Por: Luis Guillermo Pérez Casas / Magistrado Consejo Nacional Electoral
“Pero todavía hay algunos en nuestro país que erróneamente creen que pueden contribuir a la causa de la justicia y de la paz apegándose a los dogmas que sólo han traído desastres”.
Nelson Mandela
El Informe de la Comisión de la Verdad es desgarrador, no solamente relata todas las dimensiones del horror, sus responsabilidades y consecuencias, sino también nos cuestiona como sociedad y como Estado. Resultó valiosa la interpelación del Padre Francisco de Roux durante la presentación del Informe en el Teatro Jorge Eliecer Gaitán ¿Por qué permitimos que tanta barbarie fuese posible?, agregaría, ¿por qué permitimos que el narcotráfico permeara todos los escenarios del poder público y por qué no reprochamos de manera masiva que la corrupción tanto pública como privada nos condujera a ser una de las naciones más violentas del mundo y de las de mayor inequidad social?.
Ninguna guerra se resuelve en el los tribunales, salvo que haya un vencedor que juzgue a los vencidos. Toda guerra deja heridas profundas, pero también puede dejar grandes lecciones. Las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, si hacemos el deber de implementarlas, puede conducirnos por los senderos de la reconciliación y la paz, para convertir a Colombia en Potencia Mundial de la Vida como propone el Presidente electo Gustavo Petro Urrego.
Sin embargo, en medio del entusiasmo por la paz, surge un interrogante insoslayable para gran parte de la sociedad ¿debemos resignarnos a la impunidad de los más graves crímenes cometidos durante el conflicto? No. La reparación de las víctimas y las garantías de no repetición deben ser aseguradas. Para ello la Jurisdicción Especial para la Paz -JEP-, cumple y cumplirá un rol esencial y complementario en la búsqueda de la verdad y la justica, sin que se afecte las posibilidades de una paz completa para la Nación.
Defiendo que la justicia restaurativa es perfectamente compatible con los acuerdos de paz y el desmantelamiento de las organizaciones criminales. Hay que superar el paradigma de que la venganza punitiva es la única salida, al contrario, Colombia necesita ampliar las perspectivas que actualmente tiene sobre escenarios de acogimiento a la justicia.
En distintas modalidades ya hemos aplicado escenarios de justicia restaurativa, entre ellos, los acuerdos alcanzados en el proceso de Justicia y Paz al que se sometieron los grupos paramilitares. Así mismo, a través del Acuerdo entre el Estado Colombiano y las extintas FARC se creó la Jurisdicción Especial para la Paz que benefician por igual a todos los actores del conflicto armado interno si contribuyen a los fines de la verdad y la reparación, pero en particular a las víctimas que deben ser escuchadas en sus propuestas de restauración.
La justicia restaurativa si bien se teoriza como un concepto occidental desarrollado por Howard Zehr, Marshall Tony, Dominic Barter, John Braithwaite, Daniel Van Ness y Karen Strong, entre otros tratadistas, pero antes que ellos debemos reconocerla como una práctica ancestral de comunidades indígenas en las que prima la reparación de las víctimas, la resocialización del transgresor y el mantenimiento de la armonía y la cohesión social.
Hay quienes se oponen a la justicia restaurativa porque consideran que, frente a graves crímenes como los que se han cometido en medio del conflicto colombiano, sólo deben aplicarse las sanciones más drásticas, so pena de considerar que no es el Estado el que somete a los criminales, sino que éstos someten al Estado y a la sociedad.
Sin embargo, de lo que se trata es de reducir al máximo el poder criminal que estos actores tienen sobre las poblaciones, de frenar en el menor tiempo posible la violación sistemática de derechos fundamentales, garantizando de esta manera la reconciliación de todos los sectores sociales. Quienes otorguen verdad, se arrepientan de sus crímenes, reparen a las víctimas y contribuyan a las garantías de no repetición deben ser tratados bajo fórmulas de justicia restaurativa. En contraprestación, aquellos que sean reincidentes deben perder todos los beneficios otorgados y ser tratados con el máximo poder punitivo del Estado en el marco del debido proceso dispuesto por la justicia ordinaria.
Por tanto como lo propone la Comisión de la Verdad, debemos repensarnos los fines del Estado en materia de seguridad pública y la manera como hemos de enfrentar y desmontar los distintos factores de violencia que hacen de Colombia uno de los países más peligrosos del mundo para su propia ciudadanía. La persistencia de múltiples actores violentos asociados al narcotráfico, mafias, bandas organizadas y la persistencia aún de un conflicto armado interno con el Ejército de Liberación Nacional -ELN-, residuos del Ejército Popular de Liberación -EPL- y las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC- nos obligan a buscar estrategias de acogimiento a la justicia y una salida política negociada.
En el mismo propósito la política penitenciara debe cambiar radicalmente para asegurar progresivamente que las personas privadas de la libertad puedan tener trabajos remunerados y/o educación en sus sitios de reclusión, que las cárceles puedan llegar a ser auto sostenibles, reconociendo que hoy del presupuesto público se destina un promedio de 35 millones de pesos anuales para sostener cada recluso.
La no reincidencia en el delito depende de que los centros de reclusión aseguren la rehabilitación de las personas privadas de la libertad. La gestión de apoyo formativo e institucional desde el SENA y las universidades públicas podrían llegar a cumplir un rol importante en la capacitación de la población carcelaria, de la misma forma como las empresas pueden crear planes de asociación y producción de bienes y servicios desde los centros penitenciarios.
Por otra parte se requiere desnarcotizar nuestra agenda de seguridad pública y recuperar nuestra soberanía nacional en la materia. Se hace indispensable en este propósito, cambiar radicalmente la política antidrogas a nivel nacional e internacional la cual ha demostrado ser un fracaso.
La legalización del consumo de la dosis mínima no puede ser coherente sino se asume el problema de la drogadicción como un asunto de salud pública y no como un problema individual de las familias. El Estado debe ayudar a prevenir el consumo, de la misma forma como debe controlar la producción y distribución de narcóticos. Asunto por supuesto que debe debatirse en el seno de las Naciones Unidas y en convenios interestatales con aquellos Estados que han hecho camino en la legalización de estas sustancias.
La falta de regulación en esta perspectiva y la persecución de las comunidades cultivadoras hasta el día de hoy solo ha generado empobrecimiento, violencias y represión, hay que apostar por un cambio estructural en la solución del problema, teniendo presente que quitarle el negocio de las drogas a los narcotraficantes, se traduce casi de forma inmediata en la reducción de su poder militar y económico, abriendo las posibilidades de ingresos legales y de la paz para aquellos sectores sociales históricamente marginados y violentados en sus derechos. En la misma perspectiva de integración y paz social hay que reconocer a plenitud los derechos del campesinado conforme a la Declaración de las Naciones Unidas.
Sin duda la apuesta por una paz completa representa un reto para el Estado y la sociedad, debemos de manera efectiva apoyar el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición. Son tiempos de agendas de diálogo que promovidas con el acompañamiento de la sociedad civil, los movimientos populares y manteniendo como eje los derechos de las víctimas, debe facilitar el tránsito a la democracia de actores armados desde agendas reales, que permitan a corto plazo la materialización de los cambios estructurales que la nación y el Estado requieren.
Que el impulso de escenarios de justicia para la paz nos lleve a construir e implementar como sociedad la justicia social anhelada.