viernes, diciembre 6

Gobernando por decreto: el HIPERPRESIDENCIALISMO al DESNUDO

Por: Wilson Arias /twitter: @wilsonariasc

Una de las preocupaciones centrales de los asambleístas del 91 era darle una salida constitucional a las tensiones políticas y sociales que alimentaban las violencias paramilitar, del narcotráfico y de la insurgencia guerrillera. En el debate constituyente, el artículo 121 de la Constitución de 1886, que facultaba la declaratoria del estado de sitio, fue uno de los más apaleados, tachado como fuente de abuso y arbitrariedades que atizaron la rebelión armada.

Por casi tres décadas se acudió continuamente a la declaratoria del estado de excepción constituyendo una forma habitual de gobernar, conformando de hecho una situación paradojal: la excepcionalidad permanente. Según García y Uprimny, citados por Ana Catalina Arango Restrepo “en los 21 años transcurridos entre 1970 y 1991, Colombia vivió 206 meses bajo estado de excepción, es decir, 17 años, lo cual representa el 82% del tiempo transcurrido”.

Lo que evidencian los hechos es que los gobiernos se han aprovechado de los poderes que les brinda el estado de excepción para enfrentar situaciones de anormalidad, para legislar sobre asuntos que con frecuencia no guardaron conexidad con las razones invocadas en su declaratoria.

Así ocurrió bajo la Constitución del 86 y sucede hoy, en el ámbito de la Carta del 91. Y regularmente se ha utilizado esta excepcionalidad para legislar por decreto a favor de poderosos intereses económicos, aunque algunas de estas marrullas no han pasado exitosamente el control de constitucionalidad, por cuanto los jueces no siempre arriesgan su idoneidad y buen nombre al aprobar tales adefesios jurídicos, así estén alineados con los intereses gubernamentales. Sin embargo, estos tropiezos no impiden que el balance general de las legislaciones expedidas al amparo de los estados de excepción sea desfavorable para los sectores populares.

Recuerdo, como ejemplo, que en la declaratoria de emergencia con motivo de la ola invernal a finales del 2010, Juan Manuel Santos autorizó por decreto la enajenación de hasta del 10% de las acciones de la nación en Ecopetrol y el ministro de agricultura de entonces, Juan Camilo Restrepo, un mes después anunció públicamente “la decisión del gobierno de construir una carretera entre Puerto Gaitán y Puerto Carreño para el desarrollo de la altillanura (…) La obra, que ya recibió el visto bueno del Departamento Nacional de Planeación, tendrá un costo de un billón ochocientos mil millones de pesos y será financiada con parte de la venta de las acciones de Ecopetrol”. Era clara la intencionalidad: beneficiar con la construcción de la carretera al gran empresariado de la altillanura, en donde, ¡horror!, no cayó una gota de agua. Vender Ecopetrol para atender el pedido de “los nuevos llaneros”, de los grupos Aval y Santodomingo, de los Ingenios, de La Fazenda, Mónica Semillas, Mavalle, Sapuga, Invernac, entre otros, y desde luego de Coviandes perteneciente a Luis Carlos Sarmiento Angulo quien pujaba simultáneamente en el negocio energético y por la concesión de dicha carretera. Afortunadamente, la Corte Constitucional declaró inexequible el Decreto Legislativo 4820 del 2010 que aseguraba el menudo negocio.

Y emulando a Santos, el gobierno de Iván Duque se ha desproporcionado aún más en el uso y abuso de los poderes excepcionales que le brinda la declaratoria de una emergencia que ha implicado, además, un confinamiento general y políticamente del congreso en particular. Prácticamente en este período ha decretado en exclusivo favorecimiento del sector financiero y los banqueros. Se puede decir que estos son los únicos que no han perdido con la pandemia, antes por el contrario, han ganado con ella, dándose el lujo de repartir dividendos (utilidades) inmediatamente después que Carrasquilla les redujo el encaje bancario para que le prestaran plata al gobierno; les dio la mano a los Fondos Privados con el Decreto 558, adelantando parcialmente la reforma pensional que los colombianos rechazaron el 21N; tomó de los ahorros de los trabajadores y de los dineros de los municipios para respaldar financieramente la atención de la pandemia; toda una feria de dádivas y regalos a los poderosos. Los colombianos se preguntan ¿Dónde están los 117 billones que el gobierno dice se han gastado en la atención de la pandemia?

Sin embargo, los estados de excepción tienen una particular relevancia cuando implica revestir de un poder temporal excepcional, casi omnímodo, a una persona representada en la figura presidencial, si se dan en el marco de un régimen presidencialista (o sistema político presidencial) pues éste supone de suyo, que la figura presidencial viene investida de los amplios poderes que aquel sistema le otorga. Empezaré diciendo, a tono con el concepto que nos legó Giovanni Sartori, que un sistema presidencialista es una de las formas de gobierno que adopta la democracia liberal y que consiste en cumplir mínimamente tres condiciones para llamarse como tal: primero, que la figura del “presidente”, que encarna el poder ejecutivo, llega al cargo de forma directa en elección popular; segundo, que su mandato preestablecido no puede ser anulado o abolido por el parlamento (o congreso) y no puede ser destituido en razón de su función ejecutiva por aquel; y tercero, que encabeza y elige el gobierno; es decir designa a los miembros de su gabinete (ministros y colaboradores) y es su jefe (jefe de gobierno). Esto significa que en la realidad, las circunstancias políticas y las relaciones de fuerza y de poder de una sociedad específica hacen que el poder presidencial prevalezca en diferentes grados sobre el poder legislativo. Siendo así, el presidencialismo y el hiperpresidencialismo solo se diferencian por el grado en que los poderes se concentran en la figura presidencial.

Regresando al contexto de la deliberación constituyente, una buena parte de los debates y discusiones de los asambleístas se centró en restablecer la función legislativa del congreso, bastante menguada por el hiperpresidencialismo que caracterizó la centenaria constitución de Núñez y Caro, y que se acentuó con el estado de sitio permanente como forma de gobernar. Desde luego que estas deliberaciones siempre se dieron en el marco de moderar, atenuar o morigerar ese hiperpresidencialismo, pues la asamblea nunca cuestionó el régimen presidencial como tal y jamás se propuso transitar a un régimen de índole parlamentario. Si bien Alfredo Vásquez Carrizosa, eximio intelectual conservador de la época, encendió las alarmas sobre los excesivos poderes presidenciales. Mientras que José Cardona Hoyos fue más allá del lugar común de la izquierda de la época, que no veía más allá de reformar del artículo 121 del estado de sitio, y avanzó solitariamente y sin mucho eco en el mundo político en la propuesta de un régimen de tipo parlamentario como salida constitucional a la crisis.

Apoyándome en la investigación de Ana Catalina Arango y compartiendo su hipótesis de trabajo y su conclusión, considero que, no obstante el avance democrático que significó el morigerar el régimen presidencialista consagrado en la carta del 86 al recortar relativamente el poder presidencial, abriendo formas de participación ciudadana y restableciendo facultades al legislativo, este esfuerzo no logró desplazar el sistema colombiano del “hiperpresidencialismo” hacia una forma moderada de presidencialismo, pues el ejecutivo, en su capacidad de mutación ante los amarres constitucionales que lo limitan, ha ido ampliando paulatinamente su poder, a tal punto que considero que actualmente podemos etiquetar el régimen político colombiano como un “hiperpresidencialismo”. Leamos pues a Ana Catalina Arango:

“(…) este trabajo parte de la hipótesis de que el sistema presidencial desarrolla una gran capacidad de mutar que le permite resistirse a las reformas constitucionales que intentan reducir la concentración de poderes en cabeza del ejecutivo. (..) con el término “mutación del presidencialismo” quiero hacer referencia al fenómeno según el cual cada vez que el constituyente lleva a cabo una modificación del texto constitucional que modera el ejercicio del poder presidencial, el ejecutivo consigue adaptarse a dicha reforma para recuperar su lugar dentro del sistema. El problema entonces no es la “modificación informal” de la Constitución. Por el contrario, la capacidad del presidencialismo de mutar se reconoce porque el presidente se ciñe a los límites expresos que el legislador le impone pero utiliza otras estrategias para ganar el espacio que ha perdido para imponerse sobre los demás poderes[1]”.

La pregunta que salta a la vista es: ¿de dónde surge esa capacidad de mutar del sistema presidencial? Creo que en los poderes facticos, reales, podemos encontrar una respuesta. Veamos: la ampliación y la profundización democrática son dos procesos convergentes hacia la realización del ideal democrático; que más y más ciudadanos se involucren y tengan el poder de decidir sobre los asuntos públicos y que a la vez que este poder decisorio no solo sea sobre asuntos importantes, pero socialmente secundarios, sino sobre los asuntos más fundamentales y vitales de una sociedad. El asunto es que la “pulsión competitiva” que rige la dinámica de acumulación capitalista obliga (como tendencia) a la concentración y centralización del capital en pocas manos, en contravía de los dos procesos de ampliación y profundización democrática referidos.

La “pulsión competitiva” requiere cada vez más que la arquitectura constitucional permita tomar decisiones de política pública que con frecuencia chocan contra el interés general o nacional, y debe hacerlo con frecuencia de manera expedita y urgente (fast track, al decir del neologismo), en demerito del proceso democrático, que tanto por su “lentitud” como por su contenido, es tomado como una embarazosa traba.

Incluso esta tensión se expresa de manera más nítida en la justificación constitucional de la excepcionalidad o anormalidad para decretar el estado de emergencia, cuando se requiere dotar al ejecutivo de poderes que permitan de manera urgente legislar por decreto para enfrentar el imprevisto, pues legislar en situación de normalidad requiere unos tiempos más prolongados que en determinadas contingencias no dan espera. La pulsión competitiva demanda en lo político del presidencialismo y del hiperpresidencialismo.

El coronavirus ha señalado y gritado “el neoliberalismo está desnudo”, poniendo en evidencia sus flaquezas, su inhumanidad, sus miserias… pero también ha gritado “el hiperpresidencialismo está desnudo” evidenciando cada vez más el ADN autocrático de nuestros gobiernos y de éste, autoritario y pro rico, que ha utilizado la emergencia sanitaria para favorecer a sus poderosos financiadores.

 

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[1] Arango Restrepo, Ana Catalina. MUTACIONES DEL PRESIDENCIALISMO, la transformación del poder presidencial en Colombia (1974-2018). Publicado en Estudios Constitucionales, Año 17, Nº 2, 2019, pp. 91-120.

 

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