Por: Gustavo Bolívar
Camilo Angó es hoy un próspero empresario de la marihuana en los Estados Unidos. Su infancia no fue fácil. Al morir su abuelo, el ex senador, exmagistrado de la Corte Suprema y ex Consejero de Estado, Héctor Martínez Guerra, su madre quedó muy desubicada. Las malas amistades terminaron arrastrándola al mundo de las drogas, sin importale que el mal ejemplo terminaría enlodando a su hijo, quien desde los 5 años tuvo problemas con sustancias de alto impacto.
Camilo empezó a consumir marihuana desde los 9 años y muy pronto se enroló en la pandilla de los Ñatos que operaba en el Barrio las Villas. Luego conformó el famoso combo de niños malos de estrato seis recordado como “los Bee gees” que se reunía por los lados de Bulevar Niza. Para entonces su madre ya había caído en el bazuco y la economía familiar se había venido a menos.
En su adolescencia empezó a consumir drogas más fuertes. Pero Camilo luchaba por no dejarse consumir y estudió ingeniería electrónica. Un día, tomó la decisión de recuperarse y descubrió que la única manera de hacerlo era alejándose de todo y de todos. Trató de convencer a su madre para que se fuera con él, pero no fue posible. Con dolor en su alma, partió solo hacia el Parque Natural Iguaque, en Boyacá. Allí, consiguió que un señor al que le decían “Pacho Caballos” le prestara una finca abandonada en Arcabuco, a cambio de ponerla a producir.
De la mano de la madre humanidad, las historias de Bochica y una voluntad férrea, montó una granja experimental y sembró quinua, amaranto, tomate, fresa, lechuga, curuba y cannabis con el que descubrió algo asombroso: La marihuana, tiene poderes neuroregeneradores y neuroprotectores. La hierba le disipaba el deseo de consumir otras drogas.
Le contó del descubrimiento al Padre Javier de Nicoló y se puso a trabajar a su lado en el Tuparro y luego en Guainía, con habitates de la calle. Cuál sería el asombro del padre al ver que sus muchachos empezaron a superar el consumo de bazuco fumando marihuana.
Asesoró a Gustavo Petro, cuando fue alcalde de Bogotá, para que los habitantes del Bronx aceptaran consumir marihuana en vez de Bazuco. También colaboró como asesor a la Comisión Primera del Senado en la elaboración del Proyecto de Ley que dio luz verde a la regulación de la marihuana medicinal en Colombia. Para entonces ya estaba casado y tenía dos hijas. Un día los intentaron secuestrar y hasta ahí les llegó la apuesta por el país. Se fueron a los Estados Unidos y para resumir el cuento hoy es un próspero empresario de la marihuana en el estado de California. Hasta hace pocos meses fue el director científico de una de las compañías más grandes de Cannabis de Norteamérica. Se independizó y ahora tiene tres empresas. Una en los Estados Unidos y tres en Colombia y como si fuera poco está haciendo una especialización en opioides en Harvard. Hoy repite con orgullo una especie de slogan de vida que reza así: “Mi recuperación se convirtió en una compañía.
La otra cara de la moneda
A finales del año pasado estuve en Tacueyo, Cauca. Hacía poco en las afueras de ese resguardo habían asesinado a la gobernadora Cristina Bautista y a 4 guardias indígenas dentro de una camioneta blindada. Los escoltas me acompañaron hasta Santander de Quilichao y me advirtieron que si quería ir hasta ese corregimiento tendría hacerlo solo porque ellos no se le medían a subir hasta allá”. Mi compañero Feliciano Valencia me consiguió varios guardias indígenas y nos fuimos. Un camino polvoriento, angosto y culebrero, siempre en ascenso, que a veces parecía interminable, nos condujo hasta esa tierra llena de historias, algunas violentas. Compensaba el desgastador viaje, el verde de las montañas que rodeaban el camino y, al fondo, el azul lejano del Macizo Colombiano.
A pocos kilómetros del casco urbano del corregimiento empezamos a ver cultivos de marihuana. Muchos, aunque pequeños. De repente nos encontramos, en sentido contrario con una camioneta de platón que cargaba unas 50 plantas de marihuana como si nada. Me sentí en otro país.
Al llegar, hice las tomas que necesitaba para un documental que pienso mostrar en la plenaria del Senado cuando estemos discutiendo el Proyecto de ley de regulación que presenté el año pasado y luego nos invitaron a tomar mogollas con gaseosa en la casa de uno de los cultivadores. Allí me enteré que una libra de marihuana, que en los Estados Unidos puede ser vendida, al menudeo por cinco mil dólares, aquí se la compran al indígena entre ocho y doce mil pesos, es decir, dos o tres dólares. El precio lo fija el narcotraficante. “Por eso usted nunca verá un indígena rico”, opina uno de nuestros contertulios.
Al caer la tarde, mientras miles de bombillas se encendían en las montañas aledañas, empecé a escuchar historias de persecuciones, líderes sociales asesinados, amenazas a familias enteras. Escuché muchos casos pero hoy, por espacio, solo les contaré el de la familia Hormiga, que puede ser hoy la historia de cualquier familia indígena obligada por el blanco a replegarse en las montañas improductivas.
Los Hormiga cultivaban Maíz pero el precio de importación, en virtud de los tratados de libre comercio bajó tanto, que la venta no le daba ni para los costos. Llegaban al centro de acopio y tenían que venderlo a como les dijera el intermediario. Luego cultivaron frutas, hortalizas, legumbres y nada les producía para vivir. En época de invierno la sacada del producto por carreteras precarias, podía tomarles hasta quince horas de ida y quince de vuelta. También cultivaban coca y marihuana con fines alimenticios y medicinales. Mientras lo cuentan se preguntan para justificar algo que hoy se volvió un pecado: ¿Cómo curar un dolor de muela si estamos a horas de un dentista?. ¿Con qué mitigar el hambre o un dolor de parto? ¿Con qué desinflamas un golpe o una fractura mientras trasladas a un enfermo siete u ocho horas por un camino de herradura?
La historia nos dice que los indigenas, por herencia y por genética se deben a las plantas independientemente de ideologias, teologías y de politicas publicas. Para ellos hay tres elementos innegociables, inamovibles: La fuerza de la naturaleza, la fuerza de los astros que los guian y la conexión con sus espiritus y el cuidado que deben darle a su historia. “Todo el que se aparezca pensando en esos tres elementos es mandado a desaparecer. “Te envenenan con fumigaciones y te atacan con las armas”, dice un gobernador nasa con el que estamos hablando.
Él mismo nos dice que todo cambió en los años 50 cuando apareció el blanco con carros y maletas repletas de plata en efectivo en busca de marihuana, una planta que si bien no es originaria de América, fue naturalizada por ellos y adoptada a su cosmovisión. Para esa época ellos no sabían que la marihuana se fumaba y lejos estaban de imaginar que a la coca se le podían mezclar químicos para volverla una droga maligna. Las usaban en infusiones o en aguas aromáticas.
Detrás del blanco traficante llegaron los militares, luego los guerrilleros y después los paramilitares. Entonces los indígenas se replegaron a las montañas más altas para salvar a sus hijos de la violencia, pero la violencia los persiguió hasta las montañas donde están hoy. Unos y otros conformaron bandas criminales, reclutaron a sus jóvenes y los hicieron levantar sus armas contra sus propios ancestros. Toda una desgracia.
Fue el caso de los Hormiga. Unos miembros de la familia se opusieron al negocio y los mataron. Otros le entraron al negocio y ahora purgan condenas en la cárcel. Otros se inscribieron en el programa de sustición de cultivos que resultó del proceso de paz y el gobierno no les cumplió. Ahora están destruidos. Todo porque el accionar del Estado se centra en el eslabón más débil de la cadena: Ellos. La guerra los está matando pero no quieren dejar a las generaciones venideras sin tierra. “Estamos dispuestos a todo” dicen con algo de rabia en sus corazones”.
“Cuando el narco te dice: siembra esto o te mato a tu mujer y me llevo a tus hijos y esta tierra queda para mí, no tienes opción” El Estado no te garantiza tener tu parcela en paz. Manda helicópteros, avionetas con glifosato, hombres del ESMAD a golpearte.
Si Camilo Angó hubiera nacido en el Cauca, si no hubiera emigrado a los Estados Unidos, hoy viviría el mismo dilema de muchos indígenas: sembrar o morir. Pero Camilo vive en un país donde ya entendieron que la marihuana no mata. Que mata más el delito conexo a su tráfico. Que mata más el dinero en poder del narcotraficante que en poder del Estado. Por eso la legalizan cada vez más estados y por citar un solo caso, California, ya recoge en impuestos casi dos mil millones de dólares. En total la marihuana mueve en todos los Estados Unidos 86 mil millones de dólares. Dos veces nuestras exportaciones de hidrocarburos. Solo en el primer año, el Estado de Colorado generó 18.000 empleos alrededor de la venta del Cannabis. La delincuencia ha disminuido en los estados que la han regulado y los niños ya no pueden adquirirla como cuando estaba prohibida, porque los dispensarios solo la venden a mayores de edad.
Si el lema de Duque es “paz con legalidad” debería empezar por legalizar la marihuana y convertir su “economía naranja” en una economía verde. Nos estamos perdiendo de un negocio impresionante, el negocio del oro verde, que podría salvar nuestra economía tan golpeada por la pandemia. Porque es inaudito, cavernícola, recalcitrante, que una planta que en Colombia genera muerte y violencia “oro rojo”, en otras latitudes esté generando riqueza y empleo “oro verde”.
Fin.
PDTA: Camilo Angó nos acompañará esta noche en el facebook live para la lectura de esta columna, para darnos de viva voz su testimonio. Los esperamos