Por Antonio Sanguino
Es un verdadero disparate. Responder visceralmente a una decisión judicial de la Corte Suprema de Justicia contra el ex presidente y senador Álvaro Uribe Vélez con la propuesta de una Constituyente es descabellado. La decisión de la justicia sobre una persona, por muy importante que esta sea, no es razón suficiente ni válida para convocar un revolcón institucional.Y mucho menos si lo que se pretende con ello es desmantelar el tribunal o la Corte que ha proferido la decisión que afecta a la persona que se busca proteger o mantener inmune ante la justicia.
De nuevo el Uribismo se ha desnudado en cuerpo y alma a raíz del proceso penal y de la detención domiciliaria en contra de su jefe natural. Toda su munición la ha descargado por igual en contra de la Corte Suprema de Justicia, las demás altas Cortes, la Jurisdicción Especial de Paz, la oposición política y el Acuerdo de Paz con las antiguas FARC. Sus primeras reacciones revelan un talante dictatorial que, al tiempo que desconoce los pronunciamientos de la justicia, amenaza con desmantelar el Estado Social de Derecho. El Uribismo exhibe como su arma del momento una Constituyente, que lejos de ser un nuevo pacto o contrato social, es el instrumento ideal para imponer un Estado a la medida de sus anacrónicas concepciones totalitarias.
Tamañas pretensiones son muy poco viables en la Colombia y el mundo de hoy. En similares intentos, acudiendo al populismo, al nacionalismo y la xenofobia, ha fracasado la extrema derecha europea. Tampoco han podido imponerse las retrogradas agendas de Donald Trump o Bolsonaro, para solo hablar de dos casos cercanos a nuestros contextos políticos. La Constituyente del 91, las promesas de cambio anunciadas en los Acuerdos de Paz desde las décadas de los 90, la irrupción de ciudadanías y movimientos sociales, la presencia de gobiernos territoriales alternativos junto con una vigorosa oposición en el parlamento, constituyen unos verdaderos diques de contención a estas intenciones contrarias a la democracia. El reciente pronunciamiento de las Cortes reclamando su autonomía como respuesta a las presiones del Centro Democrático y del propio Presidente Duque en el caso Uribe, evidencian la existencia de una institucionalidad respetuosa del principio democrático de separación y equilibrio de los poderes públicos y del juego de pesos y contrapesos entre ellos.
El verdadero problema está en la volubilidad del Presidente Iván Duque ante su jefe y su partido. El rumbo que parecía haber descubierto en estos meses con la gestión del Coronavirus y que le permitía superar sus dos primeros años de extravío en la gestión del gobierno, está a punto de echarlo por la borda si se obnubila con la aventura de una Constituyente. Lo grave es que le hace un daño enorme al país que, en medio de la pandemia, está demandando un liderazgo presidencial en la reinvención del aparato productivo, la recuperación de más de 6 millones de empleos perdidos por la parálisis de la economía, la renta básica para 9 millones de familias vulnerables o en proceso de empobrecimiento, la matricula cero en la educación pública superior, la negociación internacional de la vacuna y su acceso universal y gratuito o la protección de los lideres sociales y firmantes de los acuerdos de paz. En medio de su distracción, Duque enredaría al Congreso de la República en una discusión que le tomaría los dos años que le restan de su mandato.
La propia Constitución establece un camino, no precisamente sencillo, para convocar una Constituyente. El artículo 376 y las Leyes 5 del 93, 134 del 94 y 1757 de 2015 establecen que se requiere una Ley de convocatoria a la Constituyente que debe ser aprobada por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso (una y otra Cámara) para que los ciudadanos en votación popular decidan si convocan una Asamblea Constituyente para reformar parcial o totalmente la Constitución. Dicha Ley determina la competencia, el periodo de sesiones y la composición de la Asamblea. Una vez sancionada la Ley, el Presidente de la República debe enviarla a la Corte Constitucional para su respectivo control constitucional. Por lo menos una tercera parte del censo electoral deberán aprobar por voto popular la convocatoria a la Asamblea, para que posteriormente en un nuevo certamen electoral, los integrantes de la Asamblea Constituyente sean elegidos por voto popular.
Por fortuna, semejante disparate no cuenta con el respaldo político suficiente en el Congreso. Es difícil suponer que la mermelada Duquista alcance para que Cambio Radical, el Partido Liberal o el Partido de la U se embarquen en semejante aventura condenada al fracaso. Y que unas mayorías hambrientas o desempleadas, unos empresarios acechados por la quiebra de sus negocios y empresas, o una población golpeada por los estragos de la pandemia en su salud física y mental, sustituyan sus preocupaciones vitales por la suerte judicial del mesías del uribismo, motivación única de la constituyente uribista.