viernes, diciembre 6

La mujer a la que los paramilitares le desaparecieron a un hijo y le mataron al otro

Esta es la crónica de una mujer a la que los paramilitares afines a Álvaro Uribe le desaparecieron un hijo y le mataron al otro, una historia desgarradora que se repite a diario en Colombia. El escrito es la continuación de El Dinosaurio bueno y la Jirafita rota.

Por Urías Velásquez / twitter @UriasV

Que te maten el papá tiene que ser una cosa muy dura, que lo hagan en frente –y, encima, cuando apenas tienes nueve años- una tortura infinita, profunda, indescriptible. La historia de Moly conmueve y arranca lágrimas. Yo, sin embargo, y durante nuestras entrevistas en zoom, me tengo que controlar, soy el periodista y, en lo posible, no debo dejar que mi sentir afecte al relato.

Así que de cuando en cuando recurro al silencio, paso un trago de saliva con esfuerzo y me estremezco. Pero hay un punto  en que simplemente no resisto y me quiebro… por fortuna, jamás hago ruido cuando lloro, simplemente apreto los labios lo más que puedo y dejo que las lágrimas voluminosas se desprendan. Después, me seco sin pañuelo, con una sola mano bien abierta, ambos ojos al tiempo.

Moly, sin embargo, se percata y para en seco, espera, después y cuando es momento continúa:

—Lo mío fue una tragedia, es cierto, pero lo de la abuela… sinceramente no encuentro palabras para describirlo. Es que eso que le desaparezcan un hijo y después le asesinen al otro debe ser muy duro, durísimo, un dolor tan intenso que ni siquiera la muerte alcanza como consuelo. Si, Urías, mi abuela sufrió en extremo…

Ahora la que llora es Moly, yo espero y pienso que esta historia desgarra el alma, muele por dentro, pero que infelizmente ‘es el pan de cada día’ en esta Colombia enferma de violentos que abundan: el Estado con sus diversas fuerzas de seguridad: ejército, policía, fiscalía; las guerrillas, el narcotráfico, los paramilitares, la delincuencia común y -como no-  sus defensores de oficio, el periodismo prepago de RCN, Caracol, El Tiempo, BluRadio, Red+, La Revista Semana, entre otros.

Máquinas de la muerte que todos los días fabrican viudas, huérfanos, padres y madres a los que les matan sus hijos. Estos últimos a los que ni siquiera los doctos filólogos de todos los tiempos han podido asignar un vocablo que los describa luego de haber perdido a un hijo o hija.

Entonces Moly que es indestructible reanuda el relato:

—Después que desapareciera Alexander, sobre la familia entera un manto de desesperanza se posó. La abuela desesperada se escapó a Girardot donde vivía la tía Lucía. Allí -dicen que- por momentos, el dolor de la pérdida le hacía perder la razón: metía la ropa después de secada al sol en la nevera. Las ollas y la loza las distribuía por toda la casa y el mercado lo empacaba en cajas de cartón que luego guardaba de tal manera que resultaba imposible hallarlo. Pero el amor es fuerte y, al final, los cuidados y esmero de la hija terminaron por curarla.

Dicen que, en cambio, su reacción posterior al asesinato de papá, años más tarde, fue completamente diferente: pasaba los días y las noches en soledad arreglando y desarreglando la pieza de los ausentes: mis muñecas huérfanas también le servían de excusa para inventar oficios que la mantenían ocupada: las sentaba, las paraba, las peinaba, les cambiaba la ropa que lavaba y planchaba. Sacaba todos los libros de mi papá del armario y uno por uno, con una servilleta roja, los limpiaba y ordenaba: por tamaños, en orden alfabético, por colores, a algunos de esos también los leía, porque ha de saberse que la abuela desde siempre fue una gran lectora.

Hay una historia en la vida de mi abuela que la retrata perfecto, su temperamento, su fuerza, su esencia: un día le comenzó una tembladera rara, ya desde hacía algunas semanas que las cosas recientes se le olvidaban y tenía mucha dificultad sobre todo para recordar los nombres, pero ella que nunca se enfermaba de nada evadió lo más que pudo al médico.

Infelizmente, la cosa rápidamente se fue complicando: hasta que llegó al punto que la abuela simplemente no sabía lo que había ocurrido en el instante anterior: literalmente y cuando se paraba bajo el marco de una puerta confundía si estaba saliendo o entrando. Finalmente, el tío Eliécer, que vivía con ella no admitió más evasivas y la llevó al hospital. Después de una consulta exhaustiva el cariacontecido especialista le tomó las manos y le dijo:

—Mi señora, me temo que no le tengo buenas noticias, los suyo es un Alzheimer agresivo.

Pero contrario a lo que todos podrían suponer, Charito no se entristeció o puso cara de preocupación, sino que más bien sonrió, una sonrisa que le salía desde adentro, desde lo más profundo de su ser, ya para el momento convertido en un hermoso y tierno acordeón de piel arrugada y huesos curvos y doblados por los años, pero principalmente por los sufrimientos:

—¿Por qué te ríes? – algo desconcertado preguntó el médico, e insistió- ¿Acaso no entiendes las implicaciones del diagnóstico?

La abuela lo miró a los ojos y sin soltarlo de las manos, más bien, por el contrario, apretándolas aún más, exclamó:

—Ay doctor es que mi Diosito se acordó de mí. Si doctor, mi Diosito me ha escuchado, porque y dado que olvidaré los recuerdos en orden contrario a los acontecimientos, en algún momento, esta enfermedad me permitirá recordar a mi Alexander y a mi Luis pero sin saber que me los mataron, que me los arrebataron sin razón y sin motivo.

Tanto al médico como al tío la dotación de palabras se les agotó en ese momento y con lo único que pudieron responder fue con abrazos tiernos y un llanto de esos que secan la boca y hacen que cualquier sabor se torne amargo intenso.

De ahí en adelante y con la ayuda del tiempo la situación mutó en tragicomedia cada que la abuela se encontraba con alguna amiga o conocida y, entre olvidos, le relataba la premura que tenia de que el alzheimer avanzara y, por fin, se borrara de su mente la calamidad y la tragedia de haber perdido dos hijos .

Entonces un día cualquiera  se hizo el milagro. Y, como suele suceder cuando la tragedia es tan inconmensurable, la lógica de las cosas se invirtió y, de repente, el hecho fatídico y lamentable de la enfermedad incurable se tornó en remedio, en remedio para el alma, en remedio para una anciana a la que ya no le quedaban esperanzas:

Aún no había ‘cantado’ el gallo, cuando la abuela, después de despertar, bajó de la cama, se calzó sus chanclas, se acomodó la piyama, con decisión se acercó a la pared y tomó un cuadro, el de la foto de nuestro Luis, cuidadosamente le limpió el vidrio pero principalmente el marco que contenía un polvo grueso y añejo de ese que solo suele nacer en la casa de los viejos, luego, besó al hijo, lo arropó con su pecho y mientras avanzaba para meterse en la cama de nuevo –porque ahora creía que era de noche- pronunció la frase que serviría de prueba irrefutable de que el prodigio se hacía cierto: “mi Luisito, ojalá hoy no llegues tan tarde, porque la comida se te va a enfriar”.

Dice la prima que ese día dormía con la abuela, que el rostro de Charito era de tanta alegría que ella prefirió no dañar el momento y de un solo bocado se tragó la verdad por completo y solo dijo:

—abuelita, recuéstese, duerma tranquila, que cuando llegue mi tío yo me levanto y le caliento la comida.

Pero el alzheimer no solo trajo cosas buenas, también otras que hicieron más difícil la vida de la doliente, porque desde cierto enero la abuela dejó por completo de tejer sus tapetes de lana o las colchas de retazos con las que alguna vez nos había cobijado a todos, a los muertos y a los vivos.

Curiosamente, nunca se le olvidaron las rancheras que entonaba con tanta gracia: “el tiempo pasa y no te puedo olvidar, te traigo en mi pensamiento constante mi amor, y aunque trato de olvidarte cada día te extraño más, las noches sin ti agrandan mi soledad. A veces he estado a punto de irte a buscar”, dice la canción de Antonio Aguilar que a ella más le gustaba, pero no había nada que hacer porque a los muertos de Charito no había donde ir a buscarlos.

Sí, con canciones mi abuela vencía sus penas, pero sus músicas hacían sentir culpable al abuelo cuando los que oían le decían “que en lugar de casarse tan joven debió haber estudiado canto”. “¿Pero con qué plata?”, respondía Charito y mejor se iba a plantar las matas que fuera como fuera, sin agua, sin abono, crecían al calor de sus tonadas en abundancia y tamaño: yo siempre recordaré las dalias, los lamentos de los claveles rosados que el viento azotaba rompiendo sus pétalos, pero, por sobre todo, las orquídeas moradas que prosperaban como espuma y que la abuela no dejaba cosechar, porque, al igual que le sucedía con las gallinas, no le parecía que hubiera razón para acabar con sus vidas.

Poco a poco la abuela se fue deteriorando y de la recia mujer de estatura considerable fue emergiendo una viejita arrugada, de cabellos blancos a la que se le notaba el dolor en el rostro, en la mirada, en los hombros curvos que escondían su cabeza como si los dolores infringidos la estuvieran apachurrando. Fue cuando todos supieron que las cartas estaban jugadas y que el destino infalible impondría sus leyes.

Entonces la habitación se convirtió en refugio obligatorio porque un dolor intenso en la rodilla izquierda le impidió el desplazamiento  y cuando alguien la auxiliaba para que se sentara afuera a tomar el sol, ella lo agradecía con un gesto de resignación, pero nada decía, simplemente fijaba su vista, primero, al horizonte como esperando a alguien y, después, y cuando seguramente se cansó de esperar, al piso mientras su cabeza, manos y tronco se mecían de un lado para el otro, como si tuviera frio, o mejor aún, miedo. Pero jamás volvió a sonreír, los violentos que le mataron a sus hijos también le mataron las ganas de vivir.

Finalmente, el 14 de agosto del 2019, la abuela que todo lo había sufrido, en paz y recostada en la cama de un hospital, decidió cerrar los ojos y pasar a mejor vida, decidió irse a alcanzar a su Ovidio que tanta falta le hacía, a su Alexander que se había marchado sin despedirse y a su Luis del alma que últimamente tantas comidas le había dejado servidas.

Continuará…

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