jueves, octubre 3

Lecciones democráticas del caso Uribe

Por: Iván Cepeda Castro

En este escrito no analizaré ninguno de los detalles, pruebas o piezas procesales del extenso expediente de la investigación que se adelanta contra el hoy exsenador Álvaro Uribe Vélez. Tampoco voy a comentar las decisiones que se han ido produciendo en distintas instancias y tribunales durante más de una década en lo que ha sido esta larga confrontación judicial. Prefiero abordar un aspecto menos visible, pero tal vez más significativo de este proceso: su connotación en el campo de la pedagogía política y su significado democrático.

En ese sentido señalo tres aspectos que, independientemente de lo que ocurra en el terreno judicial, son ya lecciones democráticas valiosas para la sociedad colombiana.

El primer elemento democrático de este litigio es la reafirmación de que la Justicia debe ser una instancia de control al poder político, sus arbitrariedades y actuaciones criminales. El tribunal supremo de la justicia penal en Colombia abrió un nuevo capítulo en materia de rendición de cuentas de personas que detentan un gran poder en la sociedad colombiana, y profundizó el camino trazado ya desde los juicios de la llamada parapolítica. Sin dejarse influir ni presionar los magistrados de la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia han procedido a llamar a indagatoria, primero, y a privar de la libertad con medida de aseguramiento, después, a una figura pública que ha ostentado la condición de Jefe de Estado, caudillo político y que ha cultivado una especie de culto a la personalidad entre sus seguidores. La Justicia, sin miramientos por esas condiciones, lo ha llamado a rendir explicaciones sobre su conducta, pese a la feroz reacción de algunos sectores de los centros de poder nacionales e internacionales. La sociedad colombiana acostumbrada al espectáculo corriente de la impunidad de élite ha sido sacudida por un acontecimiento que anuncia una etapa en que se ponga fin a la inmunidad de los más poderosos.

Una segunda lección proviene del contraste entre poder instrumental y poder moral de las dos partes de este asunto. Uribe ha puesto en marcha un poderoso aparato con ostentación de grandes recursos financieros; abogados de mostrar en público y abogados intermediarios, cazadores de falsos testigo; uso de investigadores privados (incluida una exagente de la CIA), militares en reserva, ministros y embajadores, e incluso el Presidente de la República;    gobierno de Trump y compañía publicitaria de lobby en EEUU; bancada parlamentaria del Centro Democrático con sus unidades de trabajo legislativo; medios de comunicación, etcétera. Por mi parte, solo están mis abogados, colaboradores, y la solidaridad de muchas personas y organizaciones.  En contraste con la pretensión de usar el poder manipulatorio de la opinión pública, y del aparato de fabricación de falsos testigos, del lado de la víctima está la superioridad moral que proviene de la verdad y la inocencia.

En tercer lugar, este proceso judicial sirve como escenario de comparación entre dos actitudes ante la Justicia. Mientras que durante los últimos nueve años he respetado las instituciones, acatado las decisiones de los magistrados, nunca he intentado rehuir mi juez natural; Uribe y su aparato han desatado una campaña a gran escala que incluye la pretensión de engaño desvergonzado de la opinión pública, así como la estrategia de acabar con el Poder Judicial para reemplazarlo por una corte subordinada a su imperiosa necesidad de que cesen todas las investigaciones, y quede anulado su historial de relaciones con narcotraficantes y paramilitares. No obstante, no pasará inadvertida esta categórica diferencia entre una conducta genuinamente democrática, y la aspiración de un poder autoritario, que no respeta las instituciones y que las reemplaza por el “estado de opinión”, que no es nada distinto a la obediencia en masa de la voluntad del caudillo.

Pese a esta gran operación contra la Justicia, es un hecho la declinación de la influencia de Uribe en la opinión pública nacional e internacional, y que se debilita estructuralmente su base social. Las ciudadanías no lo siguen, las grandes marchas no aparecieron, perdió la capacidad de movilización, el rechazo creciente es ostensible, su ilusión de “estado de opinión” se desvanece, estamos ante una hegemonía que se marchita.

Es posible que bajo la nueva competencia de la Fiscalía se intente la ruta de invalidar groseramente el abundante acervo probatorio, poner en libertad a quien representa un verdadero peligro para la administración de justicia, y clausurar en forma apresurada esta investigación. Sin embargo, a estas alturas Uribe ha dejado de ser “el presidente eterno”. Hoy es un excongresista que rehuyó atemorizado la competencia de la Corte Suprema de Justicia. Un hecho que ya es y será imborrable.

La difícil historia de la lucha contra la impunidad de máximos responsables políticos es un camino zigzagueante en el cual hay derrotas y victorias. Pero en el que también hay hitos que terminan construyendo una cultura de la memoria, la verdad y la justicia: días en los cuales los dictadores y tiranos ven derrumbarse su impunidad y su soberbia.

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