Por: Berenice Bedoya Pérez
Distopía es un término que define el diccionario como una sociedad caracterizada por su deshumanización y por padecer gobiernos tiránicos. Por lo general, las sociedades distópicas son muy recurrentes en las obras de ciencia ficción para explicar un lugar indeseable. Infortunada y dolorosamente con esta palabra (que en este caso deja de ser ficción) se puede describir lo que es Colombia, una sociedad martirizada por múltiples violencias y espoliada históricamente por una tradicional clase dirigente que nunca ha concebido un proyecto de país. Ya no se encuentran palabras para condenar cada día las masacres, los crímenes de Estado, los escándalos de corrupción, los abusos de las autoridades, en fin, todos los atropellos que cotidianamente suceden en nuestro país y que por su recurrencia terminan ensimismándonos, y desafortunadamente, insensibilizando como si no nos afectara directamente.
Dentro de esta angustiante realidad en la que nos debatimos los colombianos es preciso que no perdamos la sensibilidad y como en la canción de León Gieco, “que la guerra y lo injusto” no nos “sea indiferente”, por cuanto que cada asesinato, cada masacre, cada atropello que se cometen a diario en el país no solo afecta en grado superlativo la estructura de la familia de la víctima sino que tiene un impacto enorme en la estructura sicosocial de las comunidades. Es precisamente lo que buscan quienes vienen perpetrando el exterminio de líderes sociales y populares: atemorizar a la población para apaciguarla e inmovilizarla totalmente, minándole su dignidad, con lo cual se destruye el tejido social y de esta manera, volverla una comunidad sin alma, impidiendo la activa participación ciudadana, atentando contra la construcción de democracia.
En ese sentido, lo que vive Colombia es una situación insostenible. Una verdadera tragedia humanitaria y lo peor es que el Estado no se inmuta para enfrentar este horror que debe avergonzarnos como nación y como sociedad.
Tras la firma del Acuerdo de Paz de 2016, las zonas en las que antiguamente tenía presencia la insurgencia, hoy infortunadamente se encuentran en disputa por parte de distintos grupos armados ilegales, los cuales no solo buscan intereses económicos, sino que también traen consigo el propósito por el control sobre la población civil, afectando en grado superlativo la vida comunitaria. Esta crítica realidad es solo parte del fenómeno de este nuevo panorama de violencias. Se desconoce aún cuántas poblaciones indígenas y afros se encuentran recluidas y aisladas en sus territorios ancestrales debido a esta nueva arremetida del conflicto armado.
Detrás de cada uno de los crímenes contra la vida de líderes populares y comunitarios se está cercenando las posibilidades de democracia, de manifestación e intervención de los ciudadanos en sus asuntos comunitarios.
Este criminal accionar sistemático no solo afecta el núcleo parental de la víctima, sino que deja a los territorios postrados en el espanto e inmovilismo. De ahí la urgente necesidad de la movilización y la indignación ciudadanas para exigirle al Gobierno de Duque la implementación de los Acuerdos de Paz y hacerse escuchar ante la comunidad internacional con el fin de que coadyuve en el propósito primario de todo conglomerado social que es el respeto sagrado a la vida. Urge el compromiso de la sociedad de naciones para que en Colombia, no sigan matando a la gente.