por: Sebastian Caballero
“En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. ‘Seguro que fue un sueño’, insistían los oficiales. ‘En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz’. Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales”. Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.
Sabíamos lo que se le venía al país con el regreso del uribismo al gobierno. Algunos sin duda, dubitaron ante el ensueño del poder mediático que vistió al alter ego del Matarife, Iván Duque, como una figura aparentemente fresca, renovadora, conciliadora y de posturas democráticas que respetaría la paz; incluso, grandes electores optaron por la indiferencia, por irse a ver ballenas en un momento crucial en donde estaba en juego la posibilidad de construir una verdadera era de paz.
No en vano nuestras advertencias desde la Colombia Humana sobre la amenaza que significaba para el presente y futuro de la nación, el retorno a la casa de Nariño de quienes prometían “hacer trizas la paz”.
Acusaciones iban y venían, en un ambiente que urdió de manera escalonada, táctica y coordinada el establecimiento para crear el imaginario que el proyecto del cambio –Colombia Humana- significaba odio, venganza y destrucción; se valieron de un sin número de adjetivos descalificadores que reprodujeron sus grandes medios de comunicación, pero sin duda el que más caló en su momento, en gran parte de la población, fue el de “polarizadores”, para señalar al movimiento que lideraba la propuesta de país como antítesis de lo que ha sido el régimen de la corrupción que ha gobernado a Colombia durante décadas. Irrigaron en un segmento de la sociedad el temor al cambio, a “polarizar”, a sentar postura; pero lo que no les dijeron es que, ante la amenaza de la muerte y el ocaso, no existen términos medios y toda la narrativa de terror que quisieron endilgarnos, no estaba en nuestras huestes sino en las del actual gobierno, sobretodo, el totalitarismo que referenciaban con su estrategia de miedo a través del significante “catrochavismo”.
Prueba de ello, es que hoy asistimos a una gran hecatombe, una gran crisis social, humanitaria y económica -no propiamente originadas por la pandemia, pero si profundizadas por ella-, con un record que ubica a Colombia, según la revista The Economist, como el segundo país del mundo donde más creció el desempleo; lo que se agrava con la respuesta represiva ante la crisis y el estallido social.
La indiferencia del gobierno frente a las necesidades de la gente, la generosidad del mismo con los poderes económicos, las roscas -banqueros, multinacionales, grandes extractores de rentas públicas- y un hiperpresidencialismo autoritario que ha cooptado la Fiscalía General de la Nación y el Ministerio Público, frente a un Congreso raquítico, reducido a la virtualidad y que mayoritariamente se ha dedicado fungir como notario del presidente y sus arbitrarias medidas tomadas en ejercicio de las facultades legislativas, mientras la bancada opositora intenta hacer control político desde el reducido congreso y a su vez en las calles acompañando la protesta social.
Es por esto que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que estamos en una DICTADURA. Hay excesiva concentración del poder en cabeza del gobierno, el congreso está prácticamente cerrado, no hay respeto por la justicia y cada vez se profundiza más la falta de garantías para la oposición, que es estigmatizada, capturada y hasta asesinada por cometer el crimen de disentir de quienes ostentan el poder.
No siendo suficiente con el escándalo por la compra de votos del narcotraficante “Ñeñe” Hernández a favor de la campaña presidencial de Iván Duque en 2018, que per se, ya es un atentado contra la democracia, desde el gobierno nacional se han dedicado a destruir la institucionalidad, pues no contentos con la alarmante concentración del poder -como lo advirtió en su momento Transparencia Internacional- se han dedicado a desafiar incesantemente a la justicia, desacatando fallos judiciales y socavando la división de poderes y el sistema de pesos y contra pesos que fundan el Estado de Derecho. Asistimos a la fase superior de la corrupción que, en términos de Garay, es la configuración mafiosa del Estado.
Por si fuera poco, ahora pretenden que, a instancias del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, se declare la reelección presidencial indefinida como derecho humano fundamental, en busca de perpetuar al Matarife en el poder.
Estamos en las épocas del Estado de sitio, nos gobiernan por decreto y la represión asfixia hasta asesinar a una ciudadanía que se arroja a las calles ante la injusticia y el hambre en una DICTADURA que, pese a tener un presidente frívolo y un gobierno con incapacidad probada, se perfecciona al pasar inadvertida ante la opinión pública -muy pocos le llamamos por su nombre- dada la coincidencia del régimen con la pandemia declarada a nivel mundial con ocasión del COVID-19 que ha concentrado la atención de las mayorías y ante la narrativa justificadora de la prensa y su poder corporativo que intenta a toda costa justificar lo injustificable: La violencia de un régimen fallido.
“Seguro que fue un sueño, en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca”. Y así se han consumado más de 60 masacres en lo que va del año.
Sin embargo, la esperanza aún persiste en un pueblo que no claudica, que está subvirtiendo y cambiando el miedo de bando. Es el poder constituyente el que está en las calles y que en ejercicio de su facultad destituyente, está dispuesto revocar la DICTADURA.