Por Sebastian Sora
Me encuentro en el Bajo Cauca, ubicado al norte de Antioquia, colindando con el sur de Córdoba. Se puede llegar por carretera desde Medellín, aunque es mucho más cerca desde Montería, tal vez, por ello su gente cariñosa combina el empuje paisa con la amabilidad costeña. Es una tierra fértil en la que se da la palma de aceite, el caucho, la piña, el arroz y la caña de azúcar, y cultivos transitorios como el ají dulce, la yuca, la pimienta negra, la cúrcuma, el ñame, el jengibre y la malanga, ente otros. Además, cuenta con fuentes hídricas ricas en minerales y peces.
Cuando venía de camino, desde la capital de Córdoba, mientras disfrutaba del paisaje de grande praderas y cielo azul pensaba en la posibilidad, una vez alcanzada la edad de pensión —si es que a mi generación le corresponderá ello—, de vivir por estas tierras. Pero rápidamente recordé que a este lugar nadie quiere venir y que todos buscan como irse. Paradójicamente una tierra tan rica es un lugar de pocas posibilidades de vida.
Hace poco, cuando reabrieron aeropuertos, estuve en el municipio de Cáceres (Bajo Cauca), estaba acompañando a unas iglesias desplazadas por grupos paramilitares de la vereda Isla la Amargura. Los Caparros y el Clan del Golfo se enfrentaron por el control del territorio y las rutas del narcotráfico de la zona, como resultado salieron más de 100 familias de sus hogares. Aunque ellos definen su isla como un territorio pacifico en menos de un año ya se habían metido en tres oportunidades estos grupos ilegales, disparando inclusive contra los niños, y reteniendo a lideres de la comunidad. Cuenta uno de los pastores, que fue retenido la segunda vez que el grupo entró, que su pequeña hija, de apenas unos 5 años, decía que ella “olía la pólvora como le pasaba” para referirse a las balas que le rosaban en una de las tomas paramilitares. Fue un milagro, como ellos mismos narran, que nadie resultara herido.
Esta vez me reuní con un grupo de mujeres de iglesia en Caucasia para hablar de construcción de paz y reconciliación. Ellas me contraron como hay una serie de relaciones rotas entre los jóvenes y la sociedad. Rotas porque no hay oportunidades de estudio, no hay apoyo al arte y la cultura, mucho menos al deporte, los jóvenes desconfían de la institucionalidad, pero lo que es más grave es que parece que la institucionalidad desconfía de los jóvenes. En el mismo sentido, no hay ofertas de empleo, la única oportunidad de que los jóvenes se queden en su tierra es irse a una mina, un cultivo de uso ilícito o unirse a los grupos ilegales.
Pero la situación no mejora para los lideres sociales del Bagre, allí un grupo de pastores que son lideres en su comunidad se han visto amenazados por paramilitares, guerrillas y hasta por miembros de las fuerzas armadas. Los combates entre estos grupos se dan a pocos metros de donde hacen las escuelas dominicales con niños, -hace unos meses exploto una granada en el andén de la casa de un pastor-, a los niños les obligan a pasar armas en sus mochilas, a los padres les piden que entreguen a sus hijas como amantes de algún comandante y a sus hijos para que sirvan a la causa. Lo peor del caso es que sigue pasando y aunque todo el mundo sabe de estas circunstancias el Estado mira para otro lado.
Las personas del Bajo Cauca, las que yo conozco, son gente creyente y en la oración encuentran fuerzas y fe para continuar, sin embargo, su creencia es que el reino de Dios es algo que no solo acontece después de la muerte, es algo que se ha acercado y que trae paz.
La pregunta con cada persona, organización, o iglesia que se habla es la misma ¿Qué hacer? Y yo me pregunto ¿Será que le Bajo Cauca esta destinado a ser devorado por la violencia y desigualdad? Me resisto a pensar que esa la única salida, creo que es posible superar estas condiciones precarias de vida, pero para ello es necesario, como mínimo, implementar el acuerdo de paz a nivel territorial; también restaurar las relaciones entre Estado y sociedad, pero se necesita hacer presencia con algo más de institucionalidad que los fusiles.
Para lograrlo es necesario cambiar algunas políticas públicas, mejorar la oferta institucional y restaurar una relación democrática entre el Estado y la ciudadanía, pero esto no se logra sin un cambio de Gobierno y de Congreso. Por eso es por lo que la unidad de los sectores progresistas, alternativos y de izquierda debe darse. No se trata de repartir unos cuantos contratos, ni llegar al poder por el poder, lo que esta en juego es la vida misma.
¿A quién le interesa venirse a vivir por esta tierra? A aquellos que pensamos que la paz es posible, que un programa de cambio real es viable, que la implementación del acuerdo de La Habana es indispensable, a la ciudadanía que no da espera a los egos y divisiones. Hay que seguir recorriendo nuestro territorio, que, aunque golpeado por la minería, los cultivos de uso ilícito, la ganadería extensiva y las violencias, alberga a nuestros hermanos y hermanas que resisten pacíficamente y guardan la esperanza de la paz.
Pienso que aquellos que fragmentan, generan divisiones, meten cizaña con eufemismos como polarización, acusan a otros de odio, y se niegan a construir un programa en conjunto, no ponen en riesgo las aspiraciones políticas de una persona, sino la oportunidad de vida diga de las personas en el Bajo Cauca y el resto del país. Por eso o nos unimos para transformar realidades o nos hundimos en la barbarie.