Por Gustavo Petro
¿Qué escribir, cuando a una jovencita de 18 años como Julieth le han cegado la vida y los sueños con un tiro directo al corazón, disparado desde el arma de un funcionario público uniformado, un arma y un funcionario público, pagado por toda la ciudadanía?
¿Qué callar cuando no solo ella, sino 13 personas más han sido sistemáticamente asesinadas, todas en dos días, todas inocentes, todas con las mismas armas oficiales?
¿Qué puede decir un Estado cuando ella, la niña adorada de su padre, repleta de ilusiones, ya no llegó a su casa, y ya no llegará jamás por la sucia realidad de un estado putrefacto?
De alguna manera debo encontrar razones para escribir sobre tanta suciedad desatada contra la juventud popular de Bogotá y del país. Para tratar de explicarla y entenderla, para intentar cambiarla.
Cuando era alcalde de Bogotá, por allá en el año 2013 o 2014, se realizó una de las famosas encuestas hechas por la cámara de comercio y el diario El Tiempo, conocida con el nombre de“Bogotá Como Vamos”.
Deseoso de conocer los resultados de las percepciones de la ciudadanía que dirigía, quedé de pronto sorprendido con un dato, que precisamente la directora de una de las empresas dueñas de la encuesta no quiso publicar. Un dato que fue censurado y que nunca se permitió que la ciudadanía discutiera públicamente.
Se trataba de las causas sobre la percepción de inseguridad que tenía la ciudadanía, y que en Bogotá siempre es muy alta a pesar de tener una de las tasas de homicidio más bajas de las capitales de Colombia.
La respuesta mayoritaria de la ciudadanía en la encuesta era que la percepción de inseguridad se debía a la corrupción de la policía. Ese resultado negaba la tesis que el gran empresariado quería volver como una política pública correcta e indiscutible: que la seguridad depende de más policía. Que la seguridad depende de la fuerza letal del Estado, es decir que la seguridad se mide con muertos y con cárcel.
Veníamos de tener varios gobiernos de Uribe, soportados en la tesis de que la seguridad se mide en número de muertos. Muertos reales o fabricados. A tal punto que se construyeron los muertos de la “Seguridad Democrática” matando jovencitos inocentes recogidos con engaños en los barrios populares de nuestras ciudades y luego fusilados a sangre fría.
Pero la ciudadanía bogotana decía otra cosa, que la seguridad dependía, sobre todo, de una policía que no fuera corrupta.
Ante el dato censurado, tuve muchísimas reflexiones que afloran hoy ante las imágenes de una banda uniformada y armada disparando sobre la población indefensa.
Ya la historia de Colombia nos lo había mostrado. Cuando la policía dependía de los alcaldes que nombraba el gobierno nacional, en ese entonces manejado por el partido conservador que estaba influido hasta los tuétanos por las ideas de Franco y Mussolini, y más vergonzantemente, por las de Hitler, allá a mediados del siglo XX, la habían convertido en una policía política, preparada para matar al pueblo liberal gaitanista. La llamaban la policía chulavita.
El chulavismo policial arrasó con nuestro país: la tortura, la masacre, el descuartizamiento, el corte de franela, los pueblos devorados por las llamas, el desplazamiento masivo, la limpieza social, que no era más que llenar de suciedad a la sociedad, fueron convirtiendo nuestros pueblos en municipios donde se pintaban las puertas solo de color azul, o solo de color rojo.
Pueblos en donde la diferencia oculta en los colores uniformes de las puertas había sido exterminada. Debajo del color azul o rojo, estaba el color verdadero de la muerte.
Para hacer la paz entre azules y rojos y después de un verdadero genocidio, hubo que reformar la policía.
No se pudo pensar la paz de otra forma que no fuera a través de una reforma de la policía. Esta se volvió nacional, se puso en el ministerio de la guerra, se volvió militar y se dijo que sería profesional.
Y la guerra siguió con una policía militar.
Ese eco del pasado debe traernos algún viento para entender el presente sobre el cual repensar esta policía que ha caído en su nivel más bajo hoy, en pleno siglo XXI: la policía que asesina a su propio pueblo, otra vez tenemos la policía chulavita.
¿Que ha pasado para que haya fallado la reforma?
Lo que vemos hoy en los videos extensamente transmitidos en estos días, es una banda de asesinos, o de cómplices de los asesinos matando el pueblo humilde y juvenil de Colombia.
¿Que les sucede a esos seres humanos que vimos con uniforme oficial o sin él, disparando como demonios contra niños, jovencitas, gente decente del país? ¿Violando jóvenes en los llamados CAIs, organizando extorsiones y secuestros sobre los dueños de los negocios del vecindario?
Trataré de buscar una difícil explicación de porqué se ha producido tanta degradación humana.
Los policías que disparan son en general jóvenes y de la misma condición social del pueblo que asesinan. Viven en los mismos barrios pobres de los jóvenes que matan y que violan. Solo los diferencia un uniforme que les hace sentir que tienen un poder, tan deleznable, que desaparece apenas los despiden.
Ese joven uniformado está en una institución militar y no civil, es un soldado, no un ciudadano. Le han dividido su institución en dos clases. La clase del policía que llega solo a intendente, que vive en el barrio popular, que a duras penas puede educar a sus hijos o tener una esposa, que vive donde vive el delincuente del barrio y se conocen. Y la otra clase de policía es de clase media, ha pagado para entrar a la escuela de cadetes, tiene clubes de oficiales, y los mandos los seleccionan como gente de bien, por el vestir de sus novias en las fiestas de gala. Saldrán como subtenientes y solo ellos, podrán ser generales. Para ser generales deberán ser amigos de cuanto senador corrupto les pueda ayudar.
El policía de la base nunca será general, ni capitán, ni teniente. Los clubes sociales no serán para él. Si cuida un barrio rico, jamás lo dejarán vivir allí, el dueño de casa en el barrio rico cuidará sus hijas para que nunca se crucen una mirada siquiera.
Ese policía no tiene futuro en la policía, solo será siempre un pobre a menos que encuentre una alternativa en su propio barrio popular.
Cuando decidieron el plan cuadrante, que sirve muy poco para Bogotá porque la mayor parte de los delitos que consisten en el robo de celulares se cometen no en el barrio de la víctima sino cuando esta se mueve a trabajar o a estudiar, o cuando regresa en el bus ya cansado y estrujado a su hogar, el policía pobre quedó anclado al barrio popular. Mientras la gente se va a trabajar en el día, el policía se queda en el barrio anclado al territorio. En ese trasegar repetido día tras día, montado sobre una motocicleta, conoce al detalle la banda local, conoce la olla del barrio donde se venden los estupefacientes prohibidos y así ese policía del barrio lleno de necesidades, entiende que allí está la oportunidad que la propia estructura elitista y militar de la policía le ha negado. Esto puede terminar en una alianza entre el CAI y la Olla del lugar.
El sueldo esquivo y poco se puede llenar con el sueldo de la Olla. La policía y la banda criminal podrían estar unidas haciendo negocios.
Por eso el CAI se fue transformando en el barrio, no en el centro de la seguridad que esperaba y reclamaba la gente, sino en el centro de la tortura de los jóvenes, de la violación de las mujeres, muchas de ellas trabajadoras sexuales o travestis, en el centro de la extorsión generalizada de los negocios legales del barrio. En donde a puerta cerrada se podía golpear, electrocutar, torturar de mil maneras y violar a la jovencita que pasara por allí borracha o drogada, o simplemente a la jovencita que pasara.
Y la ciudadanía al principio confundida se fue enterando de eso, de la alianza del policía con el delincuente. Por eso el resultado de la encuesta censurada.
Los mismo sucede en otras zonas rurales donde la oportunidad es más jugosa si pasan por allí las rutas del narcotráfico. Los ejércitos privados del narcotráfico se han devorado la policía del lugar.
La corrupción ha carcomido la policía. Unos, los de la policía de abajo aliados con la banda delincuencial del barrio, los otros, los de arriba, aliados con el cartel y el gran narcotraficante.
Por eso ya no existe línea de mando, por eso si un subteniente recién salido de la escuela de cadetes entra a una gran estación de policía de Bogotá, se encuentra con una gran sorpresa, de pronto se enfrenta con la burla, con la risa estridente, con que lo roban, con que puede ser violado y golpeado, con que no manda a nadie, con que todo lo aprendido no existe en la realidad. Entra a un mundo dantesco en donde tiene que aprender de nuevo para sobrevivir. A ganarse su sueldo sin chistar.
No hay línea de mando; y, por eso, los generales no pudieron detener la carnicería que sus hombres desataron. Sabían que sobre ellos caerían las investigaciones internacionales, que los videos eran prueba suficiente de la matanza, que serían tratados como criminales de lesa humanidad, que los procesos jamás prescribirían, que quedarían marcados para siempre ellos y sus hijos con el crimen contra el pueblo. Pero en realidad no mandaban.
No hay mando porque en la corrupción no puede existir línea de mando que se basa es en lo contrario, en la disciplina y la lealtad. En la corrupción solo hay asociación para delinquir, silencio cómplice.
El mundo del policía de abajo solo tiene el uniforme para diferenciarse del otro joven pobre y sin oportunidades del barrio, solo ese uniforme sirve para demostrar un espurio poder, que es el único poder que se tendrá en la vida, un poder que aprovechado servirá, golpeando al otro joven pobre, pero sin uniforme, para sentirse superior, verraco, como en las películas. Pero ese poder espurio podrá servir si se asocia con el delincuente para encontrar la huaca de la salvación.
El mundo del policía de arriba, con grado de oficial, se ligará al cartel, a los millones de dólares, al traqueteo, a la política corrupta. El narcotraficante se abrazará con el general.
De pronto la oficialidad policial se dará cuenta, instrumentos de inteligencia tiene, que el narcotraficante es el político, que el político es uribista. El oficial será general si abraza al narco y al político, si rinde homenaje al jefe, Uribe. Dios y Patria, sonará para él, cómo viva Uribe. Y de pronto se sentirá como el brazo armado de un gran negocio que lo hará hombre de triunfo. La política podrida de Colombia lo devorará, se silenciará ante la compra del voto y ante la compra del político por el narco, se silenciará ante el narco y ante el fraude. Se silenciará ante las masacres del narco para controlar el negocio. A cambio de millones y de las mujeres del narco, ayudará en la masacre.
Si lo pillan, la justicia penal militar arreglará el problema, a lo mejor saldrá de la policía, pero no ingresará en la cárcel, tanto sabe de masacres y de políticos corruptos, que éstos, sus socios, no lo dejarán encarcelar.
Y así el país aplaudirá una seguridad que solo es una seguridad mafiosa. Un mundo de héroes por televisión que no es más que podredumbre. La misma podredumbre del Estado, de la política y de la sociedad.
Si una alcaldesa de blue jeans, con fama de izquierdosa porque grita, asi no lo sea, y lesbiana para completar, llega a decir que es la jefe de la policía según la Constitución, se burlarán. Los negocios están primero, a la vieja se le escucha la cantaleta, pero no se le obedece.
Y si de lo que se trata es de que el país se dé cuenta que el gran jefe no puede estar preso porque, si eso pasa, con él se irán presos muchos generales del genocidio, entonces hay que desestabilizar con la violencia al país, para que, con el miedo desatado sobre la Corte Suprema, sobre la Justicia y sobre el barrio, el gran jefe salga libre, la libertad de él, será la libertad de todos los socios del crimen.
¿Se necesita desestabilizar?, ¿quienes lo harían mejor en los campos que los ejércitos del narco, haciendo masacres por doquier y matando incómodos líderes sociales? ¿quién lo haría mejor en la ciudad que el policía del barrio ya lumpenizado por la corrupción? El policía del barrio ya es líder de bandas o las conoce perfectamente para producir la violencia que se necesita. Es ya capaz de matar a la hija de su vecino. Es ya capaz de golpear hasta la muerte al inocente dentro de un CAI. Es ya capaz de disparar al inocente.
Así los dos mundos de la policía se juntan, pero no bajo la línea del mando, sino en la complicidad del delito.
Entre ese sistema putrefacto, una juventud entera sin oportunidades crece en el barrio, se debate entre la delincuencia o tener un futuro, una vida; escucha música, se pinta de colores el pelo, prueba un tatuaje, examina la libertad, corre hacia la vida y el amor, estudia, observa el mundo en las redes, entiende que el país no puede seguir así, que no hay futuro, que es necesario cambiar. Esa juventud se encuentra con la policía del barrio.
Entre ese sistema muchos jóvenes policías, la mayoría, en ambos mundos, el de abajo y el de arriba, reflexionan. ¿Acaso matar es el destino? ¿Acaso las posibilidades de la vida solo están en la alianza con la olla y el narco? Acaso el político corrupto tiene que ser el jefe? ¿Acaso todo ese mundo podrido no lleva sino al abismo? La mayoría de la policía, sabe que la policía no puede seguir así.
Acaso piensan, otro mundo es posible; uno donde ser policía, equivalga a obtener la educación superior paga por el Estado, donde no haya barreras en el ascenso porque la policía no es militar, en donde delinquir no pague porque se castiga, y donde ser honorable sea el método para ser alguien distinguido en la sociedad. La mejor medalla de todas, ser honorable y ser reconocido por ser honorable.
Aunque hoy no lo creamos, igual que la mayoría de la juventud sin uniforme apostaría por un país donde se abran las puertas de las oportunidades y se cierre, por fin, la gran muralla de la exclusión; igual, la mayoría de la policía, se siente honorable y lo es, y quiere un país donde ser honorable sea la mejor medalla que se pueda conseguir. Un país donde el matar no sea necesario, donde el matar sea inadmisible.
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