma (mal llamada) “democracia” fue la que permitió el asesinato por parte del estado de al menos 6402 personas quienes fueron presentadxs como guerrillerxs que habilitaban a los militares a recibir diversos premios, desde comida china hasta ascensos. Para no hablar de los más de 120,000 desaparecidos en el conflicto armado interno, cifra que supera el total de desapariciones forzadas perpetradas por TODAS, si, todas las dictaduras del Cono Sur durante los años 70 y 80. La doctrina del enemigo interno tuvo más éxito en un país en “democracia” como Colombia que en los países que vivieron las dictaduras militares.
Fue esa “democracia” colombiana quien se negó a investigar y llevar a juicio a los perpetradores de semejantes magnicidios, que serían la envidia de un régimen nazista. La Unión Patriótica (UP) fue un partido político en Colombia que existió entre 1985 y 2002. La propia Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) recordó que “la UP, se constituyó como organización política el 28 de mayo de 1985, como resultado de un proceso de Paz entre el Secretariado Nacional de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el gobierno nacional”. A pesar de ello -o quizás debido a ello, a que fué un producto de un proceso de paz-, la Unión Patriótica y sus miembros sufrieron el rigor de la persecución política, fueron asesinados y muchos fueron objeto de desaparición forzada. Sin embargo, la persecución no se limitó solo a los militantes de esa organización. También los sobrevivientes y familiares de las víctimas enfrentaron la persecución por parte de agentes del estado y aún siguen enfrentando amenazas por parte de grupos paramilitares. En el año 2005, el caso de la Unión Patriótica fue presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por familiares de víctimas y sobrevivientes ante la usencia evidente, de la voluntad política del estado colombiano por investigar este genocidio.
La CIDH dictaminó que existe una responsabilidad internacional del Estado por incumplimiento de su deber de respetar los derechos humanos de los integrantes y militantes de la UP. En otras palabras, el estado colombiano había violado los derechos humanos de los miembros de la UP y por ello ordenó al estado colombiano, entre otras cosas, “iniciar, impulsar, reabrir y continuar, en un plazo no mayor de dos años, y concluir, en un plazo razonable y con la mayor diligencia, las investigaciones, con el fin de establecer la verdad de los hechos relativos a graves violaciones a los derechos humanos y determinar las responsabilidades penales que pudieran existir; que tome medidas para investigar y sancionar a los responsables”.
La condena por parte de la CIDH es en sí misma, una forma de reparación, como la misma Corte lo señala. Es un reconocimiento de la gravedad de los hechos sucedidos a los miembros de la UP, que se puede calificar como un verdadero caso de terrorismo de estado, es un paso importante hacia la justicia y la reparación para las víctimas y sus familias, pero es necesario que se tomen medidas concretas para garantizar que se cumplan las órdenes de la Corte.
La condena al estado colombiano por el caso de la Unión Patriótica (UP) es también un recordatorio de la importancia de la lucha contra la impunidad y la protección de los derechos humanos en Colombia. Además, nos brinda una oportunidad única para reflexionar sobre lo que realmente constituye una democracia y distinguir aquellos gestos que tienen un propósito meramente cosmético. ¿Qué tan democrático es un estado que, a pesar de realizar elecciones cada cuatro años, perpetra asesinatos y desapariciones de la población civil? Las élites políticas colombianas, que se nutren de las ideologías fascistas, entienden muy bien que los límites de esa “democracia” solo se extienden hasta donde no se ven amenazados sus intereses. Cuando ello ocurre, practican la combinación de todas las formas de lucha, incluyendo la militar con sus fuerzas paramilitares adecuadamente organizadas y consorcios que dirigen grandes medios de comunicación que se encargan de normalizar el concepto de “enemigo interno” y de estigmatizar las futuras víctimas del terrorismo estatal.
Otro ejemplo significativo actual de esa política de amedrantamiento estatal, que impide la construcción democrática es la acción de la Procuradora General de la Nación, Margarita Cabello, de investigar y suspender temporalmente a Daniel Rojas, presidente de la SAE. Con ella manda (nuevamente) un claro mensaje: quien amenace la alianza oligarquía-narcotráfico debe ser hechx a un lado.
Rojas estaba implementando una política gubernamental de entregar propiedades confiscadas al narcotráfico a campesinos sin tierras. El significado político de esta decisión es claro y hace que muchos ciudadanos se pregunten por qué no se han abierto investigaciones o sancionado a funcionarios de gobiernos anteriores que buscaban devolver esos bienes a grupos del narcotráfico. Esto trae a la mente, la imagen de la Procuraduría General de la Nación alineada con los intereses del narcotráfico, lo que muestra la verdadera naturaleza de las élites oligárquicas colombianas: represivas, corruptas y dispuestas a proteger el statu quo a cualquier costo y haciendo alianzas con quien sea. Por ello, la labor de Rojas es un hecho de profundo contenido democrático, al igual que el reconocimiento que ha hecho el gobierno colombiano al calificar al estado colombiano de asesino.
Ante el panorama de ausencia de democracia, solo se le puede contraponer la organización de losgrupos excluidos de la sociedad, los nadies, para que se avance en el fortalecimiento de la “democracia participativa”. ¡Que se dejen oír las voces y los gritos de quienes las elites han querido invisibilizar! Estoy seguro que el actual gobierno colombiano, tomará medidas necesarias para cumplir con las órdenes de la CIDH y para garantizar la justicia a las víctimas de la UP. Es hora de poner fin a la normalización de la militarización de la sociedad y de proteger el derecho fundamental a la vida, que no puede ser sacrificado por ninguna razón de seguridad estatal.
No olvidemos que la democracia es también un problema de poder. El coronel Plazas Vegaera consciente de ello y lo ejercía como la oligarquía colombiana suele hacerlo: a sangre y fuego.