sábado, diciembre 14

La Pandemia ha desnudado el Poder

Por Gustavo Petro

Los Estados Unidos y Brasil, gobernados por los regímenes autoritarios de Trump y Bolsonaro, son hoy los dos países más azotados del planeta por el Covid-19. La pandemia los ha descubierto en su realidad xenofóbica, racista y depredadora ante sus propios ciudadanos.

Más de 3.4 millones de contagiados oficiales y 172 mil muertos hacen parte de la dantesca estadística que viven esos dos países. El virus, del que en un principio fueron negacionistas y del que hasta se burlaron, ha causado, como en ninguna otra parte del mundo, una catástrofe humana de la que dan cuenta miles y miles de fosas comunes. Los responsables, sin lugar a equívocos, son los dos presidentes.

En la misma tónica de Trump y Bolsonaro, el gobierno de Duque, cediendo a la presión de sus financiadores, léase grandes corporaciones, ha condenado a la sociedad colombiana al contagio y a la muerte siguiendo la receta de una reactivación económica temprana que solo esconde, de una parte, el afán codicioso de las élites económicas del país, acostumbradas ya a la muerte de colombianos tras su propia acumulación de riqueza y, de la otra, la desidia absoluta para producir una política social fuerte que permitiese el confinamiento salvador que implicaba, ni más ni menos, una herejía para la política tradicional de Colombia: la redistribución de la riqueza en función de los humildes y la clase trabajadora.

Pero si bien la pandemia ha desnudado el poder mundial, para el caso de Colombia, ha dejado claro que quien dirige el país es la mafia narcotraficante.

Ya lo habían advertido Galán y Lara Bonilla. Por todos los rincones del país, le gritaban a su sociedad que la mafia pretendía tomarse el Estado. Fue por esas denuncias que los asesinaron. Hoy, los dirigentes políticos representantes de sus asesinos gobiernan el país y hacen las leyes.

El proceso 8.000 mostró, desde su aspecto positivo, la realidad de la toma del Estado que ejercía el cartel de los Rodríguez Orejuela. Decenas de congresistas y políticos habían sido financiados por el cartel de Cali para actuar en contra de la extradición, una de las leyes de Colombia.

Pero en ese proceso, y de manera vergonzosa, se silenciaba lo que acontecía con el Cartel de Medellín. No se investigaban los lazos políticos del cartel de Pablo Escobar y los Ochoa. Nada se supo, en ese momento, por parte de la Justicia sobre el particular.

De alguna manera se actuó judicial y mediáticamente al revés. Mientras la lucha policial contra Escobar se centraba en una alianza con el cartel de los Rodríguez y los paramilitares, que para el momento se llamaban los pepes, en la justicia investigativa se atacaban los lazos políticos del cartel de Cali y se ocultaban los frentes políticos de Pablo Escobar. Y básicamente, porque estos estaban pasando al paramilitarismo.

El cartel de Escobar se transformó en una fuerza armada paramilitar. La mafia se había convertido en un ejército. Escobar dio los primeros pasos financiando, junto con Rodríguez Gacha, el primer curso de entrenamiento militar en el Magdalena Medio a cargo del mercenario israelí Yair Klein.

El paramilitarismo desarrolló al máximo la toma mafiosa del Estado desde 1997. Buscaba la configuración de un solo ejército del narcotráfico apoyado en una sola bolsa común: la Oficina de Envigado. Querían arrodillar al Estado o suplantarlo por una patria refundada por paramilitares en concurso con familias políticas regionales, dueñas de grandes haciendas, muchas de ellas despojadas a sangre y fuego a los campesinos de Colombia.  Ese era el proyecto propiciado por los paras que enfrentaba el discurso, peligroso por su contenido democrático, de la Constitución de 1991 y que representaba al electorado más moderno de la sociedad colombiana.

El conflicto dejó 200.000 muertos, una constitución inaplicada y, efectivamente, la toma mafiosa del Estado.

Duque es el heredero de esa realidad. De la mano de su mentor mantiene las clavijas de ese poder mafioso: la compra de votos con el narco dinero, la violencia generalizada y la destrucción de la paz a través de la generalización del terror, el miedo y la destrucción de la organización comunitaria por medio de  la muerte de sus líderes locales.

La descomposición de la policía y del ejército les facilita el control de rutas y territorios estratégicos para la exportación de la droga. Mientras arrecia la represión sobre campesinos e indígenas, a quienes se les acusa de narcoterroristas, sus represores se abrazan con los grandes narcotraficantes del país en los clubes, en el Congreso, en los casinos militares y hasta en el mismo Palacio de Nariño.

Duque es presidente por el narcotráfico. Alias “El Ñeñe” es apenas uno de sus ayudantes, la vicepresidenta Marta Lucia Ramírez ha desempeñado varios cargos al lado de narcos vestidos de paras. Uno de ellos: Guillermo León Acevedo Gaviria, alias Colmenares, alias Guillermo Camacho, alias el Memo Fantasma, que es una fusión de Pablo Escobar y de Carlos Castaño, pero que los supera a ambos. Fue el verdadero comandante del Bloque Central Bolívar culpable del genocidio de más de 15.000 compatriotas humildes y de la exportación de más de cien toneladas de Cocaína.

Al mismo tiempo, Memo Fantasma era socio de la vicepresidenta y patrón del general Santoyo, quien manejaba la seguridad de Álvaro Uribe en el Palacio de Nariño. A su vez, Santoyo era el socio de la mujer del hermano de Uribe en la exportación de cocaína a México con el cartel de los Cifuentes.

Cuando realizó la Operación Orión en la comuna XIII de Medellín, la vicepresidenta estaba asesorada por don Don Berna y en el ministerio de defensa por otro paramilitar: el asesino de Jaime Garzón, José Miguel Narváez. En esa operación murieron civiles y hoy hay decenas de desaparecidos.

Este es el tipo de poder que de nuevo se le desnuda a la sociedad colombiana.

Ese es el poder que la domina.

¿Seguiremos con nuestra autodestrucción nacional? ¿O será posible juntar las fuerzas de esta sociedad, que aspiran a recuperar la senda de la Constitución de 1991 y construir una democracia moderna y productiva?

En esta decisión no hay puntos medios, no hay tibieza. Si se hace, construiremos una Nación, si no, Colombia será siempre un triste camposanto.

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