domingo, diciembre 8

Sobreviviendo a la Covid-19 entre sueños y alucinaciones

“de sueños, que bien pueden ser reflejos
truncos de los tesoros de la sombra,
de un orbe intemporal que no se nombra”
Jorge Luis Borges, El Sueño

Por: Luis Guillermo Pérez Casas / Defensor de derechos humanos y promotor de la Paz

Me contagié con el virus de la Covid-19 hace más quince días, no había salido en semanas por precaución, he venido trabajando desde mi casa. Salí con las medidas de bioprotección necesarias un tapabocas, un gel y un frasquito de alcohol en mis bolsillos. En la medida que iba tocando puertas muy juiciosamente después utilizaba el gel e incluso el alcohol, así llegué a mi oficina que no visitaba en meses, miré al horizonte a través de la ventana unas pocas nubes perezosas se acostaban en el cielo como gozando de una hermosa mañana matutina. Revisé mi escritorio, tomé los libros algunos abiertos que había dejado de leer, respiré profundo mientras gozaba del silencio del pasillo y pensé que ya estábamos cerca del millón de personas contagiadas en el país por la pandemia y cerca de treinta mil muertos, entre ellos algunos conocidos.

Salí de mi oficina llevando un morral con libros y fui a encontrarme un piso más abajo en la oficina de una persona muy querida para hablar de temas laborales, en compañía de otro funcionario. Intercambiamos saludos con el codo, con las mascarillas puestas y la excusa de rigor de no poderse dar un abrazo en estos tiempos. Luego nuestro anfitrión nos ofreció un tinto que nos sirvió una amable señora, pero el tinto no se toma con tapabocas y seguimos conversando animadamente unos veinte minutos.

Terminado el café nos despedimos de nuevos con los tapabocas puestos y sin estrechar las manos. Al día siguiente me enteré que mi anfitrión había dado positivo en una prueba de la COVID-19. No pensé que pudiera haberme contaminado, sin embargo, a los 3 días empecé a tener dolor de cabeza y de espalda, luego diarrea y dolor de garganta. A los 5 días del contacto me hice la prueba, que me molestó bastante porque sentí que casi me rompen la nariz. Me comunicaron en la tarde que había salido negativo lo que me dio un gran alivio. Pero los síntomas lejos de abandonarme, me cercaba cada día mas, impidiéndome conciliar el sueño, el dolor de cabeza y espalda no me abandonaba, me dio fiebre, escalofrío, acentuó el dolor de espalda y de cabeza, sin quererlo tuve que visitar a una internista, que al valorar mis signos y el extremo de deshidratación me envió de urgencias a la clínica.

En la clínica me hicieron todo tipo de exámenes, entre ellos dos pruebas distintas contra la Covid-19, me inyectaron suero mientras esperaba los resultados. Resulté positivo lo que me preocupó por mis antecedentes de asma y de azúcar alta en mi sangre. Me trasladaron al pabellón de las personas confirmadas de por ser victimas de la pandemia. Tenía un vecino a la derecha que no paraba de toser y llamaba con frecuencia a la enfermera porque escupía sangre en cada estornudo y a mi izquierda una señora que no dejaba de hablar y de rezar invocando a sus hijos y a su madre, mientras se lo permitía la tos que la torturaba. Seguía mientras tanto entubado al suero, con escalofríos que me hacían temblar me habían dado analgésicos y antifebriles, pero no podía tener un momento de reposo. Una enfermera me ofreció una cobija que nunca me llevó y entretanto el suero acumulado ya en mi vejiga me obligaba a ir al baño. Me sorprendió que el único baño para los pacientes no tenía ningún protocolo de bioseguridad ni para entrar, ni para aplicarse el jabón, ni para tirar la cisterna, ni para volver a salir tenías que accionar todo con las manos hasta el dispensador del jabón. Así que salí con la impresión de ese baño de que pude haber atrapado otro virus. Desde ese momento no pensé sino en irme de aquella clínica, el médico sólo regresó cuando ya iba a terminar su turno en la madrugada, le pedí que me permitiera tratarme en casa y me despachó con una fórmula de dos pastillas de acetaminofén y que si empeoraba mi estado volviese a urgencias.

En casa mi esposa se volvió enfermera, me cuidó día y noche, procesó todas las recetas de remedios caseros, me dio litros de agua de Moringa, jarabes naturales, la cebolla, el ajo, el jengibre, el limón, aprendió a aplicar inyecciones. Me hicieron exámenes a domicilio además de la Covid, tenía muy alta el azúcar, seguía deshidratado y con malestar general, consultamos otra internista virtualmente, quien leyó los exámenes y concluyó que debería hospitalizarme de nuevo a través de urgencias, mientras le insistía en que prefería seguir el tratamiento en casa me recordó en tono tajante, más bien mortuorio que “mis exámenes unido a la Covid 19 indicaban un altísimo riesgo de muerte y ella no quería tomar ningún riesgo”. Yo tampoco los quería correr regresando al hospital. Así que con amor doméstico enfrentamos la pandemia.

Esa misma noche, no sé si por el impacto de la consulta con la especialista, me metí a la cama con un escalofrío que me hacía temblar sin detenerme, me acordé del sol en Egipto montando en camello mientras el viento levantaba la arena, mientras se disipaba sentía que descendía cálida sobre mi cuerpo desnudo y me preguntaba cómo podía estar desnudo en el desierto en un día pleno de sol en medio de una caravana de turistas y quería que los átomos de la arena se juntasen para cubrir mi cuerpo. La arena no fue tan gentil con mis deseos se me metió en la garganta, me copó las narices, inundó mis pulmones y mi espíritu se levantó de mi cuerpo inerte y contempló mi cadáver.

Pero mi espíritu en una persona atea le tenía miedo a la nada, no podía ir al cielo a juntarme en una vida eterna con los buenos creyentes, porque además una vida sin problemas, sin retos con todo resuelto por la bondad de Dios me parecía lo más aburridor posible, me deprimiría en pocos días y saldría de allí corriendo, pero ¿a dónde? Tampoco el infierno y el sufrimiento sin fin, porque, aunque he cometido errores en mi vida no he cometido ningún crimen. Me quedaba el purgatorio de Dante Alighieri como un camino de expiación de culpas hacia el paraíso terrestre, pero tampoco me atraía la idea. Decidí reinstalarme en mi cuerpo, mientras el recorrido de mi vida pasaba por mi mente, mis hijos pequeños en momentos de mucha alegría me llenaban de fuerza, mis padres que me dieron y siguen dando todo su amor, me desperté en medio de la fiebre que me abrazaba, sintiéndome ahogado, con la angustia de sentir que había estado muerto o de morir en las horas que seguían. La compañía de mi esposa y su dedicación me salvó, me ayudó a recuperar la respiración, a recuperar el aliento, mientras me decía que todavía tenía que aportarle mucho a las luchas por transformar la humanidad y contribuir a la paz de nuestro pueblo.

No volví a dormir en varias noches, aunque superé los problemas de respiración con una máquina de fabricar oxígeno que me envió uno de mis hermanos, aunque sentí que el oxígeno circulaba libre por mi cerebro, por mis pulmones, por todo mi cuerpo, sentí que el virus me debilitaba, aunque quería expulsarlo de mi cuerpo.

Otra noche de recaída comencé a delirar. Viajé en el tiempo a la Revolución Francesa con el objetivo de convencer, en medio del Régimen del Terror, a Robespierre y luego a Danton que no debían ejecutar a Olympe de Gouges, que el Comité de Salvación Pública debía evitar esta muerte, que ella estaba en contra de la esclavitud, que impulsaba la justicia social, que la Revolución sería más grande si se reconocía la Declaración de Derechos de la Mujer y de la Ciudadana que ella impulsaba, pero me reprochaban que la República estaba en peligro, que toda Europa les atacaba y ella promovía la división, el federalismo, que todos los girondinos serían exterminados junto con ella y llegaba la fatídica fecha el 3 de noviembre de 1793 y la guillotina caía y su cabeza rodaba a mis pies y me salpicaba de sangre la cara, mientras lloraba su muerte y me quería ir de aquel lugar. Pero luego la historia se repetía una y otra vez, suplicando por su vida, la guillotina cayendo, su cabeza rodando a mis pies, mi cara salpicada de sangre, mi sentimiento de impotencia de no poder salvar su vida. Una y otra vez hasta el amanecer, cuando el sol entró por la ventana, pude liberarme de esa pesadilla, había sudado copiosamente y tanto mi pijama como mi cama estaban mojadas.

Mientras recuperaba el aliento pensé en las grandes contradicciones de la Revolución Francesa, entre septiembre del 1793 y julio 28 de 1794 cuando se decapitó a Robespierre, -Danton ya había sido decapitado el 5 de abril del 94-, y a 28 más de los jacobinos, el Terror había cobrado la vida en 11 meses la vida de más de 30 mil personas, los promotores de la Revolución se exterminaron así mismos, se allanó el camino para que Napoleón enterrara la República y creara un imperio.

El insomnio me debilitó y no sé si como consecuencia de la Covid 19 o de las hierbas y demás medicamentos que tomé mis alucinaciones continuaron. Otra noche quedé atrapado en la pesadilla del Innombrable libre que apuñalaba la Constitución Política del 91 y corrían ríos de sangre que llevaban los cuerpos de niños, de indígenas, de afros, de campesinos, de estudiantes, intentaba quitarle el cuchillo pero me sometían por la fuerza hombres vestidos de verde oliva que no llevaban insignias ni apellidos, forcejeaba y lograba liberarme, corría con la Constitución en las manos, pero caía y el Innombrable volvía a apuñalearla mientras gritaba mensajes de venganza en nombre de Cristo Redentor y los ríos de sangre volvían a correr con los cuerpecitos de niños, de jóvenes, de indígenas, de afros, de campesinos y nadando entre los muertos buscando sobrevivientes, salía al fin a la orilla de una selva muerta, con la desembocadura de un río seco, donde las únicas aves que sobrevolaban eran los chulos en busca de carroña, de la carne humana descompuesta. Agotado pensaba y articulaba palabras para gritar muy fuerte qué tenía que ver el legado de Jesucristo, quien estuvo con los humildes, con este criminal. Y durante toda la noche la misma historia se repetía una y otra vez, hasta la madrugada en que recuperé mi aliento, en que me pude despegar de la cama otra vez juagado en sudor, mi garganta completamente reseca, mi respiración agitada, mi corazón atragantado de dolor ante tanta barbarie. No quise hablar, no pude hablar durante varios días.

El Innombrable fue dejado libre mientras el país ha sido encadenado, comprendí a la jueza que tomó la decisión, el terror sometiendo la república, acabando con la división de poderes, difamando y sembrando odio entre hordas de fanáticos dispuestos a exterminar a los opositores, a los críticos, a las conciencias libres de Colombia, a continuar los asesinatos sistemáticos de los liderazgos sociales.

En mi proceso de recuperación supe de cadenas de oración que se elevaron por mi salud, mis hijos desde la lejanía estuvieron pendientes todos los días y agradezco a todas aquellas personas, desde Mercedes Segura y su Organización Vida Digna en Buenaventura, hasta el sacerdote de Mariquita, Tolima, que elevaron plegarias por mi restablecimiento, toda mi familia, amigos y amigas en distintas regiones del país y allende las fronteras y los mares que me hicieron llegar sus energías positivas, fueron un gran aliento. También el pensar en mi pequeña hija, que cumplirá seis años en enero, me lleno de fuerza vital, Luisa María de la Paz, a quien nombramos de esa manera, en la esperanza de que el Acuerdo de Paz prosperara, quien debe poder crecer como todos los niñas y niñas de Colombia en un país sin violencias, sin injusticias, donde tengan la posibilidad de tener un futuro digno.

El mensaje más fuerte el de mi hijo que atravesó el Atlántico que me llegó con todas las fuerzas de los mares “Si no te ha vencido el terrorismo de Estado no te va a vencer este virus, te levantarás más fuerte para seguir luchando contra la pandemia de la guerra, de los crímenes y de todas las injusticias, la humanidad te necesita”.

Y aquí estoy recuperado, acompañando la MINGA por la vida y por la paz, replicando mensajes de denuncia, de movilización y de esperanza, porque el terror no doblega los espíritus libres, ni la amenaza de la muerte somete a personas dignas y con carácter, porque tenemos la conciencia, la fuerza y el amor para cambiar el rumbo de nuestra nación. El Dalai Lama nos ha recordado un dicho tibetano, “la tragedia debe ser utilizada como una fuente de fortaleza.» No importa qué tipo de dificultades tengamos, cómo de dolorosa sea la experiencia, si perdemos nuestra esperanza, ese es nuestro verdadero desastre”. Y la esperanza nos llega multicolor del Suroccidente, la fuerza de nuestros aborígenes nos nutre del coraje que necesita este país para transformarlo de raíz.

 

 

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