En estos días hemos asistido a un debate que, si bien es de alcance nacional, esta ciudad tiene y puede ejercer un rol protagónico en su desenvolvimiento: la necesaria reforma estructural de la Policía, que ha salido a relucir a la luz pública en medio de la jornada de indignación por el asesinato de Javier Ordoñez a manos de agentes de la Policía Nacional y que tuvo como correlato oficial una respuesta violenta sin precedentes en la historia de la ciudad. Esta fue la gota que rebosó la copa de una larga lista de abusos en contra de la ciudadanía, incluyendo extorsiones, sobornos, alianzas con bandas de microtráfico, entre otros.
De las jornadas de protesta del 9, 10 y 11 de septiembre contra el abuso policial, las cifras hablan: 75 personas heridas por armas de fuego que, según se tiene en registros de video ampliamente conocidos, fueron usadas de manera indiscriminada por los policías como mecanismo para la contención de una situación de orden público.
Con relación a esto, la alcaldesa Claudia López ha afirmado en varios escenarios que ella y su gabinete estuvieron todo el tiempo acompañando el manejo de la situación, que en este manejo estuvo al frente también la Nación, en cabeza del Ministerio de Defensa, y que nunca hubo órdenes o instrucciones inconstitucionales a la Policía de donde se originara ese despliegue de fuerza letal. No obstante, de los videos que son de público conocimiento y que también tienen las autoridades para las respectivas investigaciones, se infiere que el uso de las armas de fuego para contener la movilización social no fue ni excepcional ni motivado por circunstancias extremas que pusieran en peligro la vida de los agentes, más bien lo contrario, estos funcionarios parecen haber disparado en contra de civiles que estaban a una buena distancia en posesión de piedras y palos. Las balas no son ni de lejos una respuesta proporcional frente a las piedras[1].
Podría entenderse, en gracia de discusión, que hubiera habido desatención de uno o dos agentes que utilizaran sus armas de fuego, pero la cantidad de heridos y fallecidos en un lapso tan corto de tiempo -sin precedentes en nuestra ciudad desde 1954- pone en duda la “excepcionalidad” de esta conducta policial, acercándose más hacia algo planificado. Asimismo, en el marco de esta jornada se presentaron denuncias, según la Secretaría de Gobierno, por uso de armas contundentes, por daño en bien ajeno, por abuso sexual, allanamientos, amenazas, detenciones arbitrarias, agresiones y hurtos.
Más allá del debate judicial sobre la comisión e individualización de la responsabilidad en estos delitos, el debate debe girar en torno a ¿Cuál es la razón para que la Policía se comporte de esta manera en contra de una población a la que ha jurado defender?, ¿Cómo se explica la sistematicidad de estas actuaciones? y ¿Qué puede hacer el Estado para garantizar que estos hechos nunca más se repitan?
Son múltiples los casos que representan el abuso policial durante las jornadas de protesta del 9, 10 y 11 de septiembre, uno de ellos fue el del joven Luis Barajas en la localidad de Fontibón, quien fue golpeado, detenido y despojado de su bicicleta por un grupo de policías, fue encerrado en un CAI mientras le rociaban gas pimienta, después de esto fue llevado a la URI de la Granja en Engativá, en donde se le dijo que iba a ser judicializado por hurto (quién sabe de qué, porque antes se quedó sin la bicicleta en la que se transportaba), violencia contra servidor público y vandalismo (se inventaron un delito los agentes que lo reseñaron), todo para después de 36 horas de tortura, liberarlo y decir que no había ninguna prueba de los delitos de los que se le acusaba.
Se ha dicho que estas acciones de violencia desmedida responden a casos aislados, a “manzanas podridas” que deshonran a la institución con su actuar ilegal y por fuera de los entrenamientos brindados a la Policía Nacional. Lejos de esto, la sistematicidad de los casos de violencia y abuso policial apuntan a la esencia y construcción histórica de esta institución. Estas acciones obedecen al ADN de lo que las élites han hecho con la Policía, de ser un cuerpo civil armado en procura de la seguridad y la convivencia ciudadana, fue adecuada como un cuerpo político de represión, militarizado, dependiente de la política militar del Estado y permeado por la doctrina del enemigo interno importada desde EE. UU.
Es en virtud de esta concepción belicista y contrainsurgente de la Policía que sus miembros son entrenados y educados para ubicar al pueblo colombiano como el enemigo frente al que hay que demostrar superioridad para que no deje posibilidad alguna a la desobediencia. De ahí viene el sistemático abuso de poder cuando se ejerce el derecho a la movilización, en la medida en que este es entendido como un connato de rebelión popular; principal preocupación de la institución desde hace décadas.
Son innumerables los casos de abuso de autoridad que se presentan día a día, que no se reducen a la protesta ciudadana pero que se recrudecen con la misma. Solo por poner un ejemplo, según las cifras de la Personería de Bogotá, en lo que va corrido del año (con corte a 31 de agosto de 2020) se han presentado 174 denuncias por abuso o violencia policial en la ciudad de Bogotá y si se agrupan estas violaciones a los derechos humanos y denuncias ciudadanas se encuentran factores comunes.
Uno de ellos son los procedimientos ilegales, pues hay cientos de denuncias en las que se violan todas las garantías procesales de los ciudadanos: la obstrucción al registro de los procedimientos policiales, empadronamiento sistemático, el ocultamiento de evidencia o prácticas que rayan con la tortura a ciudadanos que no pueden salir de los centros de reclusión sin firmar un “acta de buenos tratos” que firman por desesperación y necesidad, como también el sistemático abuso de la contravención de desacato a orden de policía. Otro lamentable común denominador es el abuso de la fuerza policial y de las armas, vehículos y herramientas de dotación. A los agentes, lejos de un ejercicio profesional de contención de las manifestaciones de agresividad o criminalidad que se pueden encontrar en el día a día, se les encuentra en un ejercicio de confrontación directa con la ciudadanía, rompiendo usualmente con todo ejercicio de proporcionalidad en el uso de la fuerza con resultados graves para la salud de las víctimas.
Esta situación en la que las armas y herramientas de dotación oficial se usan de manera irregular se ha vuelto un escenario común que se agudiza en el manejo de la protesta ciudadana. El uso de recalzadas, la escopeta calibre 12, las armas no convencionales y las municiones tipo bean bag (ahora suspendidas por orden de la Procuraduría y la Corte Suprema), el accionar las armas a poca distancia y hacia puntos vitales del cuerpo de los manifestantes, disparar los gases en ángulos distintos a los permitidos (35 o 45 grados), entre otras prácticas son una constante en las denuncias ciudadanas.
Toda esta situación, en la que además la impunidad ha sido la constante, tiene un punto culmen con los hechos que presenciamos en las jornadas del 9, 10 y 11 de septiembre. El uso indiscriminado de las armas de fuego (esa es la novedad) en contra de la población civil desarmada como medio para la contención de una protesta ciudadana o situación de orden público, es sólo el cénit de una larga tradición de abuso policial que tiene su origen en la doctrina de enemigo interno que se irradia en la institución por cuenta de su militarización desde mediados del siglo pasado.
Para ello, es necesario desarrollar acciones de corto y mediano plazo desde el Distrito, así como un profundo debate para una reforma estructural de la Policía Nacional. Todo lo anterior, en el marco del respeto a los derechos humanos, con especial énfasis en el respeto a la movilización y la protesta ciudadana. Esto, no solo porque es el escenario en el que se agudizan los casos de violencia y abuso policial, sino porque es una realidad social en aumento. Cada vez se protesta más en el país y si no tenemos un Estado preparado para asumir esta realidad, difícilmente avanzaremos a una sociedad en la que la violencia no sea la forma de resolución de las tensiones políticas y sociales.
Con relación a los abusos del ESMAD, en debate de control político en el Concejo de Bogotá propusimos acciones como: el funcionamiento permanente de la “Mesa distrital de seguimiento al ejercicio de los derechos a la libertad de expresión, reunión, asociación y movilización social pacífica”; establecer una ruta expedita para la activación y seguimiento de procesos disciplinarios y penales frente a los abusos de la fuerza pública; el respeto de la fuerza pública a las Comisiones de Verificación e Interlocución y la suspensión de las capturas masivas y el desmonte de los incentivos a la confrontación entre marchantes, dejando claro que la gestión de la conflictividad social es una responsabilidad del Estado.
Igualmente debe ser fundamental el acompañamiento de las autoridades civiles hasta el final de las movilizaciones y que los defensores de derechos humanos y comisiones de verificación e intervención cuenten con indumentaria para su protección (Cascos, chalecos, carnetización, elementos de comunicación). Por otro lado, y con relación a la libertad de expresión en medio de la protesta, se debe prohibir la confiscación de carteles, pancartas, pasacalles o el blanqueamiento de murales, como también, hay que brindar plenas garantías a la prensa y a quienes registran la movilización social.
Finalmente, se deben reformular las funciones de los comités locales de DDHH y que tengan mayores capacidades de remitir expedientes de investigaciones e incidencia en política pública. Particularmente, es necesario reactivar las comisiones de derechos humanos que articulaba la Personería Distrital, las cuales funcionaban permanentemente y por localidades, abordando temas que iban mucho más allá de la protesta social.
Ya en cuanto a la reforma estructural de la Policía, hay que dar el debate con todos los actores de la sociedad civil, reconociendo que hay un problema estructural en la formación histórica de la Policía Nacional y que debemos resolver como sociedad en clave de una categoría: desmilitarización. En ese sentido, una reforma integral a la institución debe incluir entre otros elementos la implementación completa del punto 2 del acuerdo de paz y el paso de la Policía, en tanto cuerpo civil armado destinado a la garantía de la seguridad ciudadana, del Ministerio de Defensa al Ministerio de Interior.
Del mismo modo, debe existir un trato diferencial con las mujeres y en general de acuerdo con la diversidad, lo cual parte de la inclusión del enfoque diferencial y de género en la educación policial. Asimismo, la Policía debe ser excluida del fuero penal militar para que sea la justicia ordinaria la que la pueda juzgar. Igualmente, debe abolirse la doctrina de seguridad nacional y del enemigo interno fortaleciendo la formación en derechos humanos y garantizando el acceso a educación superior para la fuerza pública.
En el marco de la reforma es necesario propender por el desmonte del ESMAD y del uso de las armas de letalidad reducida para el manejo de la protesta social, fortaleciendo la capacitación y la labor civil de la Policía. También debe establecerse un efectivo mecanismo de participación y veeduría ciudadana sobre el actuar de la Policía a todos los niveles, con medidas celeras y efectivas frente a las denuncias que se interpongan.
Finalmente, con relación al interior de la institución, debe haber igualdad sin barreras para el ascenso. Es necesario brindar las condiciones para que el policía de base no solo pueda llegar a intendente, sino que se le permita acceder a la Escuela de Cadetes y salir como subteniente. Al igual, hay que diseñar un mecanismo de selección y reclutamiento en el que las evaluaciones psicológicas y la búsqueda de antecedentes nutran la institución de personas que tengan la empatía y el servicio (no la agresividad o la imposición) como eje central de la carrera.
Esas son los debates que hay que dar, más allá de la resolución y atención de casos individuales, por los cuales se ha acudido a las instancias judiciales y disciplinarias pertinentes, aquí de lo que se trata es de resolver los debates de fondo: no podemos seguir manteniendo una Policía en guerra con un pueblo que quiere la paz. Desmilitarizar y acercar la Policía a la ciudadanía es la propuesta; no es acabar con la institución, es adecuarla a su fin constitucional.
Hay que hacer todo lo que esté en las manos para que una institución absolutamente necesaria se transforme en un instrumento para la paz y la convivencia, de esto hace parte acompañar a aquellos agentes que honran en uniforme, que entienden que están en una institución al servicio de la ciudadanía, que se atreven a denunciar la corrupción y las actitudes ilegales, y que apuestan por una policía cuyo horizonte sean los derechos de la ciudadanía, así la institución lo que haga es perseguirlos o expulsarlos. Una policía para la paz es lo que se debe construir.