Por: Heidy Sánchez Barreto/ Twitter: @Heidy_UP
Desde el día 9 de septiembre la ciudadanía bogotana salió a manifestar su indignación por un caso más de abuso policial dentro de una larga fila que se acumula en los anaqueles de la impunidad. Es la explosión del pueblo contra un cuerpo de Policía que lo reprime injustificadamente y que muchas veces lo extorsiona para poder obtener el sustento diario. En este caso, el detonante fue el asesinato del ingeniero y abogado Javier Ordoñez a manos de uniformados de la Policía Nacional que lo torturaron con un arma eléctrica y posteriormente con golpes hasta llevarlo a la muerte. Si bien los hechos son materia de investigación por parte de las autoridades pertinentes, las evidencias fílmicas, ampliamente conocidas por la ciudadanía, son contundentes. Asimismo, el informe de Medicina Legal da cuenta de 9 fracturas en el cráneo.
La población hastiada del actuar de una institución que, en vez de cumplir su deber misional de proteger los derechos de la ciudadanía, los viola sistemáticamente, ha salido a demostrar su descontento ante la gota que rebasó el vaso, lo que demuestra que, contrario a lo que sostiene el Ministro de Defensa, la Policía no es una institución “querida por los ciudadanos” sino que le asiste una profunda ilegitimidad por cuenta de sus acciones.
Estas actuaciones obedecen al ADN de lo que las élites han hecho con dicha institución, de ser un cuerpo civil armado en procura de la seguridad y la convivencia ciudadana, la Policía fue adecuada como un cuerpo político de represión, militarizado, dependiente de la política de defensa del Estado y permeado por la doctrina del enemigo interno importada desde los EE.UU. Es en virtud de esta concepción belicista y contrainsurgente que sus miembros son entrenados y educados para ubicar al pueblo colombiano como el enemigo frente al que hay que demostrar una superioridad que no deje posibilidad alguna a la desobediencia y al que hay que aplastar en caso de que ejerza su derecho a la movilización, en la medida en que este ejercicio es entendido como un connato de rebelión popular, principal preocupación de la institución desde hace décadas. Es de ahí que proviene el sistemático abuso de poder.
Por eso es que hechos como los que vienen ocurriendo, en los que, en medio de la indignación y la movilización social, la Policía responde con un despliegue de violencia que dejó tan solo en la noche del 9 de septiembre, 7 civiles muertos y 248 heridos ( 58 de estos con arma de fuego) o el asesinato de Javier Ordoñez que motivó la protesta, no son hechos aislados, no es el actuar de algunas “manzanas podridas” sino un reflejo de ese ADN guerrerista que hay que eliminar por completo. Lastimosamente, para la noche del viernes 11 de septiembre ascendió a 13 la cifra de víctimas mortales en las jornadas de protesta contra la brutalidad policial en Bogotá y Soacha, entre ellas: Julieth Ramírez, Marcela Zúñiga, Angie Baquero, Alexander Fonseca, Germán Puentes, Julián González, Cristián Hernández, Andrés Rodríguez, Fredy Maecha y Cristian Meneses.
Ante esto, la alcaldesa Claudia López promovió un acto de “perdón y reconciliación” este domingo, no obstante, es inconcebible la reconciliación entre la Ciudadanía y la Policía cuando la institución no ha aceptado su responsabilidad por los 13 asesinatos y los múltiples heridos, no se ha comprometido a la no repetición de la violencia contra la ciudadanía y tampoco ha reconocido que existe un problema de raíz en la Policía Nacional. Un acto protocolario de reconciliación, en el que los victimarios no tienen la mínima intención de ser perdonados, simplemente es un paso a la impunidad desde la palabrería. Acto que de manera irónica terminó en la represión por parte de miembros de la Fuerza Disponible de la Policía y el ESMAD al atacar la movilización que se desarrolló de manera tranquila en horas de la tarde, dejando varias personas detenidas.
Para que exista verdadera reconciliación, debe haber verdad, justicia, reparación y no repetición, que se enmarca en una reforma estructural a la Policía, si de lo que se trata es de construir una sociedad en paz y reconciliada. Así pues, con el dolor que nos asiste debido a las muertes causadas, en vez de pretender soluciones para establecer una “forma correcta de protestar” o las órdenes de aumento del pie de fuerza y la militarización de la ciudad, hacemos un llamado a la solución de fondo del problema.
Si la intención es que cese la protesta hay que solucionar sus causas, en este caso, impulsar desde todas las instancias una reforma estructural de la Policía Nacional, empezando por la renuncia en su cúpula que tiene responsabilidad, pero trascendiendo a la implementación completa del punto 2 del acuerdo de paz para que lo que ocurrió durante esa semana nunca se repita. Asimismo, proponemos que la Policía como cuerpo civil armado destinado a la garantía de la seguridad ciudadana, esté adscrita al Ministerio del Interior y no al Ministerio de Defensa. Del mismo modo, la Policía debe ser excluida del fuero penal militar para que sea la justicia ordinaria la que la pueda juzgar.
Igualmente, consideramos debe ser abolida la doctrina de seguridad nacional y del enemigo interno fortaleciendo la formación en derechos humanos y garantizando el acceso a educación superior para la fuerza pública. También consideramos necesario el desmonte del ESMAD y del uso de las armas de letalidad reducida para el manejo de la protesta social, fortaleciendo la capacitación y la labor civil de la Policía.
Por otro lado, es necesario establecer un efectivo mecanismo de participación y veeduría ciudadana sobre el actuar de la Policía a todos los niveles, con medidas celeras y efectivas frente a las denuncias que se interpongan y, finalmente, consideramos se debe diseñar un mecanismo de selección y reclutamiento en el que las evaluaciones psicológicas y la búsqueda de antecedentes nutran la institución de personas que tengan la empatía y el servicio (no la agresividad o la imposición) como eje central de la carrera.
El perdón y la reconciliación solo serán posibles con una reestructuración de la Policía, en función de la paz y no de la muerte.
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