
Editor: Francisco Cristancho R.
Nos llamó un colega –abogado como nosotros y comentarista ocasional– para compartirnos su desconcierto y desacuerdo con una nota publicada en El Espectador referente a la terminación del infausto periodo de Margarita Cabello como procuradora general. El artículo, que por momentos se asemejaba a una pieza publicitaria, lleva por título “Margarita Cabello, la procuradora que defendió el poder más importante de la entidad” y destaca en el encabezado que la funcionaria “reformó [la Procuraduría] para que no perdiera la capacidad de sancionar a funcionarios de elección popular”, hecho que aparentemente consideran reseñable.
En lo que no repara el periodista es que para acometer esa defensa de la “capacidad de sancionar”, la procuradora impulsó un proyecto contrario a la jurisprudencia interamericana –en lo que a nuestro juicio fue un fraude a la ley– y valiéndose de su influencia y poder, derivados en buena medida de la facultad sancionatoria, consiguió los apoyos necesarios en el Congreso para aprobarlo, situando a Colombia entre los países que no satisfacen sus obligaciones con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. ¿Acaso esta conducta, desplegada por una abogada con extensa carrera en el servicio público, es motivo de celebración?
Tampoco advierte el periodista que para poner en marcha el embeleco que se ingenió la procuradora hubo que crear cientos, sino miles, de cargos en la entidad, al tiempo que voces expertas pedían la disolución de este ente que si bien persigue propósitos loables ha demostrado ser poco eficiente y muy costosa. Para la muestra, indaguen ustedes por el salario de un procurador delegado y entenderán por qué la doctora Cabello no encontró mayor oposición en el legislativo.
También quedó por fuera del artículo que, en un intento por salir de este enredo, la Corte Constitucional profirió una sentencia con la que salvó el invento de Cabello y por dicha providencia nos ganamos un llamado de atención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, instancia para la cual “con la emisión de la Sentencia de la Corte Constitucional C-030 de 2023, persiste la facultad de la PGN de imponer sanciones disciplinarias de destitución, suspensión e inhabilidad contra servidores de elección popular” y razón para que concluyera que “el Estado aún no ha adecuado la legislación colombiana a los parámetros establecidos en la Sentencia de la Honorable Corte [Interamericana de Derechos Humanos] […] contrariando el artículo 23.2 de la Convención Americana y su objeto y fin”.
Quizá por desconocimiento, en el artículo tampoco se comenta el ingenioso arreglo con el que salió el Consejo de Estado para sosegar a la Comisión Interamericana: un recurso de revisión automático y sin mayores requisitos de procedibilidad que conocerá el alto tribunal, en el que debe efectuarse –en línea con lo preceptuado por la Corte Constitucional– “un examen integral de la actuación disciplinaria adelantada por la Procuraduría, no solo de corrección de legalidad”.
En román paladino, tanto la Corte Constitucional como el Consejo de Estado terminaron comprometiendo recursos económicos, técnicos y humanos considerables, todos sufragados con el erario, en lugar de afrontar una realidad que se torna cada día más evidente: el artificio de Cabello es una mala idea que menoscaba el prestigio del Estado ante organismos internacionales, que concita a la infracción de derechos fundamentales de quienes fueron elegidos por voto popular, que costará muchísimo y que pagará dos veces por hacer lo mismo, pues el juez indefectiblemente revisará –¿y podrá rehacer?– el procedimiento del ministerio público.
En ocasiones conviene ser honestos antes que imparciales y dado que El Espectador se decantó por lo segundo, nos corresponde a nosotros lo primero: Margarita Cabello no solo continuó con la tradición de sus predecesores consistente en polemizar y politizar el órgano de control, también se aseguró de enredar lo suficiente el asunto de las sanciones administrativas al punto que a las cortes no les quedó alternativa distinta a desacatar los mandatos de la Corte Interamericana. Ese no es un legado que honre ni que deba ser encomiado, por el contrario, representa una degradación del servicio público y una práctica al menos cuestionable considerando que proviene, en la voz de El Espectador, de una “jurista”.
Feliz semana.