lunes, diciembre 9

El dinosaurio bueno y la jirafita rota

Por Urías Velásquez /twitter: @UriasV

—Papito, levántese, papito, por favor, por favor papito, levántese, vámonos para la casa, papito.

Gritaba desesperada la niña de apenas nueve años, mientras con sus manitas frágiles intentaba mover al pesado hombre que boca abajo, en el suelo, luchaba por no morirse, por no dejarla huérfana.

La historia que voy a narrar sucedió a comienzos del nuevo milenio. Los perpetradores del crimen fueron las autodefensas del magdalena medio que reconocían en el presidente de la época: a su líder supremo. Si el presidente se enteró de este asesinato en particular, no lo creo. Si celebró con aguardiente -como dicen que lo hacía en el despacho de la gobernación de Antioquia cada vez que los paramilitares cometían alguna masacre-, no lo sé. Fueron tantos los muertos durante ese régimen que singularizar alguno resultaba a todas luces una tarea imposible. A Colombia la convirtieron en la fosa común a cielo abierto más grande de la tierra.

En todo caso, lo sucedido a Luis de 49 años y su hijita Moly es la historia de cientos de miles de inocentes que sufrieron en carne propia la orgía de sangre y muerte que impuso el monstruo. Sin motivo y sin éxito, porque si algo ha ido quedando claro con el tiempo es que las víctimas, en su mayoría, fueron simples ciudadanos desarmados. Personas humildes como los quince campesinos torturados y asesinados en el Aro Antioquia, a la vista de las autoridades militares y con presencia esporádica del helicóptero de la gobernación. ¿Quiénes eran los pasajeros de la nave? Será difícil establecerlo, pero nada de raro uno de ellos fuera el mismo matarife que dio la orden de “¡barran el pueblo!”. Colombianos desarmados como los hijos de las valientes madres de Soacha, parte de los más de diez mil falsos positivos, jóvenes pobres y necesitados que con el señuelo de tenerles empleo fueron sacados de sus casas, trasportados a zonas rurales, arrodillados, asesinados por la espalda y, luego, desaparecidos sus cuerpos. Y, en general, las cientos de miles de víctimas de las 297 masacres que se cometieron entre el 2002 y el 2010, los periodos en que de Colombia un monstruo fue el presidente.

Hoy en día, Moly es una mujer de 27 años, ha terminado su carrera de trabajo social y le encanta trabajar con niños, tal vez porque así rememora los años infantiles en los que su padre la montaba en esa “jirafita” de madera -que a ella le parecía gigante- y que él le había hecho con tanto esmero.

-Cógete duro que te caes, hijita. Me cuenta Moly que le decía el sonriente Luis mientras balanceaba la jirafa en el arco infinito que forman los largos brazos de un padre para una hija de 9 años.

Pero Moly es una porcelana hermosa a la que la vida un día rompió en mil pedazos, pedazos diminutos que ella, con mucho esfuerzo, ha ido recogiendo y juntando en silencio, despacio, muy despacio, todo esto con un pegamento, primero, a base de dolor, de soledad, de desasosiego, de ausencia de justicia, de escasez de verdad, pero, ahora último, de esperanza, de empuje, de querer salir adelante.

Las entrevistas que tenemos son vía zoom, la epidemia del covid-19 nos ha obligado a todos a cambiar nuestra manera de relacionarnos. Yo, lo lamento porque me gusta dar la mano a las personas sobre las que escribo, pero bueno, son los designios de  los tiempos y frente a esos solo adaptación.

Primera entrevista:

Sinceramente me duele el alma cuando hablo de este tema –me dice Moly y continúa-, a veces, cuando lo hago, al otro día, me cuesta incluso levantarme de la cama, me pesan los recuerdos como si fueran bultos de cemento y la nostalgia me consume desde adentro… entonces lloro, lloro intensamente, lloro como la niña huérfana que para siempre seré.

Pero ni las lágrimas de ahora, ni las de aquel día, que salían por litros y mojaban su cabello, su cuello y su camisa de cuadritos con líneas finas de color pastel que tanto me gustaba, son suficientes.

Los ojos de Moly se hacen agua y yo espero, se seca con un pañuelo, es necesario, se ve que está conmovida al extremo, sin duda, el dolor jamás se ha ido de su cuerpo.

Después de un rato reanuda:

Papá, mi abuela y yo vivíamos solos  en una casa amplia y de solar descubierto. Mis progenitores llevaban siete años separados y mi mamá vivía en otro pueblo desde hacía cuatro años con mis dos hermanos medios.  Dos veces por año iba a visitarlos, en vacaciones de mitaca y en diciembre. Sin embargo, para mí, lo único importante era estar con mi padre. Desde los dos años vivía solo con él y en el pueblo todo el mundo sabía que siempre estábamos juntos:

—Ahí viene Luis con la niña. Allá va el doctor con su hijita. Allí están el par de inseparables.

Decían sus amigos y clientes cuando veían a mi papá caminar por el pueblo o llegar a su oficina a trabajar.

Los domingos eran diferentes, solíamos levantarnos temprano. Mi papá juagaba la ropa que en la noche anterior había restregado meticulosamente y puesto en una ponchera blanca para que no se juntara con el lavadero contaminado. Antes de salir de casa y como en un ritual infaltable de aseo personal mi padre revisaba sus y mis dientes, sus y mis manos y cuando era necesario se iba al armario y tomaba un cortaúñas pequeño, regresaba y ajustaba lo que fuera del caso:

—Listo, decía. Y acuciosamente regresaba y ubicaba el objeto ya usado en el sitio que para ese estaba destinado, todo en orden.

El armario definitivamente era importante, de tres cuerpos y siempre recostado a la pared, a la derecha docenas de libros que hacían de mi padre el docto del pueblo, a mano izquierda mi ropa y su ropa colgada delicadamente en ganchos negros, en el centro, de arriba hacia abajo, cuatro compartimentos, arriba un espacio con puerta y llave y destinado para cosas de aseo, los perfumees, los peines, mis hebillas. Debajo, tres cajones: el primero para las cosas de mi padre, el segundo para mi ropa, el de más abajo, el que yo alcanzaba sin problema, repleto con juguetes y una cosa que era importante para mi papá y yo: los ‘álbunes’ de chocolatina jet.

Finalmente, en la calle, lo primero que hacíamos era ir por alguna de mis amiguitas, después al asadero de pollos o a algún restaurante. Una vez saciados a la heladería y el resto de la tarde fiesta en el parque. Para papá era vital que yo tuviera compañía, porque entendía que la ausencia de mamá era una circunstancia delicada.

Plata no nos faltaba, de hecho, “mi Luisito” –como le decía la abuela- era el sostén de la casa.

¿Qué Cómo se ganaba el dinero? Bueno, papá era el tinterillo del pueblo, el abogado sin diploma que hacía los trámites que no les interesaban a los abogados graduados y reputados –de los que si había un par no eran más-. Pero también ayudaba en demandas y asesoraba campesinos en sus negocios –lo que le encantaba, así esas personas humildes y buenas solo le pudieran pagar con huevos, gallinas o revuelto-.

¿Qué por qué lo mataron? Durante muchos años, día y noche, me hice la misma pregunta, creía como suele suceder a las víctimas que de alguna manera mi padre cargaba con alguna culpa, tal vez un enredo en su trabajo, una deuda no saneada, una infidelidad y un marido embrutecido por los celos.

Un día, simplemente no resistí más y decidí averiguar, llegar al fondo. La versión de mi abuela, mis tíos, incluso la de mi mamá, fue la misma: “su papá era un buen hombre que no tenía problemas con nadie”.

Aun así las respuestas no me satisfacían por completo: sabido es que quien es cercano al difunto siempre trata de cuidarle la espalda, de allí el famoso dicho: “que no hay muerto malo”. Pero en el caso de mi padre la certeza fue total porque años más tarde los mismos paramilitares que lo asesinaron reconocieron que esa muerte simplemente había sido un daño colateral, es decir, “que el asesinado era el culpable por haberse atravesado a las balas que estaban destinadas para otro hombre”.

El día antes:

Ese miércoles fue un día que jamás olvidaré, lo tengo en mi mente con tantos detalles que a veces me parece que en lugar de recordar estuviera viendo un video. El día anterior, a casa había llegado una prima hermana de mi papá y éste, por supuesto, rebosaba de felicidad así que en la mañana nos dijo que “ese día no trabajaba y que se iba con nosotros a la piscina”. Yo, con lo acelerada que siempre soy y siempre fui, encantada me fui a dormir temprano para ver si amanecía más rápido.

En punto de las doce nos sentamos a almorzar, jamás olvidaré que a papá la ensalada de repollo, queso rallado, piña y uvas pasas le encantó demasiado, tanto que repitió varias veces.

Justo cuando estábamos por salir, el teléfono amarillo sobre el directorio telefónico repicó, una, dos, y tres veces.

—Papi no conteste, vámonos, vámonos.

Le dije, pero él –y ante la insistencia del aparato- levantó el auricular. No se oía lo que al otro lado le decían, pero, en todo caso, al final, mi padre cedió a la presión.

—Tengo que ir a una misa y, después, al cementerio.

Decretó.

Siendo imposible cambiar la decisión, me empeñé hasta conseguir ser llevada. En punto de la tres salimos de la casa, mi padre, por última vez. De ahí a la iglesia. Pero en lugar de entrar al llegar permanecimos afuera. Papá era espiritual, todo los días orábamos, pero no le gustaban las misas, desconfiaba de los intermediaros entre Dios y el resto.

La espera era tediosa hasta qué de la nada apareció una mariquita volando:

—Mira papá, papá mira.

Y ambos, como era la costumbre, nos concentramos en el juego. Finalmente, la misa acabó y la gente marchó en procesión tras el féretro rumbo al cementerio. Nunca supe quién era ese muerto. En todo caso, al llegar a la puerta del lugar mi papá evitó que yo entrara:

Escogió un árbol mediano y bajo su sombra me plantó:

—Hijita: ¡aquí me esperas!

Después volteó a donde un hombre vendía refrescos, frutas y raspados –de los que ya me habían comprado uno- y le dijo:

—Me le hecha un ojo a mi niña, por favor.

El hombre asintió y mi papá lentamente se perdió entre la gente.

Después de un tiempo comencé a desesperarme. Muchos salían pero ninguno era mi padre. Yo, sin embargo, permanecía fija en el lugar donde me habían dejado. Finalmente: mi padre a la vista. Salía con otras dos personas charlando. Tan pronto lo vi, corrí a sus brazos. Él me alzó, me besó y luego me bajó para tomarme de la mano.

Caminamos no más de diez pasos. De repente: un estruendo, pensé que era un trasformador explotando en un poste cercano, los sonidos eran como de maíz pira reventando, entonces me protegí con la mano que tenía libre.

Fue ahí cuando oí a mi padre decir:

—¡Ojo Moly!

Y, acto seguido, me empujó rudamente con su brazo. Como queriéndome salvar de algo.

Entonces cual grande que era mi padre se desvaneció hacia adelante, como un racimo de plátanos que es trozada del árbol por un machete recién afilado, raudo, de una, al pavimento.

Lo que siguió fue muy extraño, yo, quedé bajo el influjo de una burbuja imaginaria, en un mundo paralelo, no escuchaba nada,  algo muy raro, como si levitara en mundo sin gravedad, sin tiempo, como si todo ocurriera en cámara lenta.

Sin pensarlo, corrí a esconderme. Pero cuando me encontré en una casa extraña que estaba abierta me sentí ajena y tuve la necesidad de volver. Al llegar, lo vi allí,  tendido, entonces  me arrodillé y con mis manitas pequeñas comencé a mecerlo:

—Papito, levántese, papito, por favor, por favor papito, levántese, vámonos para la casa, papito.

Pero mi papá se hacía el terco y nada de lo que yo le decía lograba persuadirlo de levantarse y marchar conmigo.

Moly se quiebra nuevamente. Yo, me mantengo en silencio, no quiero interponerme entre ella y su padre. De repente, desliza su mano sobre la mesa y toma un pedacito de papel, al principio parece que la lee, después lo acaricia y, finalmente, se lo lleva al pecho. A mi pregunta de ¿qué es? responde:

—A mi papá y a mí nos gustaba llenar los ‘álbunes’ de chocolatinas jet. Los completamos de principio a fin. En uno de esos, había una lámina muy especial: ésta.

 

Y mientras habla acerca la laminilla a la cámara del computardor, yo, al otro lado de la comunicación, la veo, es la número 56 y corresponde con un reptil de Alberta-Canadá de nombre Albertosaurus.

Inmediatamente Moly sentencia: el segundo nombre de mi padre es Alberto. Hace silencio. Después de un rato, y como si de repente hubiera caído en la cuenta de algo muy importante, vira la cabeza hacia la pared, señala unos dibujos que colgados allí esperan a ser presentados. Finalmente explica.

—A mí me gusta dibujar, es la única cosa que me permite soportar las penas. Este que ves aquí es el dibujo que más me gusta, son el Albertosaurus bueno -mi papá- y la Jirafita rota –yo-; unidos para siempre por el amor de padre e hija.

Entonces una pequeña sonrisa se dibuja en su rostro. Parece que de alguna forma esos dibujos la hacen revivir y le dan las fuerzas que la animan a continuar.

—Lo siguiente que recuerdo fue que alguien rodeó con sus brazos mi cintura y me levantó del suelo. Era el hermano menor de mi papá: el tío Jorge, que de inmediato me subió a una moto y me envió a casa, eso sí antes me advirtió:

-Ni una palabra de esto a la abuela. Yo, ahora más tarde voy con su papá para la casa.

Al virar la moto, vi al otro lado de la calle, que estaba dividida por un andén central, a otro hombre tirado en el suelo, ese sí, absolutamente ensangrentado y destrozado, parecía como si del cielo le hubiera llovido plomo.

Hice como me indicaron, y al llegar a casa y recorrer el zaguán eterno que conectaba el exterior con el interior de la casa contemplé a mi abuela Charito que regaba sus matas. No tuve el valor para decirle nada. Y a la pregunta de “qué le paso mija”, respondí: “nada abuelita me caí”. Y corriendo me fui a la casa del lado donde me vencí, irrumpí en llanto y en gritos desesperados:

-A mi papá lo mataron, a mi papá la mataron.

—Cálmese mamita, ¡cálmese!

Me intentó tranquilizar Anita, la vecina, pero todo era inútil.

No habría trascurrido media hora cuando un grito mudo lo silenció todo. Era mi abuela:

—¡No, por Dios! A Luisito no. Por Dios, a mi hijito amado no.

De alguna manera el dolor de esa madre al otro lado era tan grande que mi ser aporreado comprendió que aún sin tenerlo para mí debía ofrecerle a mi abuela el consuelo necesario. Lo que vi y oí a continuación es una escena de dolor incalculable: Charito desgonzada sobre los brazos de otro de mis tíos, quejándose frente a él, frente a la vida, frente a Dios por su tragedia repetida:

Y es que “Luisito” no era el primer hijo que mi abuela perdía, al anterior, a Alexander, el que le seguía a mi padre, los paramilitares lo desaparecieron. Según cuentan, era un joven muy apuesto y deportista que una mañana de domingo, como lo hacía siempre en grupo, salió a pasear en bicicleta. Pero ese día, solo salieron dos personas él, mi tío y su amigo el médico. Nunca más se supo de ellos, cómo o porqué los desaparecieron todavía es un enigma. Era la época en que los violentos que mandaban en la región desmembraban los cuerpos y los echaban al rio.

Dicen, porque yo no lo recuerdo, que tanto fue el dolor del viejito don Ovidio, mi abuelo, que murió de pura pena moral. Se lo veía por las mañanas salir hacia ninguna parte, en silencio, con la mirada perdida en el horizonte que jamás llegaba, algunos dicen que buscaba el cadáver, yo creo que al comienzo sí, después simplemente se buscaba a él mismo porque nadie se tiene verdaderamente cuando el destino infausto le ha arrebatado un hijo. En las noches no dormía y varias veces mi abuela y mis tíos lo tuvieron que entrar del patio donde tampoco encontraba sosiego. Lágrimas, las gastó todas, y un buen día la voz ya no le salió más. Sí, mi abuelo se murió de física tristeza.

Una tristeza que mi abuela aquel día, allí en ese patio de la casa paterna, estrellaba contra mí:

-Mi nietica, mi hijita, lo único que me queda de mi Luis.

A continuación  el abrazo urgente y necesario.

Pero nada conseguía amainar el llanto que ahora emanábamos cinco almas adoloridas que entrejuntaban sus penas en procura, quizás, de poder sobreponerse a esas. Tres vivas: mi abuela, mi tío y yo y dos desde la eternidad: el abuelo y el tío Alexander.

Para entonces ya la noche lo había teñido todo de un barniz negro y lúgubre, la luna husmeaba desde lejos, como queriendo no llegar y así evadir los sucesos. A mí el cansancio me venció en algún momento. Para ser sincera no podría decir quién me llevó a la habitación, pero lo único que sé es que el sueño fue intenso.

¿Qué soñé? No lo recuerdo. Solo sé que a eso de las tres de la mañana –más o menos- desperté y me senté de sopetón en la cama. “Dios mío, que sueño tan horrible”, me dije, rápidamente me fui a la cama de mi padre y esculqué entre las cobijas, debajo de la cama, en el closet… infelizmente, no lo hallé. Después fui al baño, al patio y, finalmente, a la sala donde mis tíos y mi abuela permanecían noctámbulos en vela.

Pero no hubo tiempo de que alguno se diera cuenta de la confusión que me ocurría porque en ese momento, justo en ese momento, se oyó parar una camioneta afuera. Todos corrimos, dos señores bajaron los parales donde se habría de apoyar el féretro.

Lo siguiente que recuerdo es a todos los presentes evitando por todos los medios que yo viera el muerto. Pero en un descuido mis deseos les pudieron. Y frente a todos, conseguí acomodarme para ver. La escena era poco más que dantesca: una niña huérfana y desprotegida  y un padre muerto.

Justo en la parte superior de rostro, por encima del ojito izquierdo, un orificio mediano y oscuro, alrededor la piel calcinada por competo.

—Tío: ¿qué es esto? Porque mi papito tiene ese hueco. Tío compremos una curita.

Fue lo único que dije. Suficiente para que los que veían soltaran las lágrimas más abundantes y amargas. Yo, no entendía nada. Y solo me preocupaba por el bienestar de mi padre.

Tan pronto las fuerzas les volvieron, uno de los presentes hizo el mandado. Fue la señora de la funeraria quien abrió la caja y con cuidado extendió la cura en la frente, después, sutilmente retocó el rostro con los polvos de la tía Lucia que desde el comienzo aprovechó la situación para acercarse y acariciar a su hermanito del alma.

De ahí en adelante y cada cinco minutos yo me asomaba a revisar, me tranquilizaba ver que mi papá ya no tenía ese orificio en el rostro. Pensaba que con eso se acababan todos los problemas y que en cuestión de tiempo las cosas regresarían a la normalidad.

Pero no fue así. Ese jueves a mi papá lo velaron, primero en el andén, después en su oficina, y al medio día lo devolvieron a la casa, a la que, por lo demás jamás lo entraron. El sábado siguiente y en la tarde a la iglesia nuevamente, solo que esta vez, mi padre y yo, sí entraríamos a la misa.

Ya para entonces mi mamá había llegado de Samaná, así que yo, tomada de su mano, escuché todo el sermón, pero no puse cuidado, porque para mí solo había un pensamiento importante, la persona que en lugar de estar jugando conmigo y las mariquitas –como lo prefería- yacía  por designios de la vida en frente de todos acostada y escondida en un cajón.

De cuando en cuando alguna persona se acercaba a saludar, una de mis profesoras le preguntó a mi tía Lucía:

—¿Quién es la mujer que está con Moly?

—Es su mamá. Respondió mi tía.

—Ojalá que sea por lo menos la mitad de lo buen padre que fue Luis para esa niña.

A mi lado siempre las tres amiguitas de la infancia Lina, Karen y Estefany. Su llanto y mi llanto unidos por la misma tragedia.  Por el mismo destino trágico que nos había mezclado en tan absurdo momento. Pero ahí firmes,  resolutas, dispuestas a estar unidas para siempre.

Para cuando el Padre determinó que era hora de sacar el cajón yo me aferré ferozmente.

—No se lo lleven, es mi papito. Papito, por favor, has algo, párate. No me dejes.

Pero mis fuerzas de niña no fueron suficientes. Entonces ocurrió lo que para mí, aún hoy en día, sigue siendo la tragedia más grande. El mundo a mi alrededor decidió –como mi padre lo había hecho tres días antes- que yo no debía entrar al cementerio. Así que me quedé sin despedir al ser que más he amado. A mi padre. Al hombre que me dio el ser y me enseñó a amar. Al hombre que me dejó con un costalado de amor que solo era para él y que yo jamás voy a poder dar a nadie.

Fue la última vez que vi a mi padre, esta vez ya no con su camisa de cuadros sino vestido de cedro.

Fin de la primera entrevista:

La mayoría de las personas creen que el momento en que te matan al ser que más amas es el de mayor dolor, están totalmente equivocadas, el siguiente día -después del suceso- es peor: la soledad, el vacío inmenso, la ausencia infinita… y de ahí en adelante cada día aumenta el sufrimiento, un dolor que te asesina nuevamente, repetidas veces, infinitas veces. Y exactamente eso fue lo que ocurrió conmigo…

Continuará…

 

 

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