viernes, diciembre 13

Hacia la República de Bacatá, por una catarsis de la memoria y de la justicia

“El oro es excelentísimo; el oro es tesoro, y el que lo posea hace todo lo que le dé la gana en el mundo actual” Cristóbal Colón

Por: Luis Guillermo Pérez Casas /Defensor de derechos humanos, promotor de la Paz

El que Simón Bolívar haya dispuesto de que la naciente república debería llamarse Colombia en homenaje al navegante genovés, Cristóbal Colón, por el “descubrimiento” de América, no significa que por más que el Padre de la Patria merezca nuestros perennes honores, el nombre de nuestro país tenga que seguir siendo el mismo.

Colón el marinero intrépido, no tuvo causa altruista alguna en la búsqueda de las Indias a través de convencer a los reyes católicos que se podría llegar a ellas navegando hacia el Occidente. Lo motivaba su propia codicia. Por ello sorprende que en la historia se oculten sus abominables crímenes y que aún sigan pedestales levantados en su nombre y más insólito aún que nuestro hermoso país lleve su nombre.

Colón no descubrió un “Nuevo Mundo”, pues este continente llavaba habitado más de 13 mil años por diversos pueblos indígenas. Cuando las tres carabelas desembarcaron en lo que hoy es la isla de Haití y República Dominicana, bautizado por Colón “La Española”, los indígenas arahuacos los recibieron con hospitalidad y generosidad. El propio Colón diría de ellos “Son tan ingenuos y generosos con sus posesiones que nadie que no les hubiera visto se lo creería. Cuando se pide algo que tienen, nunca se niegan a darlo. Al contrario, se ofrecen a compartirlo con cualquiera”. Agregó Colón ya con menos empatía “Con cincuenta hombres los subyugaríamos a todos y con ellos haríamos lo que quisiéramos”.

En 1493 regresó Colón con 17 naves y más de 1.200 hombres, para desplegar su sed de oro. Obligaron a todas las personas mayores de 14 años a trabajar en las minas hasta la agonía. Más de 10.000 indígenas murieron desangrados como consecuencia de que les cortaron las manos y las amarraron a su cuello por no haber cumplido con la cuota. Otros se fugaron pero fueron alcanzados por perros y luego quemados vivos. En el término de ocho meses, de 250 mil aborígenes pereció una tercera parte, en dos años la mitad de la población aborigen había sido diezmada, hacia 1550 el genocidio había sido consumado.

8 años después del desembarco, en la ilsla que llamaría La Española, de la Niña, la Pinta y la Santa María, en 1500, escribió Colón en su diario “Cien castillos son tan fáciles de conseguir para una mujer como para una granja, y esto es muy general y hay muchos traficantes que buscan niñas; las de nueve a diez años están ahora en demanda” y él mismo se ocupó del próspero negocio, con el que ganaría más que con el oro, traficando indígenas esclavos y niñas hacia Europa.

Fray Bartolomé de Las Casas, quien llegó a ser el arzobispo de Chiapas, en su “Brevísima relación de la destrucción de las Indias” resumió en frases de dolor, desconsuelo y denuncia de cómo los conquistadores, a los que no vaciló en calificar como bestias irracionales y extirpadores consideraban a los nativos como seres sin alma y sin derechos, descuartizando incluso a los niños y bebés indígenas para alimentar a sus perros, provocando que las madres indígenas prefierieran dar muerte a sus propios hijos y el suicidio colectivo para que no soportaran la agonía de la tortura.

Narró el Fraile Dominico “ En este reino o en una provincia de la Nueva España, yendo cierto español con sus perros a caza de venados o de conejos, un día, no hallando qué cazar, pareciole que tenían hambre los perros, y toma un muchacho chiquitito a su madre e con un puñal córtale a tarazones los brazos y las piernas, dando a cada perro su parte; y después de comidos aquellos tarazones échales todo el cuerpecito en el suelo a todos juntos”.

Fray Bartolomé cuenta que en un solo día los españoles desmembraron, decapitaron o violaron a 3000 nativos. “Se cometieron tales inhumanidades y barbaridades a mis ojos como ninguna edad puede ser paralela”. Los conquistadores se retaban a quién, con un solo golpe de su espada, pudiese cortar a un indígena por la mitad. De Las Casas concluyó: “He presenciado las crueldades y barbarie que cometieron tales que no tienen igual en la historia. Mis ojos han visto estos actos tan extraños a la naturaleza humana, y ahora tiemblo mientras escribo”.

Las noticias de los abusos y crímenes de Colón y de sus hermanos llegaron a España, fue enviado el juez y luego gobernador de la Española Francisco De Bobadilla, quien arrestó a Colón y a sus dos hermanos y los envió a España para que fueran juzgados pero la Reina Isabel y el Rey Fernando VII estaban muy agradecidos por los servicios prestados por el navegante genovés y no solamente lo perdonaron sino que patrocinaron sus nuevas excursiones.

¿ Podemos ignorar los crímenes de Cristóbal Colón y demás conquistadores genocidas, colonizadores esclavistas y asesinos ? ¿ podemos tratarlos simplemente como hechos históricos sin valorar sus consecuencias? En Alemania no se le rinde culto a Hitler, ni hay calles ni monumentos en su nombre, tampoco en Italia a Mussolini. Tienen un lugar importante en la historia para ser despreciados, se preserva la memoria del holocausto para que la humanidad prevenga crímenes abominables.

La historia la suelen contar los vencedores e imponen sus relatos oficiales, pero los pueblos tienen el deber de conocer el origen y dimensión de sus tragedias. Los pueblos históricamente violentados, sometidos a exterminio, discriminación y exclusión buscan hacer catarsis con su pasado, para construir un nuevo destino. La humanidad en tiempos de pandemia se sacude.

Recientemente en Saint Paul (Minnesota) y en Richmond (Virginia) derribaron dos estatuas de Cistóbal Colón, y en Boston (Massachusetts) decapitaron otra del marinero genovés. En Houston (Texas)y Miami (Florida) otros monumentos a Colón fueron pintados con consignas de repudio a su memoria.

El sábado 6 de junio de 2020 fue retirada la estatua de Williams Carter Wickham en Richmond (Virginia),un esclavista considerado héroe por sectores racistas, sus descendientes, al temer que derribarían la estatua, pidieron su retiro a la alcaldía. Luego derribaron la estatua de Jefferson Davis, el esclavista presidente de los Estados Confederados durante la guerra de Secesión.

Del otro lado del Atlántico, en Bristol (Inglaterra), el monumento a Edward Colston, un traficante de esclavos del siglo XVII, fue derrumbado y su estatua lanzada al río. Luego las autoridades de Londres decidieron quitar la estatua del también esclavista del siglo XVIII Robert Milligan. La misma decisión tomaron en Amberes (Bélgica), con la estatua del rey Leopoldo II, acusado de causar un genocidio en el Congo.

En Colombia el 16 de septiembre de 2020, un numeroso y alborozado grupo de indígenas misak(“hijos del arco iris”), que la sociedad mayoritaria conoce con el nombre de guambianos, junto a sus hermanos nasa, derrumbó la estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar en un cerro aledaño a la ciudad de Popayán. La sorpresa creció cuando se supo la reacción del alcalde de la capital caucana ofreciendo cinco millones de pesos como recompensa para quien denunciara a los responsables del hecho que calificó de delictivo y vandálico.

La respuesta fue ejemplar, miles de ciudadanos desfilaron con el letrero “fui yo”, es decir, “todos a una”, como en la obra de Lope de Vega “Fuenteovejuna”. Con esta actitud se demostró que no se trata de un problema penal sino de resignificación de la historia y de derechos de los pueblos a la memoria.

Afortunadamente así lo entendió el Ministerio de Cultura, que inició un proceso de diálogo y concertación con la comunidad indígena y que de entrada manifestó que la estatua no regresará al cerro, que por lo demás es sagrado para el pueblo indígena porque allí fue un sitio de entierro de los indígenas pubenenses.

En este caso no se trató simplemente del arrebato de una multitud enardecida a causa de hechos recientes sino de la culminación de un proceso colectivo. En efecto, la caída del símbolo fue el resultado final de un juicio a Belalcázar, en el cual se siguieron todas las formalidades, se le causó y condenó por crímenes contra los indígenas y se dictó la sentencia correspondiente.

Este antecedente es muy importante en el debate que se está dando sobre qué hacer con los monumentos que representan y conmemoran a personajes históricos ligados al colonialismo, los genocidios y el racismo. Reitero que la historia la suelen escribir los vencedores, pero los tiempos actuales están cambiando ese paradigma y hay un gran movimiento de recuperación de la memoria y de la verdad históricas desde el punto de vista de las comunidades o pueblos victimizados.

Es claro que los grupos descendientes de los pueblos más directamente afectados por el genocidio colonial como las comunidades originarias y afros, que siguen sufriendo discriminación, marginalidad y exterminio, tienen que hacerse sentir y una de las maneras es la de derribar los monumentos que les recuerdan el oprobio a sus ancestros. La presencia de estatuas de los genocidas, colonizadores o esclavistas en territorios indígenas o donde hay población afro equivaldría a tener fotos de los asesinos de los parientes de una persona en su propia casa. Por eso sus reclamos difícilmente puedan ser dóciles y corteses. Los grupos sociales excluidos y silenciados tradicionalmente tienden a hacerse oír y sentir de manera que sus reclamos se sientan y escuchen y con frecuencia el poder y los grupos mayoritarios solamente empiezan a tenerlos en cuenta cuando lo hacen por la vía de la protesta enérgica.

El derribamiento de efigies es también explicable en los casos de rebeliones populares que dan al traste con dictaduras oprobiosas, como una expresión de la mayoría que decidió romper con un pasado de dolor y opresión, pero hay otras situaciones más complejas, en las que no hay consenso y la permanencia o no de las efigies genera grandes divisiones al interior de la sociedad.

Sin embargo, es un debate necesario que debe abordarse con criterios amplios de resignificación de la historia y de reivindicación de los oprimidos del pasado y del presente. Es una oportunidad para nutrir el diálogo acerca de la manera en la que los colombianos nos relacionamos con nuestra historia y su herencia de sufrimiento y dolor. Más aún, tiene que ver con nuestra propia identidad como pueblo, ya que en la visión predominante se oculta el pasado precolombino y se esconde o minimiza el genocidio al que fueron sometidos los pueblos aborígenes. Lo mismo, el enorme crimen de la esclavitud pasa casi de agache, mientras se enaltece la memoria de los conquistadores y esclavistas. No deja de ser irónico que lo primero que vea cualquier visitante que arriba por vía aérea a la capital del país sea el monumento a la Reina Isabel y a Cristóbal Colón, como si nuestra historia comenzara con la llegada de los españoles y que una de las universidades más importantes lleve el nombre de un esclavista caucano, Sergio Arboleda, a quien en un debate parlamentario a mediados del siglo XIX, otro parlamentario señaló como “traficante de carne humana”.

Como dice el gran escritor William Ospina, hay un pasado invisible, un mundo indígena en Colombia que apenas ahora está empezando a hacerse visible y más allá de condenar a quienes rompen los símbolos de la conquista y colonialismo, hay que preguntarnos por qué veíamos como normal que se homenajeara a personajes que cometieron las peores violencias contra los indígenas, que los asesinaron y despojaron de sus tierras. Es el momento de ajustar cuentas con ese pasado e incluir en él la memoria de las víctimas que claman justicia.

La reconstrucción del pasado tiene sentido para incluir a los excluidos, así como para cimentar una identidad que no tienen cuenta solamente el aporte europeo sino también el indígena y africano. No miremos lo de las estatuas como algo aparte de esa lucha por la memoria y la identidad sino como parte de la construcción de la sociedad pluriétnica y pluricultural que proclama la Constitución. Es un ejercicio para el presente y para el futuro si queremos acercarnos al ideal de un orden justo con verdadera igualdad para todos los integrantes de nuestro país plurinacional.

Entre tanto, ¿qué hacer con las estatuas y con otros símbolos del pasado, No hay una respuesta única, hay que construirla en el diálogo y en un marco de reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, con el aporte de todos los sectores sociales y el apoyo de historiadores, sociólogos y otros científicos sociales. Es hora de cuestionar quién, cómo y por qué decidió inmortalizar la memoria de algunas figuras y no otras. También cabe preguntar si se tuvo en cuenta a los descendientes de quienes sufrieron a manos de esos personajes.

Claramente, los bustos y monumentos de genocidas y esclavistas no tienen cabida en zonas indígenas o afros. En el resto del país, como de todas maneras estarían en espacio público y su instalación implica, quiérase o no, un reconocimiento y exaltación, debe discutirse amplia y participativamente el destino de ellas.

Como tampoco se trata de borrar de un tajo el pasado, tal vez conviene, como plantean muchos historiadores, ponerlas en museos en los que se explique y contextualice la vida de los personajes, los hechos sucedidos y las circunstancias de la época correspondiente.

¿Y los otros monumentos?
El patrimonio histórico se compone también de otro tipo de monumentos, tales como edificaciones e iglesias ligados a un pasado polémico. Su manejo es diferente y más complejo que el de las estatuas y hay que diferenciar el papel cumplido por ellos.

Claramente, en casos extremos como los campos de concentración nazis, su destrucción hubiera implicado borrar la evidencia físicamente de las monstruosidades allí cometidas. Por eso se han convertido en memoriales en los que se honra a las víctimas y se muestran las condiciones que llevaron al genocidio. En la misma tónica se encuentran algunos de los lugares vinculados con la Inquisición.

En general puede decirse que es lógico que se ataque el patrimonio cultural negativo que glorifica a personajes ligados a hechos atentatorios de la dignidad humana que siguen teniendo efectos en el presente, como el colonialismo, el racismo y la esclavitud.

Los relacionados con un pasado muy lejano como los monumentos a los faraones, las pirámides, murallas y construcciones de gran antigüedad, a pesar de también estar relacionados con situaciones injustas, no tienen consecuencias ni efectos en la actualidad y no hay sobre ellos la misma polémica.

Otra situación distinta se da cuando las campañas iconoclásticas se promueven desde el poder, para legitimarse y fortalecer un rumbo político determinado. Tal fue el caso de la Revolución Cultural China a mediados de la década del 60 en el siglo pasado, lo mismo que en el horrible experimento de la Kampuchea de Pol Pot en los años 70. En la primera, Mao Tse Tung, para afirmar los valores socialistas promovió la ruptura con todo lo que representara los valores de la burguesía en el campo de la cultura y rápidamente se pasó a la represión física a las personas que se señalaba de estar “contaminadas” con ellos, aún en el seno del propio partido gobernante. Se utilizó esta campaña como una forma de purga política que causó grandes alteraciones en la sociedad china y tras varios años de agitación tuvo que reconocerse que más allá del sello de clase y de época de ciertas manifestaciones y monumentos culturales, la mayoría de ellas forman parte de un patrimonio histórico y cultural común a la humanidad que debe conservarse.

Mucho más grave fue el caso de Camboya, rebautizada por el déspota Pol Pot como Kampuchea en 1975. El gobernante quiso imponer una nueva sociedad supuestamente igualitaria, sin diferencia de clases, que debería prácticamente comenzar de cero y para ello hizo derribar todo lo que representara el pasado, salvo los monumentos de la antigua civilización kmer. Fueron destruidas no solamente estatuas y monumentos de la colonización francesa y las monarquías sino que todos los carros fueron despanzurrados, como también fue eliminado el dinero y los bancos fueron dinamitados; en general se erradicó todo vestigio del detestado pasado capitalista. El retroceso cultural de esa sociedad fue impresionante, en medio de uno de los mayores genocidios de la historia.

Desde luego que quienes actualmente derrumban símbolos racistas y coloniales están lejos de esas situaciones dramáticas y esos hechos se dan como muestra de un descontento legítimo y de un derecho a la protesta social que es inherente a la democracia. En ese mismo contexto se dan los retiros de nombres de instituciones y lugares públicos como ha sido el del filósofo David Hume de uno de los edificios de una universidad escocesa, a raíz de las posiciones racistas de este pensador.

En Colombia se hace necesario el debate sobre muchos de estos puntos porque son numerosos los lugares que llevan el nombre de conquistadores reconocidos por su brutalidad o de personajes ligados a la violencia. El propio nombre del país es un homenaje a Cristóbal Colón y propongo iniciar el debate para cambiarlo, nuestro país requiere de una profunda catarsis histórica, cultural e institucional. Sacudirse de siglos de abominación. ¿Puede o debe un país cambiarse el nombre si así lo decide su pueblo? Si puede y debe ser el resultado de la afirmación de la autodeterminación y soberanía de su pueblo, en un debate participativo e incluyente que permita el cambio de su historia.

Necesitamos profundizar la búsqueda de nuestra identidad y de una verdadera independencia. ¿No es hora de sacar los restos de Jiménez de Quesada que reposan en la Catedral Primada de Colombia y enviarlos a España si así lo quisieran sus autoridades? ¿ No es hora de llevar sus estatuas a los museos donde se expliquen sus crímenes?

Bogotá viene de Bacatá, palabra de origen Muisca, significa “Campo de Labranza” o “Campo para sembrar “, era el nombre que los chibchas le habían dado a su territorio comandando por el cacique Tisquesusa. Antes que celebrar a Gonzalo Jiménez de Quesada, debemos repudiar sus crímenes. Incendió los centros de culto de los indígenas, torturó caciques hasta la muerte en su sed de oro, asesinó a los Zipas, Tisquesusa y Sagipa a este último le abrió los pies y lo quemó como hizo Hernán Cortés contra Cuauhtémoc en México. A diferencia de nuestro país donde se le rinde culto a los asesinos de ayer y de hoy, en México no le elevaron estatuas a Hernán Cortés, pero si mantienen viva la memoria contra sus atrocidades, se rememora a las víctimas, no a los victimarios.

No se trata de un ajuste de cuentas o venganza sino de justicia y verdad históricas, dentro de las cuales no se excluye el reclamo de perdón a España por los crímenes de la conquista. En ese campo la posición del presidente mexicano, López Obrador, a los actuales gobernantes peninsulares no es como algunos han querido mostrar, una pose demagógica o una salida de tono con tintes folclóricos. La verdad histórica y el cierre de viejas heridas es necesaria para la salud mental de los pueblos y para la convivencia entre los países. El principal argumento, más escuchado en las sociedades que fueron colonialistas pero también entre los pueblos excolonizados, es que se trata de algo que ya ocurrió, que no tiene remedio, que se cometió cuando regían otros valores y que no se pueden juzgar con los criterios de la actualidad. La realidad demuestra que este discurso es falaz por varias razones. En primer lugar, todavía se sienten los efectos del colonialismo y de la esclavitud. En segundo término, las naciones que ejercieron el colonialismo no han mostrado un rechazo rotundo a ese pasado y aún siguen mostrándose orgullosos de él. Por otra parte, muchas de las estatuas y símbolos han sido instalados hace relativamente poco en términos históricos e incluso algunos muy recientemente. Además, no es del todo cierto que en el pasado todo se desenvolvió con base en principios de la época que no pueden ser analizados con la mirada de hoy. En su momento hubo muchas mentes lúcidas y humanistas que se opusieron a las atrocidades, como fueron los padres Bartolomé de las Casas y Pedro Claver, que abogaron por la humanidad de los indios y de los negros.

Pero lo más importante es que al rechazar cualquier solicitud de perdón o excusas a los herederos de las víctimas se está demostrando que subsiste un pensamiento discriminador que ve el mundo dividido entre pueblos “superiores” e “inferiores”. El reconocimiento de la verdad histórica, la admisión de culpas y las solicitudes de perdón no implican rebaja o estigmatización de los pueblos. Por el contrario, así se abre la puerta a una mayor igualdad en las relaciones entre las naciones y se hace justicia no solamente con los oprimidos sino con aquellos que en las sociedades colonizadoras representaron otra opción que debió ser atendida en su momento.

He propuesto que iniciemos el debate, ojalá desprovisto del rayo estigmatizador y exterminador de los descendientes de Colón y de los esclavistas, para que iniciemos una discusión participativa y profunda, sobre las bondades que traería para nuestro hermoso país, el cambiar su nombre por la República de Bacatá, en homenaje a los originarios de estas tierras. “Campo para sembrar” para sembrar paz, para sembrar democracia, para sembrar dignidad, para sembrar futuro.

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