Por: Germán Navas Talero y Pablo Ceballos Navas
Bien es cierto que los delitos no se heredan, pero las malas costumbres sí.
En un país de familias las hay de todas clases. Las de los Bueno, de los Malo y también unas que vuelan muy alto. Dentro de las que vuelan muy alto, como su apellido lo indica, están los Aguilar. Papi Aguilar fue alto policía y después gobernador –con todas las de la ley–, este último cargo al que llegó tras promover, colaborar y comprometerse con los paramilitares, como lo demostró la Procuraduría en la investigación que condujo a su destitución e inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos. El ejemplo de papá fue seguido por su hijo Richard quien, volando como papi, realizó contratos non sanctos durante su mandato como gobernador, a los cuales la justicia les siguió la pista y a la chirona fue a parar. Parece que el calabozo de esta cárcel tiene doble compartimiento y hay un ex-colaborador de él que se apresta a llevar sus corotos para hacerle compañía en el frío piso del penal. Como buenas águilas que son, su hermano Nerthink Mauricio –quien es el actual gobernador del departamento de los Aguilar– ha encontrado un nuevo pasatiempo: encubridor de los delitos presuntamente cometidos por su hermanito, como lo señaló la Corte Suprema de Justicia en la providencia que decretó la medida de aseguramiento contra el sonriente Richard.
Como dice la canción, “ando volando bajo”, estos Aguilares comienzan a caer en picada hacia el suelo que los vio nacer. Dejarán de volar y terminarán pagando sus penas. Estos clanes familiares, sin embargo, no son extraños en la política colombiana y su poderío permanece inamovible tras decenas de escándalos, basta mirar en la costa norte del país cómo unos que se apellidan García han tenido a papi y a mami guardados en la cárcel y ellos –sus hijos, sobrinos o primos– aún conservan bajo las nalgas una curul en el Congreso de la República.
Un amigo nos comentaba, durante una corta visita al país, que le parecía que en Colombia la política no se ejercía en favor del interés general, sino que se trataba de un negocio familiar. Y visto lo visto, no podríamos razonablemente llevarle la contraria. Lo que uno observa es que algunas familias han tejido con el paso del tiempo extensas y enrevesadas redes de corrupción que los enriquecen a ellos y a un puñado de amigos. Este modelo se replica en todos los niveles de decisión y ha infiltrado todas las instituciones del Estado, no obstante, aquel intercambio de ‘chanfas’ entre gobernantes y amigos o familiares es lo que, sin ninguna pena, llaman la “institucionalidad colombiana”, un “ejemplo de democracia estable” y motivo de orgullo para algunos patrioteros. Germán le respondió a nuestro amigo que lo que en Colombia se ve como democracia en la práctica es un sistema que concentra y restringe el poder en unos pocos que tienen los medios y las conexiones para, a su vez, cerrarle el camino a cualquier propuesta alternativa.
En nuestro país no hay libertad de elegir, hay libertad de votar. Una canción muy popular dice que “para subir al cielo se necesita una escalera grande y otra chiquita”, en Colombia para alcanzar un cargo de elección popular se necesita –en la gran mayoría de los casos– hacer parte de una familia influyente, tener plata en el banco y contar con un poco de ignorantes que estén dispuestos a elegirlo a cambio de 50.000 pesos. Estos mercachifles que comienzan por ser ediles o concejales cada vez están más cerca de alcanzar la presidencia. Aun así, algunos continúan hablando de “democracia sólida” y “ejemplo para las naciones vecinas”.
Esta nación exportadora de café y que incluso en tiempos pasados exportaba oro, es ahora la principal proveedora de mercenarios en Latinoamérica, con el consentimiento de sus autoridades que nada hacen por evitarlo. Cuando estos individuos son atrapados con el dedo en el gatillo, en vez de investigar quién está detrás de ese negocio, nuestra vicepresidenta se muestra muy preocupada por su “bienestar”, para luego correr a buscarles al Defensor del Pueblo con el objetivo de que nos los devuelvan rapidito. Es altamente probable que a su regreso vayan a hacerle compañía a Andrés Felipe en uno de los cómodos casinos militares que ahora se destinan como sitios de reclusión para delincuentes.
A ningún funcionario se le ha ocurrido investigar cómo funciona el negocio de exportar ciudadanos colombianos a otros países –la mayoría con conflictos activos– a quienes se les encomienda la tarea de disparar a todo lo que se mueva con plena ausencia de responsabilidad. En otros términos, a estos individuos se les paga por hacer lo que los ejércitos no pueden, que en ocasiones implica violar las leyes locales o peor, el Derecho Internacional Humanitario (en contextos de guerra). La cuestión resulta más preocupante al tratarse de particulares vinculados tan estrechamente con las fuerzas de seguridad del Estado y es vox populi que el reclutamiento a estas posiciones comienza durante el servicio activo, en aparente connivencia con los altos rangos militares.
El afán de martuchis por ‘rescatar’ a estos criminales de manos de un juez haitiano que tal vez sí les aplique las penas que les corresponden nos pone a pensar que algo raro hay ahí, pues igual derecho tendrían a recibir asistencia legal de la Defensoría los miles de colombianos privados de la libertad en cárceles de Estados Unidos, México, España y China, entre otros. Hasta donde nosotros sabemos, sus familiares se ven en la penosa necesidad de rogarle a los cónsules para que estos cumplan su obligación y visiten a los detenidos en sus sitios de reclusión. Señora vicepresidente/ministra, se ve que es muy poco lo que tiene que hacer en los dos cargos que desempeña cuando termina de abogada de mercenarios en lugares donde no tiene jurisdicción. Como muestra de mínimo respeto con los ciudadanos, disimule un poco.
Adenda: como este es el país donde ocurren las cosas más insólitas, componentes del Concejo distrital resolvieron interpretar la ley a su gusto –sin ningún respeto por la norma o la jurisprudencia– y liderados por la concejal Bastidas y otros de su partido decidieron asignar recursos de atención social a un negocio privado de, entre otros, la familia Ríos Velilla, lanzándoles un salvavidas inmerecido. Estos beneficiarios son los que corren en las mañanas de cada 20 de julio a izar el pabellón nacional, a modo de agradecimiento por permitirles hacerse de forma tan descarada con los recursos públicos.
Para ver la clase de concejales que tiene Bogotá solo hay que leer la columna de Óscar Sevillano publicada el domingo en El Espectador, en la que devela que el concejal más joven de la ciudad resultó ser tan avispado como los politiqueros más experimentados: “el pasado 15 de julio que Rodríguez Sastoque no estaba cumpliendo con su labor como concejal a pesar de haberse registrado sobre el mediodía en la sesión (…). Todo parece indicar que el joven se encontraba en medio de un acto político con el precandidato de la Alianza Verde Carlos Amaya y no en medio de la discusión en la célula del cabildo distrital.” Continúa Sevillano, “le pregunto entonces al concejal Julián Rodríguez Sastoque si devolverá el millón de pesos que le corresponde por supuestamente haber participado de una sesión en el Concejo, cuando se puso en evidencia al activarse el micrófono de la plataforma por la que se conectan los cabildantes desde la virtualidad que no estaba participando ni cumpliendo con la labor para la que fue elegido.”
Cuando los verdes sacaban pecho por tener el concejal más joven pensábamos que sí, que tenían razón, pero que de nada servía esa cualidad por sí sola. El tiempo nos dio la razón y hemos visto cómo el señor Sastoque se destaca por todo lo que no debería destacarse un político: cobrar sin asistir a las sesiones, llegar tarde a las que sí asiste, agredir verbalmente a contradictores políticos, acusar a mujeres cabildantes de ser instrumentalizadas por políticos hombres, aprovecharse de profesionales jóvenes con pocas oportunidades en el mercado laboral y emplearlos mediante pasantías sin remuneración, entre otras ‘perlas’. Su paso por el Concejo se ha caracterizado por ostentar la penosa posición de defensor a ultranza del alcalde de turno, labor que le traspasó la señora Bastidas tras la salida de Peñalosa.
El joven Sas-toque suele dárselas por ser el menor en la corporación, pero a día de hoy no ha podido ufanarse de ser el más trabajador o el más preparado. En días pasados se le pichoneó cuando a pesar de haberse inscrito como asistente a su comisión, firmó y se fue, pues al mismo tiempo se encontraba en un acto político con un candidato de su partido. Es decir, no cumplió con su obligación, pero sí cobro los honorarios que vienen con esta. ¿Cómo les parece la alternativa verde?