viernes, diciembre 13

Mareas Multicolores de Indignación Popular

Por: María José Pizarro

En Francia, en noviembre 2018, fuimos testigos del surgimiento de un movimiento de masas sin igual que demostró ante el mundo que los sin voz, los sin personería jurídica, los sin importancia, sí son los actores del cambio, sí son capaces de trasformar una realidad que los gobiernos y los medios han establecido como invariable e irreversible. Hablo de los Gilets Jaunes, los Chalecos Amarillos, un movimiento que es signo de cómo el poder popular soberano se opone al poder legitimado de las oligarquías.

 

La ola amarilla tuvo su origen en la indignación y resistencia al aumento del precio de la gasolina, por parte de personas del común, personas trabajadoras que ya no logran vivir de su quehacer y deciden por ello movilizarse. En cuestión de semanas, cada sábado, pasaron de una simple petición, la de acabar con el “impuesto carbón” y bajar el precio de la gasolina, a una situación insurreccional exigiendo la demisión del presidente Emmanuel Macron, y que se pusiera fin de la subasta en que se ofrecen los bienes comunes de la república a los intereses vampíricos de las oligarquías internacionales. Demostraron persistencia, continuidad y repetición en la orquestación de esa movilización sin precedente.

 

Con el objetivo de lograr un bloqueo nacional contra el aumento del precio de la gasolina, los chalecos amarillos fueron tomándose las rotondas, los cruces importantes de la red vial del país, haciendo pedagogía y entablando un diálogo con la ciudadanía sobre el porqué de su movilización y las peticiones planteadas al gobierno francés. Obteniendo como respuesta por parte de Macron y su gabinete solamente desdén, sordera y cinismo, el movimiento fue creciendo y las razones por las cuales ocupaban las calles y las carreteras fueron acumulándose. La indignación de unos pocos se volvió la cólera de millones.

 

En Francia también, los mandatarios y los medios de comunicaciones se empeñaron en estigmatizar, desvalorizar o ridiculizar la manifestación de descontento de los sectores más empobrecidos de la sociedad. El empoderamiento de la ciudadanía a dirigir su descontento hacia la irresponsabilidad gubernamental, a exigir a los gobernantes el fin de un régimen de desigualdad, de injusticia social, económica, ambiental, tributaria, y a exigir gobernanza y respecto de la primacía del interés general sobre los intereses particulares de unos privilegiados, hizo visible ante el mundo que el poder soberano de los pueblos en nuestras debilitadas democracias no se limita exclusivamente el ejercicio del voto electoral periódico. La república, opuesta a los regímenes aristocráticos y teocráticos, se erige hoy contra la plutocracia de los despojadores y acaparadores, y se manifiesta de manera multitudinaria en las calles del mundo.

 

Cuando los mandatarios no cumplen con sus responsabilidades, con el mandato popular que se les ha concedido, así como con el orden constitucional, es deber y derecho del pueblo soberano sacarlos de sus tronos. Pues es el pueblo el último guardián y garante de la Constitución, después de la ruptura del pacto social. Las carreteras, calles y plazas de Colombia son el sistema nervioso del país, y cada manifestación de descontento o de oposición, es una alarma que se enciende y que desencadena mecanismos de salvaguarda de la integridad y de la salud de la república y de la democracia.

 

En Colombia, debemos nutrirnos de las experiencias plebeyas globales, y la experiencia de los Chalecos Amarillos nos brinda un aprendizaje fundamental: es necesario que la indignación y la contestación callejera logren transformarse en fuerza política de cambio. Sólo así se podrá dar un vuelco a la crisis de representatividad. La confluencia de los sectores precarizados en las calles de Colombia desmiente a aquellos convencidos que en el país imperan la pasividad ciudadana, el aislamiento despolitizado y el fatalismo. La puesta en común y el reconocimiento mutuo de las mismas experiencias dolorosas crea en nosotres un profundo sentimiento de pertenencia a una comunidad social y política de subalternes. La irrupción de la protesta masiva y la apropiación social del espacio público en las calles cambió ya esa aplastante pesantez de la dominación.

 

La acción en conjunto de las multitudes y el intercambio entre iguales, fortalecen los lazos colaborativos y forja la experiencia de una poderosa comunidad de afectos y senibilidades. Lo que nos unirá es el programa dialogado: punto a punto, día tras días. Cada uno y cada una puede y debe encontrar en él sus aspiraciones y soluciones a los retos que enfrentamos como sociedad. La movilización es inapropiable, dada su amplitud y su diversidad. Nada ni nadie se sustituye a la propia organización del pueblo, que ha expresado su rechazo a las estructuras piramidales, al autonombramiento de voceros y representantes, y a las negociaciones tras bambalinas entre partes ajenas al interés general. Aquí y ahora, se trata de diálogo, de acuerdos y de unidad.

 

La minga de fuerzas movilizadas en estas últimas semanas en Colombia, es el reflejo de la pluralidad y la diversidad de todes les que hemos sufrido la dominación y la violencia de la oligarquía en este país. Autónoma, imprescindible y poderosa, la actual movilización, codo a codo, por la vida y en contra de las políticas de muerte, junto con los debates y las iniciativas que ella ha generado, son el fundamento de esta alianza histórica entre las fuerzas progresistas y democráticas del pueblo colombiano. Atrevámonos a soñar en grande: asambleas en los barrios y las veredas de Colombia, compartiendo ideas, creando y deliberando acerca de soluciones y comunicando por todos lo canales que están a nuestra disposición. Soñémonos un gobierno popular desde abajo. Nuestra guía es la pedagogía de la esperanza, y nuestro campo de acción los talleres de la utopía. Pues al igual que todos los pueblos indignados del mundo, seremos nosotros quienes decidamos sobre nuestro propio destino. Francia, aquí también somos todes chalecos amarillos, azules y rojos.

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