jueves, octubre 3

“Terrorismo de Estado”

Por: Gustavo Bolívar Moreno

“Nos están matando”. Eso dice un graffiti pintado el 12 de septiembre en la avenida Paralela en Medellín por más de 80 artistas, tres días después de la masacre de jóvenes sucedida en Bogotá el pasado 9 de septiembre.

El grafiti mide unos 220 metros y llama la atención de cualquiera que pase por el lugar. Sin embargo, ni uno de mil kilómetros, que se extienda, por ejemplo de bogotá a Cartagena, podría explicar lo que se está viviendo en Colombia desde la posesión de Iván Duque el 7 de agosto de 2018 pero especialmente desde hace un año después del asesinato de Dylan Cruz a manos de un Capitán de la Policía, que no obstante los videos en los que se muestra la sevicia con la que dispara a la cabeza del joven de 17 años, aún sigue trabajando en la Policía como si nada. Dylan recibió en la cabeza un impacto de munición bean bag con entre 300 y 500 perdigones de plomo en su interior, envueltos en un saco de tela. Las hordas uribistas salieron a justificar el crimen en el hecho de que el muchacho, que apenas terminaba su bachillerato, era un vándalo, como si serlo, aunque está probado que no lo era, mereciera de manera sumaria la pena de muerte.

Esa pena de muerte hoy ha sido instaurada de facto por el Gobierno de Iván Duque y sus ejércitos adoctrinados en el odio visceral hacia quien piense distinto al Jefe de la secta, hoy preso por otros delitos.

Como en un caso de publicidad engañosa, un “Inofensivo” jóven de apenas 41 años (cumplió los 42 después de elegido), nos fue vendido como un chabacán amoroso, que hacía cabecitas, tocaba guitarra y no quería gobernar con el espejo retrovisor. Millones cayeron en la trampa. Una vez posesionado, es decir, una vez engañó al electorado, se convertió en un despiadado violador de derechos humanos, el peor monstruo que ha parido Colombia en los últimos 50 años, después de Alvaro Uribe Vélez, precisamente su mentor y titiritero.

Nervioso por su inminente caída, que significa el ocaso del uribismo, Duque ha dado la orden, y si no la ha dado él, estamos en manos de un gobierno paramilitar, de reprimir con violencia a todo el que desobedezca sus nefastas órdenes. De perseguir a todo el que proteste por sus nefastas políticas económicas y sociales.

En medio de la decadencia del uribismo, policías y soldados del ejército han sacado los ojos a estudiantes y campesinos, han asesinado jóvenes e indígenas, han intentado desaparecer a otros, han violado mujeres en los resguardos indígenas y en los Centros de Atención Inmediata en Bogotá, han quemado vivos a muchachos del municipio de Soacha y han disipado multitudes a disparos en el pecho, la espalda y la cara, como no ha sucedido ni en las peores dictaduras. Puro terrorismo de Estado que se enquistó en Colombia con el regreso del uribismo y que no tiene otro fin que asustar a la gente ante la oleada de protestas que se suscitaron en todo el territorio nacional desde el 21 de noviembre de 2019.

Después del asesinato de Dylan  Cruz, que sigue en la impunidad, ha corrido mucha sangre bajo la alfombra bien aspirada del Palacio de Nariño.

Ilustro a continuación, solo alguna mínima parte de los casos:

Harold David Morales Payares era un deportista de 17 años que trabajaba lavando carros en un negocio de Cartagena hasta donde llegaron, el pasado 24 de agosto, unos patrulleros de la Policía que buscaban lavar su moto. Le pidieron al joven que les lavara la moto gratis, pero el chico se negó. Los policías empezaron a patearlo. Harold se asustó y salió corriendo. Cuenta su padre que los uniformados le dispararon provocándole la muerte. El caso está en investigación penal y disciplinaria.

EL 22 de abril, en el corregimiento de Casacará, del municipio de Codazzi, Cesar, había unas 70 personas exigiendo ayudas alimentarias por la crisis generada por la pandemia. La policía dice que, cuando se terminaron los mercados, se desató una asonada que provocó la intervención del ESMAD. La comunidad aseguró que los agentes dispararon indiscriminadamente en contra de los manifestantes provocando una estampida. Un joven llamado Jaider Antonio Brochero, de 17 años, recibió un impacto de bala por la espalda y murió mientras era trasladado a un centro hospitalario de Becerril. Cuatro policías están siendo investigados por este crimen.

En Puerto Tejada, Valle del Cauca, con intervalo de pocas semanas, sucedieron dos asesinatos a manos de la Fuerza Pública. El 20 de abril de este año, en medio de un enfrentamiento entre una pandilla y la Policía del sector fue asesinado Janner García, de 22 años. Al escuchar la algarabía, el joven se asomó por la ventana, y recibió un balazo, dice su esposa que a manos de un agente de la Policía. Cuenta que luego le arrojaron un gas lacrimógeno lo que dificultó la prestación de primeros auxilios. Casi un mes después, el 19 de mayo de 2020, en la puerta de su casa, Anderson Arboleda, de 18 años, fue requerido por dos agentes de la Policía por haber violado la cuarentena. Por negarse a firmar el comparendo, Ánderson, un joven afro, sin antecedentes, fue masacrado a bolillazos en la cabeza. Ánderson, murió en la clínica por fractura craneoencefálica. El caso sigue en la impunidad.

El 25 de junio, durante un desalojo, fue asesinado el niño Duván Álvarez de 15 años. Los manifestantes querían evitar el desalojo de varios habitantes de un lote en Ciudadela Sucre, en Soacha. Duván recibió un disparo en el pecho por parte de un agente del ESMAD. Los vecinos lo trasladaron a un hospital cercano al cual llegó sin vida.

El 20 de junio, en Cumbal, Nariño, el joven Angel Revelo de 23 años fue golpeado brutalmente. Dicen algunos familiares que después de la golpiza, el joven que fue apresado, presentó vómitos y dolores de cabeza sin que se le prestaran primeros auxilios. El joven murió por trauma craneoencefálico una semana después de haber sido internado en una Unidad de Cuidados Intensivos.

El 3 de julio en Bogotá, Kevin Ávila de 23 años murió por un disparo mientras la policía de la localidad de Kénnedy trataba de multar a un grupo de unas 15 personas que estaban incumpliendo la cuarentena. Es decir, éntrense para que no expongan su vida al covid pero les disparan.

El 8 de septiembre en la noche, el abogado Javier Ordóñez salió de su casa a altas horas de la noche en busca de un trago, en compañía de un testigo que hoy está siendo amenazado. Fueron requeridos por dos agentes de la Policía motorizados de nombres Harby Rodríguez y Juan Camilo Lloreda. El resto se cuenta solo en un video que toda Colombia vio, grabado por el compañero de Ordóñez,  y en el que se aprecia a los dos policías aplicando repetidamente descargas eléctricas mientras el hombre les suplica que “ya no más”. Se ensañaron tanto con el pobre Javier que después fue llevado al CAI del barrio Villaluz donde, literalmente, fue molido a palo. El dictamen de Medicina Legal, también habla por sí solo. Transcribo apartes de lo informado por el diario El Espectador el día 18 de septiembre:

“El informe de Medicina Legal indica que Ordóñez murió tras sufrir una hemorragia severa en la cavidad abdominal, ocasionada por el estallido de su riñón derecho. Asimismo, de acuerdo con los forenses, se encontró un trauma en su pierna derecha, producido por esquirla de proyectil de arma de fuego…” “El cuerpo además presentaba signos de inmovilización por moretones en las muñecas y dos lesiones en el tórax derecho que se habrían hecho con un objeto redondo como un bastón, palo o varilla. Igualmente, presentaba traumas en tejidos blandos, en el dorso de las manos, nudillos, codos, rodillas, cara y piernas”

Como sucedió con los demás asesinatos cometidos por Policías en civiles desarmados, los uribistas salieron a justificar el crimen en el hecho de que Ordóñez estaba drogado. Como si ser drogadicto, fuera causal de esa pena de muerte que quieren imponer como escarmiento. Una especie de campaña brutal para lograr la obediencia colectiva. Sin embargo, el informe de los forenses señala que luego de practicar una prueba en la orina de la víctima, esta resultó negativa para psicoactivos. También descartaron la presencia de sustacias tóxicas en su cuerpo.

Concluye el Espectador: “Por otro lado, en el análisis de los expertos se recogió que las lesiones por arma taser no explican muerte de Ordóñez, pero producen intenso dolor y sufrimiento”, lo que es compatible con el delito de tortura.

Como consecuencia de este vil asesinato cometido ante los ojos de todos los colombianos, se desató una oleada de indignación, similar a la que provocó el ahogamiento de George Floyd en los Estados Unidos por parte también de varios uniformados. El video se hizo viral. De manera espontánea, los habitantes de varias localidades y barrios donde se encuentran ubicados estos Centros de Atención Inmediata salieron a protestar contra la brutalidad y el abuso policial. Hubo desmanes, sí, hubo destrozos, sí pero el vandalismo tampoco está tipificado como causal de pena de muerte. Lo que sigue es peor de terrible. La policía asesinó a otra decena de personas. Algunas que estaban protestando y otras que simplemente pasaban u observaban las manifestaciones.

A Jaider Fonseca un jovencito de 17 años, que no obstante su corta edad ya era padre de un niño de siete meses, no lo mató una bala perdida, fueron 4 balas y no es posible que alguien sea tan de malas de recibir cuatro balas perdidas,  aunque sea redundante decirlo, porque como dice el músico César López apuntando con su escopetarra al público, “toda bala es perdida”. Jaider estaba protestando pacíficamente frente al CAI de Verbenal cuando, como lo vimos en un video irrefutable publicado por Semana, varios policías salieron de la parte trasera del CAI y abrieron fuego hacia la multitud. Por la posición de los policías y la manera horizontal como dispararon sus armas, no deja duda el video de que los destinatarios de esas balas fueron Jaider y otras personas que resultaron heridas.

Además de Javier y Jaider, también murieron por disparos en la cara, la cabeza o el torax, Andrés Rodríguez de 23 años, Julieth Ramírez de 18, Jaider Fonseca de 17, Fredy Mahecha de 20, Germán Fuentes de 25, Julián González de 27, Angie Baquero de 19, Cristian Hurtado de 27, Lorwan Mendoza, ciudadano venezolano de 26, Cristian Hernández de 26, y María del Carmen Viuvche de 44. Trece vidas, trece verdaderos dramas familiares, trece tristezas profundas, trece dolores irreparables. Tanto que de los CAIs destruidos, ya casi la mitad están refaccionados en su totalidad, pero ninguno de estos muertos ha resucitado. Aún así las recompensas son para ubicar a los que dañaron los CAI y no para los que mataron a estas personas.

En virtud del debido proceso hay que esperar las investigaciones para determinar a los culpables pero han aparecido videos en los que se ve claramente a agentes de la policía disparando con armas de fuego a la multitud. El que presentó Ariel Ávila en Semana es irrefutable. Los policías se camuflan detrás del CAI y luego, como a la orden de alguien, se lanzan a disparar sus armas contra los manifestantes. Incluso lanzan una bomba de humo para camuflarse, para que nadie vea al asesino. Pero se olvidaron que las cámaras de los celulares tienen ojos y alguien los estaba grabando por la espalda.

Y no habíamos salido del horror que produjeron estas imágenes cuando aprecieron otros dos videos que demuestran en manos de quién estamos. Uno que no tiene mayores repercusiones, porque la víctima no murió, pero que demuestra el estado demencial en que se encuentran muchos uniformados. Sucede en Popayan. Un joven va tranquilo en su bicicleta por una avenida. De repente aparce una motocicleta con dos patrulleros abordo, se le acercan por un costado y, sin mediar palabra y en plano movimiento lo empujan. El chico cae en la otra calzada sin explicarse lo que sucede. Pero el segundo video si es digno de película de terror. Un ciudadano graba, por la ventana de un CAI, a dos uniformados que prenden fuego a dos jóvenes detenidos. Los queman vivos. Según testigos, uno de ellos murió. La información no ha sido entregada por los medios.

Lo que está pasanado en Colombia es de mentes retorcidas. Alguien tiene que dar las órdenes y si no es así, estamos en manos de asesinos a sueldo con el agravante de que el sueldo lo pagamos nosotros.

La mayoría de víctimas son jóvenes, muchas de ellas menores de edad. Se nota un odio visceral de las autoridades civiles y militares contra esta nueva generación que se cansó de la la falta de oportunidades, de la mala educación, del desempleo, de los abusos policíales. A muchos les han sacado los ojos como a Esteban Mosquera, un joven de 25 años de la Universidad del Cauca a quien un miembro del ESMAD disparó una granada aturdidora a la cara. Hoy tiene una prótesis y su vida ha cambiado.

Y ni qué decir de los 75 heridos por impactos de bala, lo que demuestra que la intención era producir una matazón mayor. Luego vinieron los allanamientos. Como en “la noche de los lápices”, las botas militares han resonado por los pasillos y las habitaciones de un sin número de personas. Natalia Soto Marín denuncia que de su casa se llevaron volantes sobre la muerte de Dilan Cruz y su computador, luego de amedrentar a varias personas.

A don Justo Ernesto Villaraga de 73 años, enfermo de cáncer, se lo llevaron sin mediar palabra. Lo acusan de delitos delirantes en un hombre de su edad y de su condición física.

Decenas de jóvenes denuncian en las redes sociales el ingreso a sus hogares de miembros del CTI de la Fiscalía, a veces sin orden de allanamiento.

Aterra saber que casi todo lo hemos conocido a través de videos. ¿Se han puesto a pensar en la infinidad de cosas que han pasado y que no han quedado grabadas?

El terror ha vuelto, amigos y amigas. Ha vuelto en forma de dictadura. Ha vuelto envuelto en alas negras. Ha vuelto el terror en forma de venganza uribista, de odio al diferente. El terror distractor de corrupciones. El terror para asustar al que indaga, al que expulga, al que protesta, al que eleva su voz indignada. Es un terrorismo de Estado que no podemos aceptar como sociedad. Hacerlo significaría, ni más ni menos que, postrarnos de rodillas sobre la sangre de las víctimas, pararnos sobre el estómago de los niños del futuro. Hacerlo significa dejarnos barrer hasta quedar postrados bajo la alfombra sucia del Palacio de Nariño. Permitir que el terror nos gobierne significa nuestra claudicación, nuestra entrega, nuestra ignominia. Significa la anulación de la razón, significa endosar nuestro carácter humano a la brutalidad. Entregarnos al terror es un suicidio colectivo.

¿Cómo impedirlo? Escondamos el miedo y salgamos a las calles. Internacionalicemos las denuncias. Traduzcamos esta columna, los casos más sonados, otras columnas con las mismas denuncias y hagamos incidencia ante las cortes de los Estados Unidos y Europa, ante la CIDH ante la CPI y el Parlamento Europeo. Duque cree que el mundo no lo está viendo y se equivoca. El mundo está mirando horrorizado el genocidio en Colombia. La ineptitud de su ministro de defensa ante la barbarie. El mundo está observando las masacres, el asesinato de líderes sociales, los abusos policiales, el asesinato de excombatientes, el asesinato de indígenas y campesinos, están siendo observados por la comunidad internacional.

El mundo ya sabe que Duque cooptó todos los poderes y saben que Colombia avanza hacia la dictadura.

Lo peor es que esto no para aquí. Vendrá el estallido social. La rabia se ha enquistado en los corazones de los jóvenes y no hay otra manera de disiparla distinta a una derrota del uribismo en las urnas. Pero ya saben en manos de quién estamos. Harán Fraude.

Está en nuestras manos resistir. Pero resistir con inteligencia y esto es, resistencia no violenta. No darles chance de dispararnos. Los ojos del mundo están encima de ellos. Los celulares apuntan a sus manos firmes para disparar y a sus corazones grandes y negros.

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