viernes, septiembre 13

La economía política del Presupuesto

Por: Daniel Rojas Medellín

Sobre el Presupuesto General de la Nación se ha hablado de recortes en sectores claves, de la prioridad en sus asignaciones, del aumento en la deuda pública y las estimaciones que exhiben el cálculo de su monto; desde el 29 de julio, fecha en la que fue radicado, mucha tinta ha versado sobre su composición, tanto en lo que concierne a las rentas como la distribución de los gastos y algunas de sus disposiciones finales.

Sin embargo, quiero llamar la atención sobre otras opiniones que se han preocupado del debate en términos de concebir el gasto público como herramienta de política fiscal en búsqueda de soluciones a la inminente recesión. El crecimiento negativo, las altísimas tasas de desempleo y, sobre todo, los bajos niveles de inflación cuya variación anual se situa por debajo de la meta establecida por el Banco Central (1,97%), sin descontar los reportes negativos en los últimos meses; revelan una contundente reducción en la ecuación macroeconómica por el lado de la demanda, incapaz de corresponder a la ya deprimida oferta agregada, vulnerando así la igualdad contable; lo que se observa es entonces una reducción en la capacidad de gasto tan severa que no hay forma de consumir lo que oferta la economía.

La escasez del gasto tiene su explicación en la escasez de ingresos, el consumo privado está diezmado y una opción es que el consumo público pueda suplir el déficit para que la demanda abosrva la debida oferta, en una afable conversación con Cesar Ferrari llegamos a la conclusión de que la dependencia de las exportaciones de materias primas baratas para importar productos manufacturados caros, nos conduce a descartar la opción de acudir al consumo del resto del mundo por falta de competitividad.

Ante ese panorama, el gasto público resulta ser la única variable en la conocida ecuación de la demanda agregada, que ademas de tener la virtud de ser autónoma, es susceptible a variar por disposición directa del gobierno, lo que la convierte en herramienta de política fiscal, es decir, en la oportunidad que tiene el Estado para interevenir en favor de recuperar la economía cuando los otros componentes del gasto denotan fragilidad como es el caso del consumo privado, la inversión de las empresas y las exportaciones netas.

Por eso esperar una recuperación en “V“, como se lee en el Marco Fiscal de Mediano Plazo del Ministerio de Hacienda, que nos lleve de una contracción del -5,5% en 2020 a una milagrosa recuperación del 6,6% en 2021, como un artilugio sustentado en un aumento del consumo, impulsado quizás por la mano invisible porque no prevee el debido aumento en el ingreso disponible de los hogares, es una fantasía, como la ha calificado Jorge Ivan Gonzalez.

Mientras la esperada vacuna no garantice la inmunidad requerida, la apertura que rampea en el país aumenta la posibilidad de un rebrote por lo tanto, de un nuevo periodo recesivo. Los mercados por si solos buscando una senda de crecimiento nos pueden conducir a un estallido social que dibuje una imperfecta “W“.

De esa lectura nacen opiniones que recalcan la obligación que tiene el Estado de hacer uso de las herramientas de política económica de las que dispone para provocar una salida a la crisis preservando la vida de la ciudadanía y garantizando que los efectos no descansen sobre los hombros de las personas más vulnerables. Algunas voces como la del Senador Wilson Arias coinciden en aumentar el monto del Presupuesto General de la Nación para impulsar la economía a partir de ejercer soberanía sobre sus políticas económicas, vinculando al gobierno y al Banco de la República; en sentido similar se ha pronunciado la ANDI y analistas  comolos ya mencionados Jorge Ivan Gonzalez y Cesar Ferrari.

Desde luego este tipo de posturas, por vincular los instrumentos de política y por lo tanto, instalarse en terrenos de la economía política, consienten reacciones guiadas por sesgos ideológicos. La más común, aquella que refiere el discurso antiinflacionario como catequesis de responsabilidad fiscal; como bien anota el economista Rafael Correa, por suerte esta clase de economistas no se inclinaron por ser médicos, pues llegarían a la brillante conclusión de que el remedio para la fiebre resulta de congelar a la persona.

Inflaciones muy bajas como ya lo hemos dicho en este espacio, encarecen las deudas bancarias y favorecen a tenedores de grandes activos líquidos por el efecto de valorización de la moneda y, aunque nadie puede negar que inflaciones muy altas también son perjudiciales, en un debate transparente, se debe recordar que los brotes inflacionarios son la revelación de exceso de demanda; mientras no haya pleno empleo  el gasto público no supone un riesgo inflacionario. Es más honesto decir que elevar la demanda pública consiste en la necesidad de sustituir el actual déficit privado por déficit público, para nivelar la identidad contable macro sin sobresaltos en el nivel de precios.

Otras opiniones no menos sesgadas pero si menos elaboradas dejan ver los prejuicios ideológicos que esconden discursos aparentemente técnicos; un economista de Corficolombiana oponiéndose a aumentar el gasto por la vía de la financiación por parte del banco central usó al aire un argumento tan fatuo como fantástico, palabras más, paplabras menos, dijo que se trata de una puerta que una vez abierta es muy dificil de cerrar; ese no parece ser un argumento muy técnico, como tampoco un problema de gran complejidad, más bien la injustificada y débil defensa de los intereses del banquero.

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