Por Gustavo Petro.
Cuando una madre colombiana despide a su hijo o a su hija por la mañana, siempre queda con un dolor en el corazón, con un pálpito de inseguridad, con una ansiedad de madre que solo se calma con la llamada al celular de su hijo o con su regreso. Si en la llamada al celular no le responden, su ansiedad se vuelve sufrimiento. Es el sufrimiento diario de las madres de Colombia en un país que ve matar a su gente.
Desde este sentimiento tormentoso y cotidiano es que deberíamos entender qué es la seguridad, tal como la sienten en general todos los seres humanos en la mayor parte del mundo.
La seguridad es que cualquier persona, a cualquier edad, de cualquier género, en cualquier región, a cualquier hora, pueda caminar sin temor y sin que le pase nada malo. La seguridad es precisamente esa ausencia de ansiedad de las madres cuando sus hijos salen de la casa.
Y si esa es la seguridad, bien vale la pena construirla en Colombia. Es así como se mide una política eficaz de seguridad: en la tranquilidad de las madres.
En general ni las madres, ni los hijos logran captar que esa inseguridad diaria está ligada a hechos del pasado o del presente, en sitios lejanos a la rutina diaria. A veces cuando vemos por televisión que hubo una masacre en la Colombia lejana, que desplazaron unos campesinos, que estalló un combate en alguna zona rural cuyo nombre quizás por primera vez conocemos, no logramos comprender, que esos hechos pueden desencadenar precisamente la inseguridad de nuestros propios hijos y que nosotros mismos podemos ser víctimas también, en cualquier calle, en cualquier momento, de algo que se desencadenó en una violencia de un lugar remoto y desconocido.
La violencia lejana se vuelve, quiérase o no, una violencia cercana, contigua, inminente.
Y por eso una política de seguridad debe ser integral. Debe mirar la esquina y la calle de donde se vive, pero para que sea eficaz, en realidad debe mirar las causas reales y muchas veces lejanas, por las cuales la calle se vuelve insegura.
Difícil es que una familia de clase media bogotana o de un barrio popular pueda entender que su seguridad depende de la seguridad del campesino, de la seguridad de una comunidad afro al borde del océano Pacífico, de unos jóvenes jugando futbol o softball, en algún polvoriento pueblo caluroso del departamento de Sucre, pero es así.
Duque, preguntado por el estallido de la violencia que se vive en muchas regiones de Colombia, dirá que la culpa la tiene el narcotráfico. Trastocará así, una causa por un efecto. Prestos en poner de cabeza a Aristóteles, los amigos de Duque dirán que los males que aquejan a la madre al despedir a sus hijos con temor, son efecto del narcotráfico, y que todos los males del país tienen la misma causa. Pero el narcotráfico es, en sí mismo, apenas un efecto. Las causas que ocasionan que nos hayamos vuelto un país narcotraficante, son las mismas causas por las que nos hemos vuelto un país violento donde la vida no vale nada, como dice la canción. Las causas están en la exclusión social.
El sortilegio de Duque de poner como causa de la inseguridad al narcotráfico le permite fácilmente y sin objeciones periodísticas, olvidarse de la verdadera causa: la exclusión social. Los amigos de Duque, la élite degradada que ha manejado a Colombia desde hace dos siglos, no quiere que se hable de la equidad social, de la justicia. Eso es populismo dirán, eso es de mamertos, gritarán enfurecidos, cuando apenas es la expresión simple de la lógica, una realidad de la humanidad,
Detrás de los peligros que acechan a una joven o a un joven de clase media del barrio Chapinero de Bogotá, o del norte de Barranquilla o del Poblado en Medellín, está la exclusión inveterada del campesinado colombiano, de las juventudes barriales de los alejados sitios de Bogotá o de las grandes ciudades que el joven acechado no conoce, de esas comunidades afros alejadas, anónimas y miserables. El joven de clase media y su madre quizás no comprenden que la exclusión es la causa de su propia inseguridad, que quizás ellos mismos aprueban. Esa exclusión mental que la misma clase media hace de los que están más abajo, olvida que ayuda a construir la inseguridad permanente de su propia existencia.
De ahí que con tanta facilidad en clases medias y barrios populares se aplauda que la seguridad consista en matar, en la mano dura, en la cárcel, en la mal llamada limpieza social, en las penas duras, en la cadena perpetua y hasta se implora por la pena de muerte, como si en Colombia la pena de muerte no existiera premeditada, oscura, clandestina en los mismos barrios de la ciudad y en las veredas del campo. Llegan a pensar que la seguridad se mida por muertos, olvidando que en el contexto social al que pertenecen esos muertos solo se incuban las condiciones para una mayor y mortífera inseguridad.
¿Cuál debe ser entonces una política de seguridad eficaz?
Veamos:
El narcotráfico colombiano tiene su causa en la exclusión, pero nuestros gobernantes nos dicen que el narcotráfico se acaba simplemente fumigando masivamente con glifosato que cae precisamente sobre las aguas, la vivienda y los cultivos, ilícitos o no, del campesinado excluido. Es decir, el glifosato y la erradicación forzada, al excluir más al campesino potencia más el narcotráfico, entre más fumigación y erradicación forzada, más exclusión y por tanto, más narcotráfico.
La política actual de Duque ha producido una verdadera guerra sobre el campesinado que lo único que produce es entregarle la población a las mafias y permitir su control armado. El narcotráfico así, se potencia, y con él, las masacres.
Una política de seguridad eficaz buscaría la inclusión de ese campesinado; pactaría con él la sustitución voluntaria de cultivos por unos que se puedan industrializar, y le daría la propiedad de esa industrialización al campesinado mismo para que tenga igual o mayor rentabilidad que la pasta de coca.
Si se hace un pacto del Estado con el campesinado, se le quita población a las mafias, es decir, se les quita poder, se les debilita, porque el verdadero poder está es en el control de la población.
Si se legaliza el consumo de drogas, en el mundo y en Colombia, bajo control y regulación del Estado, el narcotráfico se extingue, es decir se le quita el poder, porque el narcotráfico solo existe por la prohibición. Lo cual no significa que el joven de clase media bogotana se vuelva adicto; al contrario, deja de tener en la esquina y en su calle el acecho del jíbaro clandestino que lo puede envenenar o matar. Si el Estado regula la distribución y el consumo, puede mitigar los daños individuales y sociales, alejar el consumo del lugar público y puede tratar con salud pública al adicto, como Bogotá Humana lo demostró.
Puede prevenir con eficacia el consumo, así la droga difícilmente tocará al niño y a la escuela. El jíbaro y la olla desaparecerán del barrio.
Si se debilita la mafia, entonces, Colombia puede pensar en una política de desmantelamiento pacífico del narcotráfico: Un sometimiento de organizaciones colectivas de narcotraficantes a la justicia. Colombia puede pensar en una justicia transicional para narcotraficantes que a cambio de beneficios jurídicos permita la entrega de toda la infraestructura narcotraficante incluidas sus armas, sus ejércitos, sus laboratorios y rutas.
Si se desmantela pacíficamente el narcotráfico ¿no tenemos, acaso, una política esencial para una seguridad eficaz? ¿No será más seguro el barrio en dónde vives?
Pues ese desmantelamiento pacífico del narcotráfico implica un pacto con el campesinado productor de cultivos hoy ilícitos, legalización de consumos regulados por el Estado y una política judicial de sometimiento que cambie penas por entrega de rutas y laboratorios.
El desmantelamiento del narcotráfico implica inclusión social del campesinado, de la juventud, el narcotráfico simplemente ha sido un efecto de la exclusión social.
Sigamos.
¿No llegó la hora de terminar pacíficamente con toda la insurgencia armada en Colombia? ¿No estamos a un paso de hacerlo, simplemente dialogando y cumpliendo acuerdos, sin meter trampas? ¿No podemos acaso en el corto plazo lograr la dejación de armas de las disidencias, del ELN y por tanto de toda la insurgencia que hoy sobrevive en Colombia? ¿Será más segura Colombia fortaleciendo disidencias, al hacer trizas los acuerdos de paz, o extinguiéndolas, al cumplir los acuerdos?
Es el gobierno con su discurso y práctica de destrucción de la paz, el que hoy, ha construido las disidencias armadas. Mi debate sobre la fiscalía y el caso Santrich, así lo demuestran. Reconocer que sectores del Estado entramparon los acuerdos de paz para destruirlos, permite abrir otra perspectivas alrededor de relanzar el dialogo. Si, amigos, lograr que Santrich e Iván Márquez dejen las armas y lograr que todo el ELN se desmovilice.
¿No estaremos más seguros así?
La mejor política de seguridad para Colombia es la Paz.
¿No estaremos más seguros si tenemos una fuerza pública limpia de corrupción, profesional y democrática?
¿Alguien puede hoy dudar que la corrupción se extiende por el generalato, al punto que tenemos generales que han sido traquetos? ¿Cómo va a haber seguridad con una policía o unas fuerzas armadas dirigidas por corruptos?
La reforma de la fuerza pública es una política de seguridad nacional.
Propusimos una vez, en medio de burlas periodísticas y sarcasmos, que toda la fuerza pública pasase, como derecho, por la educación superior. Ser soldado profesional debe implicar eso: ser profesional, lo cual implica por derecho y gratuitamente, la educación superior. Proponemos ahora que la carrera militar o policial sea abierta, es decir, que el grado de sargento o intendente no sea el final de la carrera profesional del soldado o del policía, sino que por allí se pueda acceder por méritos y educación superior, a toda la carrera policial o militar sin costo. El sargento puede ser general. Eso fue lo que quisimos decir en la plaza pública cuando afirmábamos que en una Colombia Humana, el hijo del campesino podía ser general. Con unas perspectivas abiertas para la carrera profesional del soldado o del policía se desestimula la corrupción
Democratizar la policía y el ejército, es decir, lograr el control ciudadano sobre la fuerza pública, es una política de seguridad. El ascenso en la carrera policial puede y debe ser consultada por la ciudadanía en donde actuó el integrante que aspira al ascenso; los sargentos de las fuerzas militares pueden tener voto en el ascenso a generales de su fuerza. Así los y las mejores oficiales podrían ser promovidos en lugar del corrupto apoyo de una clase política degradada.
Si los y las campesinas son más ricos que hoy, si protegemos de importaciones subsidiadas su producción alimentaria, si compramos, desde el Estado, tierras fértiles masivamente a los latifundistas improductivos y las entregamos a familias campesinas, y sí los asociamos con créditos para que sean propietarios de la industrialización de sus productos, ¿seremos más o menos inseguros?
La seguridad alimentaria de por sí es una política de seguridad eficaz, y la inclusión del campesinado a la prosperidad y a los derechos de ciudadanía, nos hará definitivamente un país muchísimo más seguro que hoy. El verdadero blindaje contra el surgimiento de nuevas insurgencias armadas, de nuevos narcotráficos, de nuevas violencias, es la inclusión social y económica del campesinado.
Sigamos.
Si en vez de dedicar esas decenas de billones de pesos que han entregado anualmente a banqueros en exenciones tributarias, en subsidios a la gran empresa carbonera o petrolera, a los propietarios de las administradoras de pensiones en regímenes que no dan pensión, y destinásemos un gran esfuerzo presupuestal a construir sedes universitarias públicas en todo el país, a contratar masivamente un profesorado de educación superior, abriendo condiciones de prosperidad a la clase media profesional, y potenciando la cobertura de la educación superior pública y gratuita a toda nuestra juventud, incluida aquella del barrio popular, de la vereda campesina, de la comunidad afro, ¿seríamos, más o menos inseguros?
La inclusión juvenil en la educación superior es una de las políticas de seguridad más eficaz que una sociedad pueda tener.
Y podríamos continuar, con la atención integral de la niñez, por ejemplo, y otros temas y al final no estaríamos sino reproduciendo el programa presidencial que se le propuso al país para cambiar esta era de violencia.
Lo que quiero demostrarles es que la seguridad de ese joven, hombre o mujer, que salga de su casa, y por tanto la disminución sustancial del temor de la mamá al ver partir a su hijo en la calle del barrio, dependen de cosas que no pasan en la calle del barrio, sino en lugares lejanos de Colombia o de la ciudad.
Que la seguridad de nuestros hijos depende de desmantelar pacíficamente el narcotráfico, de lograr que la insurgencia termine su fase armada definitivamente, de lograr la inclusión campesina en la producción y la riqueza y de lograr la inclusión de toda la juventud en los saberes que otorga la educación superior.
La seguridad de nuestros hijos depende de la inclusión social en Colombia.
Recuerden que la seguridad no es más, que cualquier persona, de cualquier edad, de cualquier género, de cualquier región, en cualquier hora, pueda caminar tranquilamente.