Por: Pedro Durán Barajas, sociólogo de la Universidad Nacional.
El liderazgo del Pacto Histórico debe servir para que Colombia convoque el debate internacional sobre la legalización de las drogas
El 25 de junio el gobierno estadounidense publicó el informe anual sobre cultivos de coca en Colombia, Perú y Bolivia. Según esos datos, crece y crece la coca a pesar de la guerra contra las drogas que cumple medio siglo desde que fue declarada por Nixon en 1971. El último año la producción colombiana subió 15%. Pero Estados Unidos no cede ante la evidencia y su embajador pide más guerra y más sangre inútil en la entrevista publicada por El Tiempo el 27 de junio.
Estados Unidos sí que toma la guerra en serio. En sus propias cárceles hay 500.000 de sus ciudadanos, casi todos negros, latinos o blancos pobres, presos por delitos relacionados con posesión, consumo o tráfico de drogas. El país está perdido en el laberinto autoimpuesto de la prohibición y quiere que compartamos su suerte.
Los estadounidenses más conservadores han ensayado el prohibicionismo muchas veces, hasta con el alcohol. Es una forma histórica de refrendar valores yanquis ancestrales como el puritanismo excluyente y segregacionista. Ese fundamentalismo gringo es incapaz de autocrítica. Lentamente los Estados de la unión van constatando la ineficacia de la prohibición y mediante referendos legalizan y regulan las drogas empezando por la marihuana, mientras el gobierno federal no transige, quizá esperando el momento en que todo caiga por su propio peso.
Comprensible la incapacidad autocrítica y de transformación de cualquier nación fundamentalista, pero totalmente incomprensible salvo por falta de inteligencia o de identidad que países como Colombia se sometan sin reparos a sufrir semejante suerte absurda: la de morir por los delirios de otros.
En América Latina nos acompaña México en ese laberinto de dolor y esfuerzos inútiles. Desde 2006, más de cuatrocientas mil personas ha matado la guerra de todos contra todos entre carteles y el estado mexicano. Y ni contar nuestros muertos, que se confunden con los del conflicto armado.
¿Cómo pensar en legalizar si los rectores del orden mundial no admiten el fracaso de la guerra contra las drogas y prefieren continuar librándola a expensas de países como Afganistán, México y Colombia cuya suerte poco parece importar incluso a sus propios gobernantes tímidos y sumisos?
Evo Morales rompió esa regla y tuvo la capacidad de cuestionar la prohibición internacional de la coca logrando que el mundo aceptara a los bolivianos masticándola como desde antiguo hacen incas y aimaras. En Colombia ese uso ancestral no tiene la difusión de Bolivia, pero la magnitud de tanto dolor y sangre en medio siglo de guerra absurda nos legitiman de sobra como voceros de la causa mundial en favor de la legalización y la libertad.
Enfrentar el ardor violento del prohibicionismo requiere un estado y un gobierno resistente a los enjuiciamientos morales. El Gobierno del Pacto Histórico tendría esa capacidad moral de alzar la voz y señalar la inutilidad de medio siglo de guerra perdida, porque es abanderado del cambio del orden estatal que hoy tenemos, hecho a la medida de una sociedad disgregada y excluyente donde gobiernan los tenedores improductivos de la tierra, los especuladores financieros y los traquetos.
La voz de la diplomacia colombiana que dirija el Pacto Histórico en los foros internacionales, debe hablar al mundo del sinsentido de la guerra contra las drogas y del laberinto absurdo de la prohibición, y como en el cuento de Andersen, gritar desde la galería que el rey está desnudo.
Sobran razones objetivas para defender la legalización. La prohibición no evita el consumo. Todos el que quiera drogas las compra en los antros de las calles de cualquier ciudad del mundo, donde los consumidores perseguidos se estigmatizan, se marginan y se degradan. Criminalizar la producción reserva el negocio de manera exclusiva a la delincuencia y fortalece organizaciones delictivas capaces de corromper y enfrentar estados como el de México o Colombia.
La prohibición expone a cientos de miles de ciudadanos, personas útiles e inofensivas, consumidores recreativos de drogas como la marihuana, a riesgos y penas injustas, y en un país como el nuestro, sus peores herramientas represivas se ensañan con la población urbana y campesina más pobre.
Países cercanos como Uruguay, Bolivia, Portugal muestran que la despenalización de las drogas es una opción preferible y no implica incrementos significativos del consumo, como lo tiene claro el proyecto de ley presentado por Gustavo Bolívar que despenaliza el consumo de todas las drogas, entendiendo que se trata de un problema de salud pública. Ese proyecto deberá ser Ley en el gobierno del Pacto Histórico.
En mi departamento, Norte de Santander, se siembra más coca que en ninguna otra región de Colombia. Son cerca de 50 mil hectáreas en el Catatumbo que de sobra exceden la extensión de cualquier otro cultivo. La mayor parte están en manos de campesinos pobres a quienes se estigmatiza y maltrata todos los días. Gente que antes de la apertura comercial de los años 90 sembraba fríjol, maíz o cebolla y que hoy en medio del aislamiento y la pobreza no pueden competir en un mercado de cuya modernización quedaron al margen.
Desde el Catatumbo reclamamos el cumplimiento de los compromisos estatales con la sustitución voluntaria de la coca que hacen parte del Acuerdo de Paz y denunciamos la traición estatal a ese punto esencial del Acuerdo, que junto con la Reforma Rural Integral deben ser prioridad del Pacto Histórico, pero quienes como dirigentes asumimos compromisos con las políticas que pueden hacer aportes radicales a la solución de un problema que es de la humanidad, también pedimos el compromiso del Pacto Histórico con la legalización.
No queremos que envenenen a nuestros campesinos con glifosato. No queremos que los estigmaticen y los traten como delincuentes. No queremos que estén a merced de las organizaciones armadas que aprovechan el gran negocio creado por la prohibición. Queremos para ellos paz, inclusión, solidaridad y desarrollo, y sobre todo un gobierno del Pacto Histórico que alce la voz de Colombia en todos los foros mundiales pidiendo el fin de la guerra contra las drogas por ser la más inútil y más absurda de todas las guerras, y cuyo fin soñamos, no para que nuestros campesinos sigan sembrando coca, sino para que por fin dejen de sembrarla.