Crónica escrita a cuatro manos por: Urías Velásquez /twitter: @UriasV y Nicolás Maldonado /twitter: @DrNickolaz
Nací en la enigmática Bogotá de los ochentas –sí, soy viejo, lo sé, pero en mi defensa diré lo que dicen todos mis pacientes: que soy “comeaños”-, y cuando mis padres se separaron, mi mamá, mi hermana Sara y yo, nos mudamos a la calle 32 #12-34 en Turbaco, departamento de Bolívar, a reunirnos con otros dos hermanos mayores que ya vivían allá.
No lo voy a negar, fue un cambio dramático, el calor me perseguía de noche y de día y la humedad hacía que me sintiera en una sauna permanente, por momentos me costaba hasta caminar, situación que los amigos costeños –obviamente- no dejaban pasar por alto cuando me decían: “aja, el ‘cachaquito’ no aguanta na’a”.
Estudié en el Crisanto Luque y me gradué de bachiller académico por allá en el año 2003. Al salir de la institución no tenía como pagar los estudios superiores, así que me metí de vendedor ambulante para ayudar en los gastos de la casa. Y así transcurrieron dos largos años de mi vida: vendiendo, primero agua, refrescos y dulces, y después, cuando aprendí la técnica artesanal de mi hermano, comercializando collares, manillas, aretes y todo tipo de bisutería. No nos iba mal porque pronto mi incipiente inglés nos ayudó a acceder a los compradores americanos que nos pagaban en dólares y nosotros convertíamos a pesos.
Las aguas del rio corrían tranquilas pero monótonas hasta esa tarde de mayo, cuando Rene, el novio de Sarita, llegó a la casa con un formulario. De acuerdo con su versión, al colegio Instituto Docente de Turbaco que dirigía su madre habían llegado los cubanos a ofrecer unas becas de medicina para jóvenes. Eso sí, exigían haberse graduado como máximo un par de años antes, por lo cual, él –Rene- no era apto, pero yo sí.
Al principio miré la convocatoria como quien ve el boleto ganador de la lotería que va a sacarlo de todas sus deudas, el sueño que evocan los cuentos infantiles, pero, casi de inmediato, recordé que vivía en Colombia y el escepticismo me inundó: “esas becas solo se lo dan a los hijos de los políticos”, me dije. Y medio cabizbajo y achicopalado le entregué el papel a mi madre. Mi madre, una mujer llena de empuje y deseos, repleta de sueños, desde un comienzo, se entusiasmó: como nunca me miró directo a los ojos y después de reunir el aire –que sin duda la emoción le limitaba-, con el labio inferior medio temblando, me dijo: “hijo, esa beca es para ti. Hijo tenemos que hacer el proceso”.
Justo en ese momento algo mágico sucedió en mi casa, pero y como las cosas buenas siempre cuestan, de allí en adelante, mi mamá se graduó en cantaleta: todos los días sus primeras palabras eran: “vaya mijo, preséntese al concurso. Vaya mijo esa oportunidad es la suya”. Tanta fue la insistencia que un buen día no tuve opción diferente a la de hacer el trámite, que por lo demás fue sumamente engorroso: papel iba, papel venía y la mayoría de los formularios y notas del colegio que se requerían fueron conseguidas por mi madre, días enteros esperando por una firma, días enteros sonriéndoles a propios y extraños para que nos emitieran los papeles, en fin. Al final de la faena la carpeta estuvo lista y enviada.
A mediados del año 2005 la Embajada de Cuba nos avisó de la recepción de los documentos. Y yo, tal vez prematuramente, viajé a Bogotá a esperar la respuesta y a preparar el viaje pues vuelos a la Isla solo salían desde la Capital.
Pasaron los días y nada que llamaban, mi mamá se mantenía firme y yo esperaba y esperaba, pero nada. Hasta que un día de noviembre, lluvioso por cierto, y en medio de la frustración por no saber nada de mi futuro las lágrimas me vencieron y me rendí: la desesperanza se apoderó de mí ser y di por cancelada la convocatoria. Esa misma tarde llamé a mi madre y acordé con ella viajar a la costa para pasar navidad en familia.
Estando en Turbaco –y quizás alentado por la alegría de la gente costeña-, decidí seguir adelante: fracasar, en mi caso, jamás fue una opción. Pero, al principio, no fue fácil porque la mofa de mis amigos y compañeros eran implacable: “embustes del régimen, propaganda comunista, engaño”, me decían de todo, yo solamente escuchaba, eso sí, jamás respondía. En todo caso, en uno de los rinconcitos del alma, en contra del supuesto régimen, una roncha me crecía.
De vuelta en el mundo de las ventas. Con mucho esfuerzo, porque ganaba muy poco, finalmente, reuní los 80 mil pesos que costaba la inscripción para estudiar ingeniería de sistemas en la Universidad tecnológica de Bolívar.
Justo el día en que iba a inscribirme, me levanté más temprano que de costumbre, mi idea era hacer la vuelta lo antes posible y regresar al trabajo, pero he ahí que “aconteció el milagro” y en punto de las siete y media antes del meridiano, Colombina, la vecina que nos prestaba su teléfono y que vivía a no menos de cuatro cuadras, comenzó a gritar, entre desesperada y emocionada, enterando a todo el barrio de la noticia: “Nicolás, Nicolás te llamaron de Cuba, Dios mío, Nicolás ¡Te ganaste la beca!, Dios mío: ¡TE GANASTE LA BECA!”.
Todavía, ahora que escribo esto, no puedo evitar que se me agüen los ojos porque comprendo que el hecho que yo tuviera la oportunidad de estudiar redimía y les daba esperanzas a todas y cada una de las personas luchadoras y trabajadoras que me rodeaban.
Mi mamá gritaba y lloraba, mis hermanos me soltaban solo para poder abrazarme otra vez, y Sarita, al volver del colegio, simplemente no lo podía creer. Mis amigos y los vecinos, en el acto, formaron una fiesta que, por supuesto, tuvo que extenderse al barrio porque no había sala de casa que cumpliera con el aforo necesario. Y todos, todos sin excepción, al unísono y de una, me graduaron de médico.
Para que ustedes entiendan la dimensión del asunto, solo vi tanta gente efusiva y feliz el día que Fredy Rincón hizo el gol con el cual la selección Colombia de fútbol le empató a la poderosa Alemania en el mundial del 90.
¡Uau, qué nostalgia me embarga cada vez que mi profesión de médico me deja espacio para recordar esos momentos!
Y sí, en efecto, me gané la BECA. Una que hacía parte del ALBA, proyecto alternativo de los socialistas latinoamericanos frente al ALCA.
Sinceramente –y por más que lo intento- no consigo narrar los siguientes días de mi vida: simplemente no dormía soñaba, no caminaba levitaba, no comía me alimentaba, todo lo que veía, ahora, me parecía con sentido, de repente la partitura de mi vida comenzaba a mutar en sinfonía perfecta, a salir del cuarto oscuro en donde hasta ese momento había permanecido, pero pues nada, había que poner los pies sobre la tierra, así que me dediqué por entero a preparar los nuevos requisitos que me hacían: exámenes médicos, cartas, pasaporte… que me tocó cambiar, pues en medio de todo el proceso cumplí los 18 años.
Y así como un tobogán extenso pero liso en donde todo se acelera de repente, el sábado 11 de marzo de 2006 a las 12:05pm en el vuelo semanal de la empresa Cubana de Aviación arribé a la Isla.
Uff, ¡Cuántas expectativas y sueños cargaba ese día en las maletas que todo ser humano guarda en el alma!
Pero no solo eran los sueños míos sino también –y quizás más importante aún- los sueños de los que me amaban y aman, incluidos -como no- los de mi mamá, mis amigos, mis vecinos y toda la gente del barrio Bellavista que celebró a rabiar conmigo esa mañana del aviso de la ganada de la beca.
Después de todo, algún día, mi madre podría cumplir su sueño de toda la vida: que alguno de la familia fuera profesional.
En todo caso y no pretendo negarlo, a pesar de lo bueno que la oportunidad pintaba, en lo profundo de mi ser, una incertidumbre terrible me consumía, alimentada –claro- por los medios de comunicación masivos, sería Cuba ese horror que aseguraba permanentemente RCN en sus noticieros, iría a pasar hambre como insistía incesantemente Caracol, me iban a decomisar mi guitarra con la que vencía -y venzo- mis noches de insomnio, tendría que guardar como “oro en paño” mis artículos de aseo personal, me iba a tener que limpiar el trasero con hojas de plátano o afrechos de caña pues no había papel higiénico en la isla, y con qué me bañaría. ¿Con tierra? Porque, de seguro, jabón los isleños no conocían. Y, lo peor, tener que comer carne de burro mientras unos comunistas degenerados y de barba me lavaban el cerebro. Mejor dicho, estaría mi necesidad y la falta de oportunidades de esta patria que quiero y sufro empujándome a perder el alma y el cuerpo, porque si algo estaba claro “es que cuba era un infierno comunista en donde me iban a adoctrinar y a cambiar hasta el último y más íntimo de mis pensamientos”
Fin de la primera parte,
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La tercera parte se publicará el sábado 15 de agosto.