Por: Gustavo Bolívar
Los jóvenes del barrio siempre han estado excluidos. El neoliberalismo puso a competir a los más pobres, esos que se van a estudiar con una agua de panela y un pan, aquellos que tienen que caminar cuadras o kilómetros para llegar al colegio, esos que por lo regular crecen bajo la égida de sus madres solteras, con los más ricos, esos que toman la ruta escolar en la puerta de la casa, aquellos que estudian bilingüe, esos que no tienen que preocuparse por la comida ni por su futuro porque al terminar su bachillerato pueden elegir la universidad del mundo que más les guste.
Luego, “esos ñeros” algunos mal hablados, sin educación, sin crédito, sin palancas, sin papá político, industrial, comerciante o empresario poderoso, tienen que salir a competir por las escasas oportunidades laborales que brinda un país subdesarrollado, frente al bien vestido, frente al “bien hablado” y bien preparado, frente al que habla dos idiomas.
Desde luego el resultado no puede ser más nefasto. Los empleos bien remunerados son ganados por el espermatozoide más fuerte. Sin más alternativa, los jóvenes del barrio tienen que resignarse al rebusque, a la informalidad, a endeudarse para estudiar con fiadores e intereses en el ICETEX o, en el peor de los casos, a ingresar a las filas de la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, las pandillas o la delincuencia común. Si le va bien se van de soldados rasos al Ejército a perseguir a los anteriores.
Desde estos lugares a donde fueron empujados por un Estado que no cumple su función social de amar y proteger a todos sus hijos por igual, estos jóvenes cometen crímenes, muchos de ellos abominables, que los padres del chico rico aprovechan para gritar en los medios de comunicación, a los cuales solo ellos tienen acceso, que el terrorismo se tomó a Colombia y que “ojo con el 2022” porque pueden llegar al poder.
Otros muchachos resisten. No quieren perderse en la selva de la violencia. Venden cosas en los semáforos, hacen rifas, se meten a escuelas de fútbol con al esperanza de llegar al profesionalismo, intentan la fama a través de canciones que nadie escucha (no tienen para pagar la payola), escriben poemas que nadie lee (no tienen plata para publicar un libro), pintan cuadros que nadie ve porque el Ministerio de cultura no los visibiliza.
De repente, la cuerda frágil desde la que cuelgan sus esperanzas se rompe. No aguantan más. La vida sin bienestar no tiene sentido. No son felices, no tienen futuro. No quieren llegar a viejos amargados y endeudados como sus padres. Entones guardan los sueños debajo de sus camas llenas de turupes y ácaros y salen a las calles a reclamar atención del padre que nunca los ha mirado. El padre que solo atiende a sus hijos predilectos. El padre que se roba la plata para repartirla entre sus amigos y familiares.
La olla de presión estalla. El globo de las injusticias se pincha. La indignación se manifiesta. La rabia se desahoga al grito de “Uribe Paraco Hijueputa”. Las paredes se expresan, las calles se repletan de rostros de mirada perdida. Las sonrisas quedan prohibidas. Los jóvenes han salido a luchar por el derecho a tener derechos.
Tranquilos, nada de qué preocuparse. El Padre Estado tiene una solución para aplacar a sus hijos desobedientes: El Esmad, las tanquetas, la Venom disparada al cuerpo y a la cara, los gases con fecha de uso vencida, la brutalidad, la infiltración de la marcha con vándalos ficticios para estigmatizar. Hace falta el tuit del Matarife para salir a reprenderlos. Y el tuit no se hace esperar. El Matarife da la orden. Hay que disparar para proteger las instituciones que no protegen a los manifestantes. La orden se cumple. En Pocas horas ya hay muertos, heridos y mutilados.
–Cuando les matemos unos cuantos, los vándalos salen corriendo a esconderse como ratas asustadas, –pensará o dirá algún general mirando la revuelta por cámaras.
Pero les matan cuatro y los jóvenes siguen en las calles. Les matan ocho y los jóvenes siguen resistiendo, les matan diez y no se van, les matan quince y siguen protestando, les matan veinte y proscriben el miedo, les matan treinta y ya se quieren morir todos. Les matan cuarenta y siguen de pie con una entereza admirable. Les sacan los ojos, los detienen ilegalmente, los persiguen en sus casa y los jóvenes no se rinden. Le falló el cálculo al padre castigador. Ni los muertos, ni los mutilados oculares asustan a la muchachada. Están dispuestos a todo para hacerse escuchar y piden diálogo. Duque les responde con represión violenta y abusiva de la que dan cuenta la CIDH, el Congreso de los Estados Unidos, Human Rights, Amnistía Internacional, la Unión Europea y decenas de ONG en Colombia y el mundo entero.
Cientos de videos dan fe de la masacre y de la violación de los derechos humanos. Entonces a un senador le da por hacer una Vaki para recoger fondos a fin de comprarles cascos, gafas y respiradores para que no los sigan matando, asfixiando con gases letales y sacando los ojos: Es un financiador de terroristas grita la derecha y la prensa alienada al poder hace eco de la noticia. Llueven amenazas de todo calibre, demandas en todas las cortes, disciplinarios en la Procuraduría y una pérdida de investidura en el consejo de Estado. Defender a los jóvenes se convierte en delito.
Como la policía es incapaz de detener la fuerza de la verdad, traducida en esas demandas justas de los jóvenes, hay que pedir refuerzos. Que la “gente de bien” salga con sus fusiles y pistolas a las calles a disparar a los “vándalos terroristas”. Y la “gente de bien” sale de cacería humana. Les va bien. Ese día mueren trece jóvenes más, algunos transeúntes o simples espectadores. Uno de los matones queda en evidencia porque sale disparando con una sudadera que lleva impreso el nombre de su empresa en Miami. Andrés Escobar. La prensa de ultraderecha lo convierte en héroe. El tour de medios es extenso. Hay que justificar la autodefensa. Luego, el paramilitar se retira a descansar en alguna playa de Miami sin que nadie se lo impida.
Con más de cincuenta amigos, primos, hermanos muertos, lejos de amilanarse los jóvenes siguen resistiendo. Levantan de hecho un monumento a la resistencia y lo decoran con los escudos, los cascos y los retratos de varios de los caídos. En lo alto de la escultura una mano empuña un aviso que dice “resistencia”. Y resistencia es lo que les sobra. También simpatías entre la población. Una mujer de nacionalidad alemana que llega por esos días a Cali en busca del sueño de la Salsa queda atrapada en una espiral de amor y revolución. Se enamora de uno de los líderes de Puerto Resistencia en Cali. Johan Sebastián se llama el chico que lleva tatuado un escudo del Deportivo Cali en su pecho. Él decide amarla y se lo demuestra protegiéndola. Ella se queda a vivir entre los desposeídos y se suma a la lucha como reportera. A través de su celular le cuenta al mundo de la barbarie. Rebeca y Johan no tienen tiempo para el amor. Las horas no alcanzan para más de un beso espontáneo. La lucha es intensa.
Los jóvenes siguen muriendo o perdiendo sus ojos pero su voluntad férrea y su deseo de cambiar su terrible presente los mantiene en el campo de batalla. Sus armas son las piedras, las oraciones de sus madres y la olla comunitaria que los alimenta. Un día la Policía encuentra la olla ennegrecida por el hollín del carbón y la voltea sobre el pavimento. La comida rueda dejando su estela de humo y desazón ante la mirada desconsolada de las señoras, en su mayoría madres que en su remordimiento por un pasado de cobardía, han salido a apoyar la lucha de sus hijos.
Pero el derramamiento de la comida no es lo más grave. Hay mujeres abusadas y violadas, hay jóvenes con las costillas partidas, muchos. Hay jóvenes con la cara destrozada, sin dientes, sin mandíbulas, uno de ellos sin pene y sin testículos. Sin embargo, los jóvenes no se rinden.
Como el mundo está atónito observando la brutalidad, hay que cambiar la estrategia para que la matanza no quede registrada en los miles de lentes y televisores del mundo. hay que desaparecerlos en silencio. Que las cámaras y los celulares no dejen rastro del genocidio.
Y así lo hacen. Los chicos empiezan a esfumarse. Nadie da razón de algunos de ellos. A otros los ven subir a vehículos sin distintivos. A los pocos días empiezan a aparecer descuartizados en bolsas de basura, o desnudos y torturados flotando en los ríos. Otros, como los más de 80.000 colombianos que aún son esperados en sus casas desde que arrancó el conflicto, jamás aparecerán, jamás sus voces volverán a retumbar mientras gritan “Uribe paraco hijueputa”. Sus comidas se quedarán servidas hasta enfriarse como el mamuts enterrado en el hielo de la era cuaternaria.
A otros los mandarán a silenciar con sicarios. Uno de ellos Johan Sebastián, justo el día glorioso en que la tregua le permita verse, por primera vez a solas, con su amada Rebeca. Un proveedor de 13 tiros basta para callarlos a los dos. Era un final, como el de Romeo y Julieta, digno de erigirse en historia de amor universal. Pero Johan pone el cuerpo, el pecho, las manos, los brazos, la cabeza, la cara para evitar que una sola bala rose tan siquiera a su amada. No me cabe en la cabeza cómo con diez tiros desperdigados por toda su existencia, aún tenía fuerza para detener los tres que le quedaban al asesino en el proveedor. Del tamaño de su valentía y su resistencia era su amor. Tenía que cuidarla y protegerla como lo prometió. Y lo hizo hasta con el último suspiro. Sin más remedio y con solo el 50% de la misión cumplida el sicario tiene que huir de la escena del crimen. Curiosamente las cámaras del lugar estaban apagadas ese día, solo ese día y el gobierno deporta sin misericordia alguna a la única testigo del crimen.
Ante la evidente masacre el mundo exige responsables. El ministro de Defensa escuda su actuar asesino en el hecho de que los jóvenes quemaron buses y usaron la violencia. En el Congreso de la República, durante un debate de moción de censura le pregunto, dejando claro que los hechos de violencia fueron aislados y muchas veces propiciados por la misma Fuerza Pública, en qué artículo del Código Penal o de la constitución Nacional dice que existe la pena de muerte para esos delitos. A pesar de que no responde, el ministro sale en hombros, victorioso, gracias a que sus copartidarios del Centro Democrático, el Partido Conservador, Cambio Radical, algunos congresistas enmermelados del Partido de la U y del Partido Liberal y los pastores cristianos, de los que Jesús debe estar muy avergonzado, niegan la destitución.
Al final el gobierno triunfa. Los bloqueos, generados en gran medida por un paro camionero de la que ni los jóvenes ni el Comité de Paro tienen incidencia, son utilizados por la prensa prouribista y por el gobierno mismo para voltear las simpatías del paro. Los alimentos encarecen y los ineptos ministros de este, que podría ser el peor gobierno de la historia, aprovechan la papaya para resaltar que los malos resultados de sus carteras obedecen al paro. Como en los tiempos de Escobar, ya tienen a quien culpar de todas las desgracias. Como en los tiempos de las Farc, ya tienen a quien culpar de todas las desgracias. Es el accionar de los incompetentes. Y ante la falta de Escobar y las Farc, pues había que crear un nuevo enemigo interno y providencialmente apareció: Los jóvenes de la primera línea. Y para redondear el relato, la derecha y Claudia López cierran filas para señalar al financiador del “nuevo grupo terrorista”: Gustavo Bolívar.
Y aunque no vamos anegar que el paro sí produjo traumatismo, imposible que no hubiese sido así porque de eso se tratan los paros, de parar, parar para reflexionar, parar para revisar lo que anda mal, parar para avanzar, luce infame que ahora se criminalice a quienes con sobradas e históricas razones se levantan contra un Padre mafioso y maltratador que nunca ha hecho nada por hacer felices a todos sus hijos.
Hoy, según reportes de Defensores Humanos, a los jóvenes los siguen desapareciendo o judicializando duramente. Creen que lograrán aplastarlos y que por esta vía callarán sus voces para siempre. No solo están errados en sus cálculos sino que también están haciendo mal las cuentas. Mataron a cerca de cien, les sacaron los ojos a cerca de ochenta, desaparecieron a no sabemos cuantos porque las familias están amenazadas y no han querido denunciar, pero olvidan que los jóvenes en edad de votar en 2022 son 12 millones. Una cifra contundente y suficiente para sepultar al uribismo y desalojarlo del poder. Por eso a los jóvenes les pido paciencia. No se expongan más como carne de cañón. No se sigan haciendo lapidar mientras otros se dan la gran vida. Este país por ahora no merece su sangre. Hagan esa anhelada revolución en las urnas. Si no creen en los políticos, lo cual entiendo y apoyo porque en ninguna profesión había conocido tanta oscuridad y podredumbre, organícense y conformen sus propios cuadros y vayan al Congreso de la República donde tanto anhelamos refuerzos. Voten masivamente para acabar a quienes se oponen a la paz a quienes se sacian en la deforestación para ampliar su número de vacas, a quienes han hecho de la política, de la salud y de la educación negocios asquerosamente rentables.
No les den el gusto de verlos presos, flotando bocabajo en un río o llorados por sus madres y novias en un cementerio. Organícense, prepárense, únanse, marchen con pasión a las urnas. Voten recordando cada muerto, cada herido, cada preso, cada desaparecido. Tómense la democracia, ocupen sus espacios. Tienen la fuerza, la valentía, la convicción y el coraje suficiente para llegar al poder. Nada ni nadie los puede detener. Pierdan la pereza a participar, recuperen la fe en las instituciones. Per se ellas no son malas. Los malos son los hombres y mujeres que las aprovechan para saciar sus apetitos personales.
Jóvenes llegó la hora de dejar de ser invisibles. Tómense el poder el 13 de marzo de 2022.
El país de los excluidos, el país de los oprimidos, el país de los doscientos años de soledad, el país donde los que sobran bailan, los necesita y con urgencia. Estaremos haciendo fuerza por cada uno de sus pasos, así sea desde el ostracismo al que nos quieren condenar a quienes los apoyamos con amor. Benditos sean todos. Vayan por lo suyo. Como dijo Garzón, “si ustedes jóvenes, no asumen la dirección de su propio país, nadie va a venir a salvárselo”.