viernes, diciembre 6

Sobre el crimen de genocidio en Colombia

Por: Iván Cepeda Castro*

La violencia que ha padecido Colombia por décadas ha terminado por convertirse en algo más que una vía para resolver contradicciones sociales. Su prolongación temporal encarna, en realidad, la formación de un modelo de organización, de producción y reproducción del orden político y económico tanto en el plano nacional como en el de las relaciones regionales e internacionales. La violencia se ha convertido en el modelo básico de control social y de control geopolítico. La violencia tiene una economía política que le es propia, y un imaginario social que la justifica. Es el paradigma de configuración de las guerras: la “guerra contra el enemigo interno” con su doctrina de seguridad nacional heredada de la “guerra fría”, la “guerra contra el terrorismo” superada la “guerra fría”, la “guerra contra el narcotráfico” fallida y perdida, pero útil para mantener la ideología de la guerra permanente. Tenemos un orden violento que ha configurado un bloque de poder con un fuerte componente militar, y con un componente civil militarista y proclive incluso al paramilitarismo.

 Por esa razón, la alusión pública a un hecho que como pocos ilustra ese régimen de violencia generalizada, la afirmación de que en nuestro país se ha perpetrado, y se sigue perpetrando, el genocidio suscita reacciones de rechazo vehemente en las esferas del bloque de poder. En este escrito busco demostrar que esa conducta negacionista es controvertida no solo por la realidad fáctica de procesos de exterminio sistemático practicados contra determinados grupos, sino por sentencias y decisiones que dan forma jurídica al reconocimiento de este aspecto sustancial de la verdad de lo acontecido en nuestra historia contemporánea.

Colombia presenta un complejo cuadro de procesos genocidas contra grupos políticos, pueblos indígenas y movimientos sociales, cuyo reconocimiento jurídico es cada vez más amplio.

El reconocimiento del genocidio es probablemente el aspecto más difícil del esclarecimiento de la verdad sobre crímenes masivos cometidos en cualquier sociedad. Representa la aceptación de un nivel de violencia extrema, pues muestra la voluntad de acabar por la fuerza con categorías de seres humanos dentro de una nación, o incluso con pueblos y naciones enteras. Solo un crimen que pueda aniquilar a la humanidad como tal está por encima de este tipo-límite de crímenes contra la humanidad. Se trata de una modalidad criminal que persigue más allá de la muerte selectiva o indiscriminada de individuos, mutilar al género humano de una parte de su diversidad: eliminar en forma total o parcial a grupos diferenciados por su nacionalidad, origen étnico, convicciones religiosas o políticas.

En el caso colombiano no se ha podido llegar aún a la aceptación plena de la existencia del genocidio, bien sea como parte de la violencia del conflicto armado o como parte de la violencia general. No obstante, difícilmente se puede desconocer que en el país -en especial en sus zonas rurales- se han cometido toda clase de actos criminales durante períodos prolongados, y que hay poblaciones y grupos que han sido afectados -bien sea en forma sucesiva o simultánea- por tipos de accionar provenientes de distintos actores.

Existe un efecto acumulativo de la violencia prolongada sobre las colectividades. Uno de los hechos que me ha impactado en la experiencia de documentar y denunciar casos de personas u organizaciones víctimas es la constatación de que la mayoría de sus testimonios revelan que han sido objeto de varias formas de ataque, abuso y ultraje en diferentes momentos. En muchos de esos casos la violencia primigenia ha dado origen a otras, especialmente cuando las personas, comunidades, organizaciones y movimientos sociales víctimas asumen la decisión de exigir justicia, reclamar tierras despojadas, y ejerce formas de resistencia política. De ahí que la genealogía de los crímenes perpetrados, su correcta tipificación, la relación que guardan las cadenas criminales es un aspecto esencial de la tarea de explicar lo ocurrido del modo más completo posible, y de evitar toda forma de negacionismo e impunidad.

Aunque en Colombia no se han presentado procesos de exterminio en escalas similares a las de genocidios sancionados en el contexto internacional, se puede constatar que ese cuadro de criminalidad compleja de colectividades étnicas, sociales y políticas ha tenido con frecuencia como resultado no solo la eliminación de muchos de sus dirigentes e integrantes, sino su exterminio total o parcial[1]. Por eso, la normatividad vigente en el país incluye en la definición del concepto de genocidio, a diferencia de los tratados internacionales, la aniquilación de grupos políticos[2]. En la legislación nacional, entonces, hace parte del genocidio intentar destruir o destruir total o parcialmente un grupo por razones políticas e intentar ocasionar u ocasionar la muerte a sus miembros por razón de su pertenencia al mismo. La realidad factica e histórica ha tenido que traducirse, por lo tanto, en una realidad normativa que la expresa.

 A ese respecto, la Corte Constitucional señaló: “La incriminación de la conducta sistemática de aniquilación de un grupo político, mediante el exterminio de sus miembros, encuentra pleno respaldo en los valores y principios que informan la Constitución Política de 1991, entre los que se cuentan la convivencia, la paz y el respeto irrestricto a la vida y a la existencia de los grupos humanos, considerados como tales, con independencia de su etnia, nacionalidad, credos políticos, filosóficos o religiosos”[3].

La primera decisión oficial en nuestro país en la que se tipificó como genocidio una conducta criminal fue la matanza de menores pertenecientes a un grupo social en la ciudad de Medellín, en diciembre de 1992, suceso en el cual la Procuraduría Delegada para la Defensa de los Derechos Humanos, sancionó disciplinariamente a funcionarios de la Policía Nacional como responsables de genocidio[4].

Una discusión actual que atañe por ejemplo al asesinato sistemático de personas que ejercen liderazgo social y comunitario en las zonas rurales, es si se puede declarar que el genocidio se comete también contra otros grupos humanos, aún cuando ellos no estén incluidos en la descripción típica original. De esta clase de hechos hace parte, por ejemplo, la agresión constante contra las organizaciones sociales campesinas y sindicales que ha conducido a su exterminio gradual.

Según lo ha documentado el Centro de Investigación y Educación Popular, CINEP: “[l]as violaciones al derecho a la vida, a la integridad y a la libertad personal perpetradas contra integrantes o líderes de las organizaciones o comunidades campesinas han tenido tal impacto colectivo, que debilitaron la representación política del campesinado y la posibilidad de defender sus derechos e intereses comunitarios. El asesinato o desaparición selectiva de líderes campesinos impidió el surgimiento de nuevos líderes y obstaculizó la subsistencia de una estructura organizativa fuerte que tuviera incidencia en las decisiones relativas a los derechos de esta población tanto en el ámbito local como nacional. Hubo debilitamiento de las asambleas, juntas y otras modalidades de gobierno local y se impidió la representación política en el orden nacional debido a las restricciones a la libertad de asociación y las violaciones al derecho a la vida presentadas en el marco del conflicto armado”[5].

Vale recordar algunos de los casos en que se ha documentado procesos de exterminio de organizaciones campesinas y sindicales: la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC; la Comunidad de Paz de San José de Apartadó; la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria, FENSUAGRO; la Asociación Nacional Sindical de Trabajadores y Servidores Públicos de la Salud, ANTHOC; la Marcha Patriótica, la Unión Sindical Obrera, USO, entre muchas otras. Estas asociaciones han sido víctimas por décadas de toda clase de crímenes que incluyen asesinatos, desapariciones forzadas, exilios, detenciones y judicializaciones arbitrarias. Tales crímenes se han practicado desde las Fuerzas Militares, con la participación de grupos paramilitares, de compañías multinacionales, o en medio del fuego cruzado de la confrontación con grupos armados insurgentes[6].

De igual forma, la existencia del 70% de los pueblos indígenas de Colombia está en peligro: de los 102 que hay actualmente, 31 están en inminente riesgo de desaparición por su fragilidad demográfica, y otros 39 están al borde de la extinción cultural o física. Ese proceso de exterminio se ha producido como resultado de múltiples alteraciones, interrupciones e intentos de administrar la vida indígena, asesinatos, confinamientos, amenazas, masacres, militarización e incursiones militares, paramilitares y guerrilleras en sus territorios, desplazamientos forzados, e intervención de proyectos de exploración y explotación de riquezas mineras y recursos petroleros[7]. Según el Auto 004 de 2009 de la Corte Constitucional, los pueblos indígenas de Colombia están en riesgo de extinción cultural o física por causa del conflicto armado interno, y han sido víctimas de gravísimas violaciones a sus derechos fundamentales individuales y colectivos, todo lo cual ha repercutido en situaciones de desplazamiento forzado individual o colectivo[8].

No obstante, el caso de genocidio paradigmático en Colombia ha sido el proceso de exterminio llevado a cabo por décadas contra dos organizaciones políticas: el Partido Comunista Colombiano, PCC, y el movimiento Unión Patriótica, UP, genocidios que se inscriben en la historia de otros actos de violencia y persecución contra colectividades políticas, como es el caso del movimiento gaitanista o de la organización A Luchar.

En el caso del PCC sus miembros y dirigentes han sido víctimas de un proceso que este partido define como “genocidio político continuado y extendido”, que se ha presentado desde su origen, en 1930, hasta el día de hoy y que incluye las agresiones de las que ha sido blanco su organización juvenil, la Juventud Comunista de Colombia, JUCO. Según los informes que han entregado esas organizaciones al Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de No Repetición, por décadas han sido sometidas a toda clase de violencia sistemática y generalizada que incluye el asesinato de sus integrantes y dirigentes, la desaparición forzada, las masacres, la tortura, la realización de actos dinamiteros contra sus sedes políticas, el exilio, la ejecución de permanentes operaciones de inteligencia ilegal, la censura de su órgano de prensa -el períodico Voz-, la ilegalización por largos períodos, la privación de personería jurídica, las campañas oficiales y no oficiales de estigmatización, la ejecución de procesos judiciales arbitrarios, entre otras persecuciones[9].

Tales actos, que siguen en la impunidad, se han realizado en forma planificada y organizada, y han tenido una ideología de exterminio que ha instigado permanentemente, en distintas esferas de la sociedad, la acción genocida y que pone al descubierto la intención de acabar con la formación política. La ideología anticomunista ha hecho parte de la “doctrina del enemigo interno” que ha sido la fuente de formación de la oficialidad y de los miembros de las Fuerzas Militares y de Policía, y que ha hecho parte de la ideología de la criminalidad estatal en Colombia[10].

Muchas de las víctimas del genocidio contra el PCC son también víctimas del genocidio contra la UP. Este último movimiento ha sido objeto de una acción planificada contra miles de sus integrantes, dirigentes, candidatos presidenciales, representantes en corporaciones públicas, familiares de quienes hacían parte del movimiento, simpatizantes; un proceso que se ha desplegado bajo un diseño estratégico que ha ido dándose en el tiempo de tal forma que llegó al punto del llamado “golpe de gracia” contra su núcleo dirigente, y que se desarrolló luego contra los sobrevivientes de las fases más intensas de la agresión. El exterminio de los sobrevivientes es demostrativo del daño letal que se buscaba infligir a la formación política[11].

Al presentar el caso Nº 11.227 ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (caso colectivo del exterminio contra la UP, cuyos peticionarios son la Corporación Reiniciar y el propio movimiento político) la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, caracterizó de la siguiente forma lo acontecido: “El caso se relaciona con las sucesivas y graves violaciones de derechos humanos cometidas en perjuicio de más de 6.000 víctimas integrantes y militantes del partido político Unión Patriótica en Colombia a partir de 1984 y por más de 20 años. Estos hechos fueron calificados como un exterminio en el informe de fondo y se estableció que los mismos alcanzaron una gravedad y magnitud inusitadas. Los hechos involucran desapariciones forzadas, amenazas, hostigamientos, desplazamientos forzados y tentativas de homicidio en contra de integrantes y militantes de la UP, perpetrados tanto por agentes estatales como actores no estatales con la tolerancia y aquiescencia de aquellos. Por ello, la CIDH determinó la responsabilidad del Estado en sus dimensiones de respeto y de garantía. […]

Por otra parte, la Comisión determinó que ciertas víctimas del caso fueron sometidas a criminalización infundada o uso arbitrario del derecho penal y torturas, en el marco de varios casos, por lo que concluyó que el Estado violó los derechos a la libertad personal, a las garantías judiciales, a la honra y dignidad y a la protección judicial. Asimismo, la CIDH concluyó que el Estado violó los derechos políticos, la libertad de pensamiento y de expresión, libertad de asociación y el principio de igualdad y no discriminación, en virtud de que el móvil de las graves violaciones de derechos humanos, del exterminio y de la persecución sostenida en contra de las víctimas fue su pertenencia a un partido político y la expresión de sus ideas a través del mismo.
La Comisión también dio por probado que las víctimas del presente caso fueron constantemente estigmatizadas a través de declaraciones de funcionarios públicos y actores no estatales, incluyendo calificativos como terroristas, o brazo político de las FARC, estigmatización que tuvo un efecto en la grave violencia desatada en su contra, por lo que determinó que el Estado violó su derecho a la honra y dignidad”[12].

En un texto que publiqué hace algún tiempo, caractericé la periodización del genocidio contra la UP en cuatro fases: i) los antecedentes del genocidio; ii) la fase de debilitamiento de todas las estructuras organizativas y políticas del movimiento (1984 -1992); iii) la fase del ‘golpe de gracia’ y de la normalización del genocidio (1992 – 2002), y iv) el exterminio de los sobrevivientes (2002 – 2014). Hoy debo agregar una quinta fase, ya no del genocidio, sino que ha hecho parte de la respuesta de las víctimas: la resurrección del movimiento político que ha tenido lugar en estos últimos años[13].

En la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso del asesinato de mi padre, el senador de la República Manuel Cepeda Vargas, se hace una definición clara de la intencionalidad que ha tenido el proceso de exterminio, al establecer que existió una relación directa entre el apoyo electoral de la UP y el homicidio de sus militantes y dirigentes en regiones “donde la presencia de este partido fue interpretada como un riesgo al mantenimiento de los privilegios de ciertos grupos”.

En la misma sentencia se muestra también cómo existe la definición del ataque contra la UP como sistemático en diversas instancias nacionales e internacionales: “la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos se refirió a las ejecuciones de militantes de la UP como ‘sistemáticas’; el Defensor del Pueblo calificó a la violencia contra los dirigentes y militantes de ese partido como ‘exterminio sistematizado’; la Corte Constitucional de Colombia como ‘eliminación progresiva’; la Comisión Interamericana como ‘asesinato masivo y sistemático’; la Procuraduría General de la Nación se refiere a ‘exterminio sistemático’, y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación como ‘exterminio’”. Además en la sentencia internacional del caso Cepeda se dictamina que quedó probado que al senador del PCC y la UP lo asesinó una estructura organizada compuesta por militares y paramilitares de distintos niveles, que actuaron concertadamente[14].

La definición explícita del proceso de exterminio de la UP como genocidio aparece en al menos dos decisiones de tribunales colombianos. La Corte Suprema de Justicia a través de la Sala de Casación en la sentencia sobre la responsabilidad de César Pérez García en la masacre ocurrida en Segovia, Antioquia, el 11 de noviembre de 1988, afirma que los múltiples delitos por los cuales se acusaba al excongresista  (homicidio múltiple agravado contra la vida de 44 personas, atentado contra la integridad física de 32 personas y concierto para delinquir) se encuadran en la definición del crimen de genocidio con relación a la colectividad política a la que pertenecían las víctimas[15].  Asimismo, una sala de la Jurisdicción de Justicia y Paz al examinar el accionar paramilitar del llamado Bloque Bananero de las Autodefensas Unidas de Colombia, en cabeza de su jefe Hébert Veloza García, señaló que existió “la intención de destruir el grupo político de la Unión Patriótica, lo que se puede conocer como una expresión clara de genocidio de carácter político”[16].

 No obstante, el capítulo más significativo de la historia del genocidio contra la UP es el hecho de que a pesar del proceso de destrucción sistemática soportado por décadas, desde el año 2014, y en relación con el proceso de paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC-EP, se ha producido su resurrección a la vida política caracterizada, entre otras circunstancias, por la recuperación de su personería jurídica, la reconquista de su representación parlamentaria con la elección al Senado de su figura más emblemática, Aída Avella, la elección de concejales en 2019, y el paulatino despertar de la conciencia social sobre el significado que ha tenido la cuota de sacrificio y persecución que ha tenido que pagar este movimiento para mantenerse en la vida política.  Se trata de la derrota histórica del proyecto de aniquilar la fuerza y las ideas políticas que ha representado este proyecto de transformación social[17].

*****

De todo lo anteriormente expuesto con relación a la perpetración de genocidios en la sociedad colombiana apunto algunas conclusiones básicas: 

La existencia de la violencia como un modelo de organización, producción y reproducción del orden político por un período de tiempo prolongado y continuo (más de siete décadas en nuestra historia más reciente) implica que las acciones criminales no solo hayan estado dirigidas contra individuos, sino también contra organizaciones, comunidades y movimientos. Esa inferencia es posible al constatar tanto la intención de destruir sujetos colectivos (movimientos sociales, pueblos indígenas, organizaciones de oposición política), como también los efectos acumulativos que tiene en el tiempo la violencia ejercida contra grupos que han estado en escenarios territoriales o sociales de la violencia prolongada.

Por eso es carente de sentido la discusión cíclica que se da en el país sobre el carácter sistemático de las prácticas criminales que han tenido un carácter permanente, y que si bien pueden tener expresiones diferenciadas en diversos períodos se presentan bajo los parámetros de la violencia estructural que opera en forma sistemática.

Los procesos genocidas se dan en un régimen definido como democrático, pero con un carácter marcadamente militarista, que tiene en su seno un conflicto armado de larga duración, el desarrollo simultáneo de diversas “guerras” y formas de violencia, la utilización frecuente o permanente de estados de excepción y la suspensión de derechos y libertades civiles, así como el diseño de políticas de seguridad, y de modelos de intervención territorial que asumen formas dictatoriales en el contexto del Estado nacional[18].

La existencia de prácticas genocidas permanentes y estructurales también da cuenta de la enorme capacidad resiliente en los sujetos colectivos que han soportado el impacto de esa violencia; capacidad que ha permitido en algunos casos no solo la supervivencia de esos grupos a lo largo del tiempo, sino también su resurrección política y social, como lo ilustra el caso de la Unión Patriótica.

La cuestión de los genocidios y su interpretación está en el centro del debate sobre la legitimidad del régimen político. El proceso de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición que exigen las víctimas sobrevivientes de los procesos de genocidio forma parte de la transformación del sistema político colombiano en un sistema realmente democrático, y en un orden político de carácter no violento.

* Defensor de derechos humanos y de la paz, senador de la República.

[1] Las normas nacionales y los tratados internacionales no definen una cantidad mínima de víctimas para tipificar un delito como genocidio. Según el Estatuto de Roma ni siquiera se requiere que existan muertes, pues incluso el intento de o la instigación al genocidio son objeto de persecución penal.

[2] A diferencia de lo preceptuado en el derecho internacional por medio de la Convención sobre la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio (1948) que excluye a los grupos políticos, la tipificación del delito de genocidio en Colombia sí los incluyó (Ley 599 de 2000, artículo 101 del Código Penal).

[3] Corte Constitucional, Sentencia. C-177 de 2001, M.P Dr. Fabio Morón Díaz, 2001.

[4] Jairo Elbert González Rodríguez, Instigación al genocidio en el Estatuto de la Corte Penal Internacional. Visión desde el derecho penal colombiano, enero de 2013, disponible en: <https://repository.usta.edu.co/bitstream/handle/11634/3556/Gonzalezjairo2013.pdf?sequence=1&isAllowed=y>.

[5] Juan Giraldo et al, “Campesinado y Reparación Colectiva en Colombia. Documento de Debate”. Elaborado con el apoyo de CINEP, 2015. Disponible en: http://biblioteca.clacso.edu.ar/Colombia/cinep/20161026013238/20150903.campesinadoyreparacion.pdf.

[6] La ANUC se encuentra en un proceso de documentación de todas las agresiones que ha padecido en el marco del conflicto para presentar un informe ante la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, en busca de la apertura de un caso por razón del sujeto víctima. Por su parte, la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, de la mano de CINEP, ha documentado sus agresiones como un proceso de genocidio (ver: https://www.cinep.org.co/publicaciones/PDFS/20190202_Casotipo13.pdf).

[7] “Esto representa la pérdida de 70 formas de ver, entender y concebir el mundo. Una pérdida irreparable a los ojos del Estado Social de Derecho, que ni las mismas leyes, decretos, autos y políticas públicas ‘diferenciales’ han logrado parar el Genocidio”. Óscar David Montero De La Rosa, “Genocidio Indígena en Colombia: Tiempos de Vida y Muerte”, 14 de agosto de 2019, recuperado en: https://www.onic.org.co/comunicados-onic/3122-genocidio-indigena-en-colombia-tiempos-de-vida-y-muerte.

[8] El desplazamiento forzado es sin duda un crimen que puede hacer parte de un proceso genocida, pues se constituye en el acto de privar la colectividad de una condición básica para su existencia. Como se sabe, los pueblos indígenas tienen una relación simbiótica con los territorios donde habitan.

[9] La vida de mi padre, Manuel Cepeda Vargas, senador por el PCC y la UP, asesinado el 9 de agosto de 1994, fue una larga sucesión de esa clase de persecuciones. A mediados de la década de 1960, por ejemplo, fue llevado a prisión por un año acusado del “delito” de ser “agitador comunista”. Su defensa consistió, entre otros argumentos, en que la acusación se basaba en un tipo inexistente en el Código Penal.

[10] Partido Comunista Colombiano, Banderas rojas en vuelo libertario, Informe del Partido Comunista Colombiano PCC y la Juventud Comunista Colombiana JUCO, ante la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, CEV, Bogotá, julio de 2020. Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, Genocidio político continuado contra el PCC y la JUCO, con el apoyo del Centro Internacional para la Justicia Transicional y la Embajada de Noruega.

[11] Durante más de tres décadas, las víctimas sobrevivientes de la UP han demandado al Estado colombiano el reconocimiento de lo ocurrido como un genocidio. Al elaborar su informe sobre este caso, el Centro Nacional de Memoria Histórica como reconocimiento a este reclamo decidió conservar en el título del informe la caracterización de genocidio: Todo pasó frente a nuestros ojos. El genocidio de la Unión Patriótica, 1984 – 2002.

[12] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, “CIDH presenta caso sobre Colombia ante la Corte IDH”, 25 de julio de 2018, recuperado en: https://www.oas.org/es/cidh/prensa/comunicados/2018/162.asp.

[13] Iván Cepeda Castro, “Genocidio político: el caso de la Unión Patriótica en Colombia”, Revista CEJIL, Año I, No. 2, septiembre de 2006, pp. 101 – 112.

[14] Corte IDH, 2010, Caso Manuel Cepeda Vargas vs Colombia, sentencia del 26 de mayo de 2010, Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas, párrafos 75-77, 81.

[15] Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, sentencia del 15 de mayo de 2013, proceso Nº 33118, procesado: César Pérez García, Única Instancia, p. 5.

[16] Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz, Sentencia en el caso Hérbert Veloza García, Rad. 11-001-60-00 253-2006 810099,30 de octubre de 2013.

[17] Consejo de Estado, Sala de consulta y servicio civil, Consejero ponente: William Zambrano Cetina, 1° de abril de 2014, Radicación número: 11001-03-06-000-2014-00044-00(2202).

[18] Vale en este punto recordar las definiciones de las “democracias asesinas”, como las denomina Yves Ternon, o “democracias genocidas”, como las llama el sacerdote Javier Giraldo. Yves Ternon, L’innocence des victimes, Ed. Desclée de Brouwer, Paris, 2001, p. 26. Javier Giraldo, S.J., Colombia: esta democracia genocida, <www.javiergiraldo.org>, 1994.

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