martes, octubre 8

Congresista y guardaespalda, el cambio drástico de dos exguerrilleras en Colombia

Sandra Ramírez ahora lucha desde el atril del Senado. Alexandra Fontecha sigue armada, pero está a las órdenes del Estado que combatió a sangre y fuego. La vida de las dos exguerrilleras de las FARC cambió drásticamente en los tres años que pasaron desde que se firmó la paz en Colombia.

El acuerdo que desarmó a la que fuera la guerrilla más poderosa de América, rubricado el 24 de noviembre de 2016 con el gobierno de Juan Manuel Santos, aún divide hondamente a Colombia entre partidarios y quienes lo consideran blando con los rebeldes.

Pero alivió un conflicto que deja ocho millones de víctimas en medio siglo, y transformó la vida de 13.000 hombres y mujeres que silenciaron los fusiles.

– Senadora rebelde –

En tiempos de guerra, Sandra Ramírez vivió a la sombra de una pareja imponente: Manuel Marulanda, fundador y líder máximo de las FARC.

Menuda y de anteojos, Ramírez empuñó un arma durante 35 años. En 24 de ellos convivió con el guerrillero apodado “Tirofijo”, quien murió en sus brazos de un infarto fulminante en 2008.

Combatió al Estado, huyó de bombardeos, fue radio operadora y enfermera. Hoy, con 56 años, brilla con luz propia mientras camina por el Senado, adonde llegó en agosto de 2018 porque lo convenido en 2016 garantiza al partido de las FARC diez escaños en el Congreso.

“Dejar las armas fue terminar una parte del conflicto”, dice a AFP en su modesto apartamento en Bogotá. “Pero nunca dijimos que íbamos a desistir de las propuestas de lucha” política enarboladas desde el inicio del alzamiento armado en 1964.

Alrededor suyo merodean dos perros y su nueva pareja, otro excombatiente. De la sobria decoración sobresalen pinturas de Marulanda y plantas para sentir cerca a la selva.

Allá “había el riesgo de que estábamos asediados, de un bombardeo, de un combate, pero aquí tenemos amenazas permanentemente”, dice.

Las FARC denuncian la muerte de 170 combatientes que firmaron la paz.

Como vocera del partido, toda una proeza para un grupo que en armas limitó el liderazgo femenino, ha hecho suya la defensa de sus copartidarios: “La tarea que nos hemos dado es de romper ese estigma (…), que la gente nos toque y vea que somos tan humanos como ellos”.

Es una tarea vertiginosa, asegura, como acostumbrarse al ritmo y tráfico de Bogotá. O pasar de vestir de camuflaje a maquillarse y combinar colores en su atuendo.

En el Congreso se enfrenta a “discursos descalificadores” de la derecha opuesta al pacto. Pero aún no ha tenido que afrontar a los tribunales de paz, donde los líderes rebeldes responden por miles de secuestros.

Lo que vive ahora “es una libertad limitada”, asegura, mientras camina hacia el salón del Senado donde dará un discurso ante líderes sociales acechados por grupos armados tras la firma del acuerdo.

Perseguida por décadas, hoy camina fuertemente escoltada.

– Armada en paz –

La primera arma que portó Alexandra Fontecha fue un AK-47. Tenía 12 años y no soportaba el peso del fusil que se le enredaba en las botas y la hacía rodar por el suelo.

Ingresó a la insurgencia siguiendo a su hermano guerrillero. En las FARC aprendió a dominar fusiles de asalto y armas largas. Ser la encargada de radiocomunicaciones no la privó de los combates.

Doce años después de sublevarse, se reincorporó a la legalidad como uno de los 693 excombatientes que trabajan como escoltas en la estatal Unidad Nacional de Protección (UNP).

A diferencia de sus camaradas que dejaron los fusiles, ellos siguen armados para proteger a exguerrilleros amenazados, según establece el acuerdo. A sus 26 años, ha custodiado a excomandantes como el senador Carlos Antonio Lozada.

En la guerra “las armas eran principalmente para mi protección y pues llegar acá, y en el trabajo que tengo, ya mi arma sería para proteger a alguien que también lo necesita”, dice.

Su experiencia guerrillera le dio un trabajo que siente como un privilegio, en uno de los países sudamericanos con más desocupados.

En las FARC “aprendí muchas cosas buenas que aquí obviamente no me sirven de nada porque no tengo título (universitario)”, como enfermería y manejo de equipos de comunicación, lamenta.

Su baja estatura no inspira miedo, pero un dragón tatuado en su cuello recuerda la ferocidad del conflicto, en el que las FARC cometieron miles de delitos como asesinatos o desplazamientos forzados.

Alexandra vive en Bogotá, donde extraña el silencio de la selva y anhela aprender fotografía. En ocasiones acompaña a su protegido a zonas de reincorporación de excombatientes, un camino riesgoso por la presencia de disidentes de las FARC, rebeldes del ELN y narcos que mantienen viva la guerra.

Deplora tener “solo una pistola” para protegerse, lo permitido por la UNP, ante los ataques contra las FARC, que con insistencia denuncia incumplimientos estatales a lo pactado.

“Ojalá la paz no nos cuesta la vida”, dice.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *