Por Gustavo Bolívar Moreno
Cuando Gabriel Eligio me eligió (qué bello es nuestro idioma: Eligio me eligió) para que le escribiera unas frases sueltas para este libro, o mejor, cuando me hizo el honor de invitarme a presentar su obra, “La Casa de Los García Márquez”, enseguida supe que mi vida, por cuenta de esa irresponsabilidad, se convertiría en un delicioso martirio los meses siguientes.
Primero porque esta lectura rica en anécdotas y superlatividades pero carente de metáforas, porque toda la vida de los García es una metáfora en sí misma, debía ser alternada con proyectos de ley, proposiciones, tutelas, tuits, códigos, reformas tributarias y poemas, y segundo porque pensé enseguida que escribir para, sobre, por o acerca de un García, sobrino de un Nobel, suponía una tarea delicada, de filigrana, de pasión y de inmersión en laberintos encantados para descifrar la génesis y a la vez el apocalípsis de una estirpe donde la palabra magia constituye una redundancia.
Y no estaba equivocado. Apenas empecé su lectura, esa gran cantidad de Gabrieles y Eligios me provocaron una confusión similar a la que experimenté por primera vez, a mis quince años, cuando me enfrenté con una cantidad similar de aurelianos y arcadios en “Cien Años de Soledad”.
Miren nada más, pero no traten de entenderlo, por favor, se los advierto y además no hace falta: Gabriel Martínez Garrido es el padre de Gabriel Eligio García y es el abuelo de nuestro Nobel Gabriel José García Márquez. Eligio Gabriel García Márquez es hermano de nuestro Nobel y ambos son tíos del autor de la novela que nos ocupa hoy, Gabriel Eligio Torres García. Cinco Gabrieles y todos extraordinarios. Tres de ellos escritores de realismo mágico, pero no porque lo quieran, sino porque es imposible no hacerlo en el entorno en que nacieron y crecieron: Gabriel José (Cien años de soledad), Eligio Gabriel (Tras las claves de Melquiades) y Gabriel Eligio (La casa de los García Márquez). Dos de ellos fabricantes de hijos y quien nos ocupa, un nómada que descubrió su vocación, no tan temprano, en calidad de inmigrante indocumentado, por allá en 2001, cuando asistió en Miami a un conversatorio sobre su tío Nobel y se encontró con que el conferencista sabía muy poco sobre los secretos de su vida familiar.
Pero la confusión con los nombres es un problema menor comparado con la inmensa riqueza literaria y anecdotaria que encontrarán en estas páginas. El deleite es sublime, el asombro es sincero. Leer que uno de los niños incendió un mueble porque tenía ganas de conocer a los bomberos o que los dos abuelos eran tuertos pero se complementaban porque a uno le faltaba el ojo izquiero y al otro el derecho, o que Margot, uno de los 16 hijos de Gabriel Eligio García, hermana de nuestro Nobel, comía tierra como lo hacía Rebeca Buendía en Cien años de Soledad, ya pagan la lectura de este libro y con creces.
Pero estas tres anécdotas son apenas la punta de un enorme iceberg literario repleto de paradojas, de símiles, de alegorías y de historias riquísimas, cada una más trivial que la otra, aunque no por esto irreal.
Duele terminar esta lectura. Causa nostalgia desarraigarse de las vidas de sus amenos y a veces inverosímiles personajes que no son pocos: 16 hijos, 65 nietos, 88 bisnietos, 14 tataranietos y eso sin contar los hijos extraviados dentro de algunas historias de amor fortuitas o prohibidas o las dos cosas. Tuvo tantos sobrinos Gabo, casi seis docenas, que se me antojó decirle un día a Gabriel Eligio, oiga hermano, ser sobrino de un Nobel no es tan difícil.
A lo largo de estas páginas que se vuelven cortas y efímeras, se vibra con el espíritu todero de Luis Enrique, se aterra uno con la premonición de la partera que predice con ochenta años de anticipación el triunfo de Gabito. Se derrite el lector con la bellísima historia de amor con visos de imposibilidad entre Luisa Santiaga Márquez y Gabriel Eligio Márquez, padres de nuestro Nobel, que dio pie a dos libros. Uno que estaba escribiendo el propio abuelo para hacer honor a ese matrimonio a prueba de tiempo y de olvido. Una historia de amor que tardó más de sesenta años en destruir la muerte y la que convirtiera Gabito en una de sus obras cumbres. Aunque la primera no vio la luz, pues su autor desistió de continuar su escritura al saber que su hijo la acababa de publicar en una de sus obras más aclamadas “El amor en los tiempos del cólera”. Pero no me cabe duda de que hubiera sido tan o más hermosa la historia escrita por su propio protagonista.
Las historias en este libro único, que nadie que no lleve los apellidos de esta familia podría escribir con tanto detalle genealógico, se entrelazan, se complementan, se amontonan como hojas secas en otoño y de un momento a otro, por ley natural, empiezan a abandonarnos de la misma manera como llegaron, hasta dejar la casa sola.
Gabriel Eligio, sobrino de Gabriel José y de Eligio Gabriel, nos lleva como por entre un tobogan de emociones, que empieza con el momento efervescente en que los García Márquez son tantos que cada diciembre en la casona de turno, no faltaba el bebé recien nacido, el nene gateando, el niño precoz, el adolescente rebelde y los adultos queriendo ser niños de nuevo, todos “mamando gallo”, hasta el momento inaceptable y doloroso en que los protagonistas empiezan a abandonarnos casi siempre sin recordar quienes son.
El primero en hacerlo, es quien fuera el último en llegar: En 2001, a la edad de 54 años, víctima de un cáncer, Eligio Gabriel García Márquez viaja a la inmortalidad después de descifrar la cosmovisión y la composición atómica de Melquiades, uno de los personaje más fascinantes de la obra de su hermano.
Capítulo aparte merece el hermoso homenaje del escritor a Rita, su madre, a quien Gabo salvara de la soltería, un buen día en que se enfrenta a su padre para pedirle que le permita tener amores con Cesar Alfonso, a la postre su padre. Porque era tal el machismo ancestral de la época que alguna vez se le escuchó decir al Jefe de la familia que se sentía más orgulloso por tener una hija monja (Aida) que por tener un hijo Nóbel. Las palabras con las que Gabriel Eligio intenta revivir a su progenitora, no solo llegan al alma, la traspasan. Las sentidas palabras que solo un hijo enamorado puede pronunciar, se agolpan en la garganta formando nudos de tristeza que impiden leer con fluidez. Quienes tenemos vivas a nuestras madres, sentimos dolor y rogamos para que esas palabras nunca nos sean heredadas.
Es tan inverosímil y a la vez tan especial cada cosa que se lee de esta familia maravillosa, que al final termina uno identificado con el periodista Catalán que un día, aburrido al descubrir que Macondo no era más que un imaginario colectivo con arraigo en la realidad, le dice a Gabo en tono de burla: “Definitivamente, Gabriel, tú no has inventado nada en tus libros. Eres un simple notario sin imaginación”.
A Gabo lo conocí a través de Cristobal Pera, un español quien era nuestro editor común en Random House Mondadori. Un día que Cristóbal vino a Bogotá me dijo que se vería en Cartagena con Gabito y que le había prometido llevarle la serie de “Sin tetas no hay paraíso”. Fuimos a comprarla en una disquera y se la envié. Al regresar de Cartagena me trajo dos regalos invaluables: La razón de que Gabo y Mercedes se habían devorado la serie en un fin de semana y un libro de “Cien años de soledad” autografiado con una dedicación que dice: Para Gustavo Bolívar con sus tetas en el paraíso”. Conservo esa reliquia hoy como mi más grande tesoro. Por eso cuando Gabriel Eligio me involucró de alguna forma en este “viaje a la semilla” de su familia, parodiando a Dasso Saldivar, no lo dudé.
Lamento no haber tenido más tiempo para releer el libro para entender esas cosas que solo se entienden en las repasadas, pero no tengo que prometer que lo haré. Es una necesidad para mi alma hacerlo.
Ahora que el delicioso martirio ha terminado, a eso de las 4:15 de la madrugada de un día de julio, minutos antes de que la rotativa que lo imprimiera se echara a andar, solo me resta pedirle al dios de la magia, que la estirpe de los García Márquez, a pesar de sus cien años de historia, tengan otra oportunidad literaria sobre la Tierra. Con este libro, ya fui escuchado.