Por: Victoria Sandino, senadora de la República y firmante del Acuerdo de Paz.
Se escandaliza el gobierno colombiano por el informe del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) que prevé para febrero de este año, que el hambre será alarmante en Colombia entre otros países de América Latina y el Caribe; pero claro, con tanto aspaviento pretenden cambiar la realidad que vive la mayoría de los colombianos y colombianas. Señor presidente Duque, Ministra de relaciones exteriores, solo hay que adentrarse unas cuadras en los barrios aledaños al Capitolio Nacional, o transitar las calles polvorientas de cada poblado colombiano o acompañar un día las regiones de los pueblos étnicos y comunidades campesinas en el territorio nacional para darse cuenta de que la FAO dice la verdad.
Según cálculos, durante el 2022, 7,3 millones de colombianos y colombianas necesitarán asistencia alimentaria en un país absolutamente privilegiado con su geografía, sus pisos térmicos y sobre todo, una población rural consagrada al campo colombiano, con espíritu y entrega con la producción de alimentos de forma variada, gente que tiene la magia de saber cultivar y cosechar en un entorno amable con el medio ambiente, claro, si el Estado colombiano garantizara la tenencia de la tierra, la asistencia técnica, las vías y la seguridad para la permanencia de las comunidades en los territorios.
Es verdad que la pandemia hizo su trabajo en la crisis, pero sobre todo, hizo visible el hambre al que nos vemos abocadas. Nada más recordemos los trapos rojos en las ventanas de los hogares colombianos, esto más como consecuencia de un modelo económico establecido desde la década de los setenta con el fin del tímido programa de sustitución de importaciones que hubo en Colombia y la implantación neoliberal de la década de los noventa en cabeza de César Gaviria y su apertura económica.
Todo ello con consecuencias nefastas para la mayoría de los colombianos y colombianas a quienes les disminuyó la calidad de vida, agudizó el conflicto social y armado y empujó a millares de familias a los cultivos de uso ilícito como única forma de subsistencia. Algo de las consecuencias de ese modelo económico habrían podido contenerse si los gobiernos desde el 2016, hubiesen cumplido con el Acuerdo de Paz, especialmente el punto 1 de la Reforma Rural Integral donde se contemplan salidas a la pérdida de la vocación agraria y productiva del país, como protección a la producción interna, acceso y titulación de tierras para las y los campesinos, un plan integral de soberanía alimentaria, garantías para el retorno a la ruralidad, protección social para los 11 millones de habitantes del campo colombiano, entre otras medidas.
Pero en vez de cumplir el tratado de paz pactado con la insurgencia de las FARC-EP, de reactivar la producción interna especialmente la de alimentos, este gobierno, así como los anteriores, privilegió a los sectores económicos poderosos y aumentó la importación de alimentos alcanzando un 30% del consumo interno en una enorme desventaja ante la devaluación de la moneda nacional que se encuentra en un 14,4%. Así que las consecuencias del hambre eran de esperarse para Colombia no obstante a que cuenta con aproximadamente 20 razas de maíz de las cuales, de cada una pueden salir muchas variedades: según una guardiana de semillas, en Colombia existen más de 450 variedades nativas que garantizarían una base alimenticia muy importante para la población, esto para mostrar un pequeño ejemplo.
Durante la más reciente crisis mundial, muchos países cerraron sus fronteras haciendo algo que no se hace en Colombia: proteger su mercado interno, estimulando la producción nacional y garantizando el abastecimiento de alimentos en los hogares, pero nada de eso ocurre aquí, la gente se debatió entre el confinamiento y morirse de hambre o salir a las calles a rebuscarse el sustento para sus familias y morir de Covid.
Las cifras de la Asociación de Bancos de Alimentos en Colombia (2022), señalan que el 54% de los hogares viven en inseguridad alimentaria con más de 560 mil niños y niñas menores de 5 años padeciendo desnutrición crónica. El salario mínimo llegó al millón de pesos demasiado tarde, y no por dádiva del gobierno, sino como resultado de las luchas de las y los trabajadores y de la juventud en las calles, que reclaman empleo y salarios dignos; en contraste, aumentan los precios de los alimentos y más del 42% de la población del país no tiene cómo comprar la canasta básica, ya que los ingresos de estas familias apenas superan los 300 mil pesos.
La crisis de la devaluación, la escasez mundial y la pérdida de la autosuficiencia de Colombia en materia alimentaria, se ensaña contra el pueblo. Al llegar enero, aún sin los trabajadores y trabajadoras recibir el primer salario del año, fuimos sorprendidos con aumentos en frutas, lácteos, carnes, verduras y los huevos, que pasaron de 12 mil a 18 mil pesos (aunque para el exministro de Hacienda la cubeta solo cuesta 1.800 pesos).
Así que, Colombia enfrenta una gran desigualdad que por supuesto, afecta a las y los campesinos productores, quienes no pueden acceder a los medios de producción para llevar a cabo su labor y tampoco obtuvo beneficios de las políticas tomadas para paliar la crisis derivada del COVID, las cuales se orientaron de manera preferente a la protección de los grandes conglomerados económicos, a la estabilidad jurídica para continuar con los tratados de libre comercio y el mantenimiento del capital financiero.
Pero eso sí, el presidente Duque negó la Renta Básica para la mayoría de la población que lo requería, y el Congreso de la República en la Comisión Tercera de Senado, ni siquiera quiso dar el debate sobre una iniciativa de ley que presenté al rededor de un Sistema de Ingreso Vital para buena parte de los colombianos; en todo sentido, de que se aguanta hambre en Colombia, ¡se aguanta!. Así que, ¡De qué se queja, señora ministra!