sábado, diciembre 14

El “posneoliberalismo”

Por: Gustavo Bolívar Moreno

El primero de diciembre de 2019, cuando se conoció el primer contagio por coronavirus, un hombre de 55 años enfermo de neumonía en la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei en China, la humanidad estaba lejos de imaginar que asistíamos al nacimiento de un evento que la haría revisar con obligatoriedad y premura sus sistemas políticos, económicos, sociales y culturales. Ya nada volvería a ser igual. Ya nada volvería a ser normal.

Porque, como se cansaron de decirlo muchos líderes e influencers de varios países, esa “normalidad” era la que nos estaba conduciendo a la debacle. La normalidad de ver despegar y aterrizar 96 millones de vuelos al año que, según Air Transport Action Group, produjeron en 2017, 859 millones de toneladas de CO2, gas tóxico con efecto invernadero (Guzmán, S.M., 2019)

La normalidad de ver transitar por autopistas, carreteras y avenidas de todo el mundo más de 1.200 millones de automóviles, el 99% de ellos movidos por diésel y gasolina, y cerca de 600 millones de motociclistas, que en conjunto emiten al año cerca de 8 billones de toneladas de Dióxido de Carbono. La normalidad de recoger 3.2 millones de cadáveres accidentados en estos vehículos, anualmente.

La normalidad de ver morir 7.2 millones de personas por enfermedades causadas por la contaminación ambiental o un número idéntico por consumo de tabaco. La normalidad de contar los nueve millones de muertos que deja el hambre en el planeta, cada doce meses, seis millones de ellos, niños. La normalidad de enterrar al año 520 mil seres humanos picados por el mosquito que produce la malaria. La normalidad de ver morir por obesidad, principalmente por el alto consumo de grasas y azúcar, a más de 2.8 millones de seres humanos. Cifras tan exorbitantes que el más de un millón de muertos que deje el Coronavirus, serán una cifra anecdótica al lado de los millones de vidas que salvará el rompimiento de la llamada “normalidad”. A hoy 25 de julio de 2020, van 648.000 fallecidos, más del doble de los 303.000 que habían muerto el 25 de mayo.

Al fin y al cabo, como lo decía el sociólogo Emile Durkheim en su obra Las reglas del método sociológico (1985), la normalidad no es más que el “deber ser” dentro del estereotipo de lo correcto que impone cada sociedad. Se va construyendo a través de comportamientos y fenómenos que son constantemente repetidos hasta ser interiorizados por cada uno de sus miembros hasta ser “normalizados”.

Este rompimiento de la normalidad se verá reflejado en el cambio de comportamientos alimenticios, de consumo y de estilos de vida que se darán cuando todo haya pasado. Ahora, lo patológico, antónimo de lo normal, deberá incorporarse en el “posneoliberalismo”. Por ejemplo, al tener más posibilidades de morir en las Unidades de Cuidados intensivos por complicaciones adicionales a las del Covid-19, fumadores, obesos, e hipertensos seguramente replantearán sus dietas alimenticias y de consumo, lo cual traerá como consecuencia una disminución drástica en las estadísticas de muertes a nivel mundial por esas preexistencias.

Lo mismo sucederá con casi todas las naciones del mundo, notificadas ya por la pandemia, de la imposibilidad de continuar dejando la salud de sus pobladores en manos de mercaderes y negociantes. El escaso número de Unidades de Cuidados Intensivos y de respiradores artificiales, que existían en muchos países, salvo contadas excepciones, trajo consigo un aumento en el número de muertos por el virus y, de paso, desnudó la tragedia humanitaria que viven millones de personas en todo el mundo, a quienes el neoliberalismo convirtió en clientes de un negocio privado. Muertes que se habían podido evitar si en vez de buscar la mayor ganancia, como es debido en un negocio privado, los concesionarios de la salud hubiesen invertido decididamente en equipos, en médicos y en enfermeras.

Millones de personas han muerto en el mundo esperando una cita con un especialista, tramitando un tratamiento, muchas veces ante los jueces, o mendigando un medicamento para salvar su vida. Si a esto sumamos que la prevención brilla por su ausencia, porque al consorcio privado le conviene más facturar por enfermos hospitalizados, llegamos a esta inobjetable conclusión: Privatizar la salud es un crimen de lesa humanidad, desprivatizarla con urgencia y estatizarla, un imperativo moral para todas las naciones.

Si fuese verdad que la naturaleza conspiró para detener la debacle del planeta, manifestándose en forma de pandemia y confinándonos para obligarnos a detener el consumismo desbordado que amenazaba la existencia misma, no dudo que sus mayores motivaciones tuvieron que ser, reversar el cambio climático, revisar la criminal desigualdad social que impera en La Tierra y persuadir a todas las naciones de retomar el monopolio de la salud.

Solo pensar que el 1% de los humanos posee el 82% de la riqueza económica mundial, sin mover un dedo para impedirlo es ya, de por sí, un delito por omisión. Desigualdad entre naciones y desigualdad dentro de las naciones. Por ejemplo, reportó la revista Forbes esta semana que en un solo día, Jeff Bezos ganó 13 mil millones de dólares, que es el equivalente a toda la fortuna del hombre más rico de Colombia, Luis Carlos Sarmiento. A su vez, Sarmiento Angulo gana por hora 283 millones de pesos que contrastan, criminalmente, con los 3.000 pesos que gana por hora un empleado con el salario mínimo (Ver gráfica 1).

Y en esos desequilibrios tan brutales debió pensar ella (hablaré siempre en tercera persona de la naturaleza) cuando conspiró para que el murciélago mordiera al pangolín, el hombre se comiera al pangolín, y el virus que se incrustó en él se esparciera por todo el planeta.

Si el lector pone en duda la inteligencia de la naturaleza para inmiscuirse en estos temas, está leyendo en el lugar equivocado. Para entender esta conversación debemos partir del desagradable y subjetivo principio de la suposición, porque no hay más. Hay que armarlo a partir de coincidencias milagrosas y de indicios. Repito, no hay más. Lo otro sería creer en la teoría según la cual el covid-19 fue creado en un laboratorio con fines terroristas y luego distribuido por todo el mundo, incluso, en el mismo país donde se dice fue creado. No es una teoría descabellada, si nos atenemos a la propuesta de China de prestarnos 1.000 millones de dólares para comprarles la vacuna, pero es tan cuestionable como la de la conspiración natural. Igualmente, ambas son respetables.

Las pandemias siempre han existido, incluso con mayores pérdidas de vidas humanas. La Plaga de Justiniano (541 y 542) mató entre 30 a 50 millones de seres humanos (Infobae, 2020). La Peste Negra (1346 y 1353) mató a 200 millones de personas; casi la tercera parte de la humanidad. La Peste Bubónica (1.855 y 1959), con similar sintomatología a la Peste Negra, eliminó a más de 12 millones de terrícolas. La gripa española, altamente contagiosa y alimentada por la insalubridad que dejó la Primera Guerra Mundial, mató a más de 45 millones de humanos (Infobae, 2020). La diferencia con aquellas épocas es que para atender la pandemia de 1918, la Junta de Socorros construyó seis hospitales en Bogotá mientras que para la del coronavirus actual se está destruyendo el San Juan De Dios. (Ver gráfica 2)

Muchos dirán que, a pesar de ser más letales, esas pandemias no causaron tanta alarma porque en aquel entonces no existían las redes sociales. Yo diría lo contrario: mataron a muchas más personas porque no existían las redes sociales. Porque es innegable que este alarmismo, para algunos líderes mundiales como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Boris Johnson, benditamente exagerado, nos ha hecho temer, escondernos, saludarnos de lejos, lavarnos las manos varias veces al día, usar tapabocas para salir a la calle, reconocer en la muerte a un enemigo cercano y asustarnos lo suficiente para no contradecir las instrucciones altamente expuestas a través de las redes y los medios de comunicación. Luego, claramente no es el Coronavirus, ni lo será, la pandemia más letal de la historia de la humanidad, pero sí va a ser otra de las que ponga fin a una era económica. Porque casi todas tienen ese particular efecto.

Según algunos historiadores (ver: Pirazzini, 2020) la Plaga de Justiniano, que saltó de las ratas a las pulgas y de estas a los humanos, pudo ser una de las causas de la caída del imperio Romano. Por su parte, la Peste Negra, que se esparció por el mundo en barcos, puso fin a la era medieval. La Gripe Española condujo a la economía del mundo a una debacle que selló su suerte con la depresión de 1.930. Ahora, el coronavirus, por necesidad física, pondrá fin a la era neoliberal que nació con la escuela de Chicago a finales de los años 70 y que se puso en práctica por primera vez, a manera de laboratorio, en la Chile militarista de Augusto Pinochety se consolidó con la llegada al poder de Ronald Reagan en los Estados Unidos y Margaret Tacher en Inglaterra a principios de los años 80.

Este evento pandémico, del que somos testigos hoy, marcará un hito histórico del tamaño de la caída del muro de Berlín en 1989. Es, de hecho, el acontecimiento mundial más importante desde la caída de las Torres Gemelas en Nueva York en 2001. Por muchas razones. Cada uno de esos eventos trajeron consigo consecuencias económicas gigantescas. La caída del muro puso fin a la era soviética y con ella al bastión más importante del comunismo en el mundo. El atentado a las Torres Gemelas cambió el paradigma de seguridad en el mundo y empezó a arrastrar una serie de traumas en la vida económica de los Estados Unidos que desembocaron en la crisis de 2008.

Pero en ninguno de esos eventos se conocieron consecuencias económicas tan devastadoras como en el actual. Recesión mundial, miles de aviones parqueados en las pistas de los aeropuertos, hidrocarburos en su peor precio histórico, países en default, 4 mil millones de seres humanos confinados en sus casas, decrecimientos de entre el 5 y 15 puntos del Producto Interno Bruto de muchas naciones; un desempleo mundial rondando el 30%, millones de empresas quebradas, y lo más paradójico, al otro extremo en contraste con la lista de ruinas y pérdidas, unos ríos translúcidos, los nevados esbeltos, cielos descontaminados, animales salvajes recorriendo ciudades, zonas áridas descansando del fracking, bosques renaciendo de sus cenizas y los más importante, humanos más humanos, más conscientes, menos vanidosos y aquí estoy pensando con optimismo, menos depredadores. Resulta imposible que después de esta bofetada despertadora del universo, las mayorías no estemos reinventándonos para salir de la “normalidad” que nos estaba consumiendo. Si no es así, si seguimos igual, si no tomamos conciencia de esta oportunidad que nos da ella, tendremos que concluir que la nuestra, es una raza de suicidas, autodestructores que merece el cataclismo que ella misma está construyendo.

El solo darse cuenta de que, en una eventualidad como esta, aparte de la alimentación y la salud, nada es tan absolutamente indispensable, ya deja un mensaje claro a los gobernantes sobre la necesidad de volver los ojos hacia un agro sin transgénicos y hacia un sistema de salud público y en lo posible gratuito. Nada más importó en estos meses. Se acabaron los campeonatos de fútbol y nada pasó; se aplazaron los juegos olímpicos y nada pasó; se aplazaron grandes conciertos y nada pasó; se cancelaron millones de viajes de placer y negocios y todo siguió igual; millones de estudiantes no pudieron regresar a sus aulas y la vida siguió su curso. Pero nadie pudo dejar de alimentarse, ni los infectados pudieron prescindir de la prueba, la Uci, el respirador, la cama de hospital.  Todo esto nos debe hacer reflexionar sobre el rol de la angustia en nuestras vidas para llegar a una alegre conclusión: podemos vivir con lo básico, nada puede importar más que la salud y la sana alimentación. Los problemas económicos y los existenciales son secundarios cuando lo que está de por medio es la vida misma. Vidas que podemos replantear a partir de lo verdaderamente esencial.

El mensaje es claro. La lógica nos llama al equilibrio. Ni tanto consumismo que destruya el planeta, ni tanto encierro que acabe la economía. Luego, el reto, para que el encierro sea corto, es encontrar ese punto intermedio que nos permita aplanar la curva del contagio y ese punto no es otro, está probado, que el subsidio a las nónimas de empleados, por lo menos a pequeñas y medianas empresas y una renta básica, de un salario mínimo por familia en condición de vulnerabilidad, durante cuatro meses, para que la gente pueda cumplir con tranquilidad el confinamiento sin generar desorden social. Solo así podremos eliminar rápidamente la amenaza como lo hicieron China, Corea, Costa Rica y otras naciones.

De eso se trata el posneoliberalismo. Encontrarle al capitalismo el lado humano y ecológico para que ni sufran los bolsillos de las personas ni sufra el medio ambiente. Encontrar esa dosis de racionalidad que haga coexistir la economía con su entorno. En pocas palabras, que el planeta se beneficie de la economía y no la economía del planeta. Para que resurjan las empresas, se recuperen los empleos perdidos y el poder adquisitivo de las personas, pero sin destrozar el agua, el aire, los árboles, los nevados, que son la vida misma, haciendo la transición energética que nos acerque al cumplimiento de las metas climáticas para 2050.

No obstante, sería imposible alcanzar esa ecuanimidad sin hacer antes un inventario de lo que había antes y lo que habrá el día en que se supere la pandemia. Ahí sabremos que la economía estaba mejor antes de la irrupción del virus pero que el planeta estaba a punto de colapsar. A partir de ese inventario sabremos que el planeta está mejor ahora, pero la economía es la que está a punto de hundirse. Luego de ese sencillo y básico diagnóstico debemos salir en busca de soluciones. Así mismo, sabremos que el dilema “economía vs salud” es quimérico y artificial, pues uno no existe sin el otro.

Solo un cambio de paradigma nos podría corregir el rumbo. En los siguientes silogismos se resume la necesidad de avanzar en ese cambio de paradigma. El primero de ellos, referente a lo económico, sería el siguiente: Sin salud no hay fuerza de trabajo, sin empleados no hay producción, sin producción no hay salarios, sin salarios no hay consumo, sin consumo no hay empresas, sin empresas no hay recaudo fiscal, sin recaudo de impuestos no hay estado, sin estado no hay salud, ni educación y ahí se repite el círculo vicioso. En lo estatal, el proceder no debería ser socializar las deudas y privatizar las ganancias, sino democratizar el bienestar. Finalmente, en lo ecológico sería así: Sin consumo no hay depredación, sin depredación hay vida, pero solo en su estado primario. Pero, si el hombre además de suplir las necesidades básicas requiere de algún nivel de bienestar y algunas comodidades como buenos autos, grandes autopistas, aparatos electrónicos, viajes por el mundo en avión, comidas exóticas, prendas de vestir finas, la premisa final debería ser: necesitamos de la economía para mejorar el nivel de vida de las personas, pero también salud para disfrutarlo. Porque de nada vale tener las comodidades y el nivel de vida que da la economía, si no se tiene bienestar físico. Entonces, lo primordial termina siendo el cuidado colectivo del planeta para tener salud y por ende vida, y tener vida para emprender o para disfrutar la economía.

No es imposible de entender, pero es difícil de aplicar porque aquí aparecen los intereses mezquinos. Muchos potentados dirán ¿a mí qué me importa el planeta si para cuidarlo tengo que reducir mis ganancias considerablemente y tal vez ello implique la pérdida de algunos puestos en el ranking de Forbes?

Otros ricos, por el contrario, y ya lo están haciendo al solicitar en una carta a sus gobiernos que les cobren más impuestos, se preguntarán ¿De qué me vale tener tanto dinero si no alcanzo a gastarlo ni en varias vidas porque no tengo salud ni tranquilidad? Este par de preguntas plantean y resuelven el principal problema del neoliberalismo: La desigualdad social. Un sistema que privilegia la competencia, pero sin tener en cuenta que en la cabeza del partidor solo están los privilegiados, los que han gozado de una buena educación, herencias poderosas, prebendas corruptas de los estados o mejores posibilidades de ingresos, es un sistema ruin y cruel que, además, por inercia, produce violencia. No podemos poner a competir en igualdad de condiciones a personas que viven con menos de un dólar diario, contra personas que lo tienen todo, de sobra y sin control.

De modo que el nuevo modelo que debe imperar después de esta pandemia, que revuelque las estructuras políticas y financieras del planeta, es el del “capitalismo humano”: un capitalismo progresista. Un capitalismo que respete la propiedad privada y promueva el emprendimiento, pero que a la vez permita que el Estado subsane esos profundos desequilibrios que se ahondaron con el neoliberalismo, para que en el partidor de la libre competencia quepan todas las expresiones y todas las clases sociales. Esto no significa el regreso del Estado Benefactor a ultranza, sino el regreso al sentido común. El Estado que educa con calidad y sin excepciones a sus hijos más débiles hasta ponerlos en el partidor, con posibilidades de triunfar, al lado de los que no necesitan del Estado.

Es un revolcón ambicioso y obligatorio para el que, desafortunadamente, tenemos poco tiempo si lo queremos hacer de manera pacífica. Digo poco tiempo porque los estallidos sociales por las profundas injusticias que generó el neoliberalismo ya habían empezado a recorrer el mundo antes de la pandemia. Francia, Hong Kong, Ecuador, Chile, Colombia, entre otros, ya tenían a millones de inconformes en las calles, protestando contra el modelo que profundizó las desigualdades a través de mafias políticas que privilegian al gran capital, a cambio de financiación para sus campañas y negocios turbios, a costa del erario, en los que participan, casi siempre, miembros de los partidos tradicionales.

En conclusión, si millones de personas pedían revolución, esta ya se produjo. Todo por un inesperado enemigo invisible, que ni las grandes potencias con sus fabulosos arsenales bélicos pudieron detener a tiempo. Un enemigo silencioso que ataca hasta hoy a más de 16 millones de personas, sin que hasta ahora nadie pueda frenarlo. Y dentro de ese replanteamiento se debe discutir el papel de las naciones que no invierten en Ciencia y Tecnología, dándole prioridad, en muchas ocasiones, a la guerra. Esas que debieron esperar meses, mientras los infectados morían en sus casas, para que los países que sí invierten desarrollo tecnológico, les enviaran respiradores artificiales o reactivos para la elaboración de pruebas, las mismas que deben hacer cola para comprar la vacuna cuando esta aparezca y sea comercializada.

La pospandemia no será menos grave. Las pérdidas por el cierre del comercio y las industrias se calculan en trillones de dólares. Con aeropuertos cerrados, millones de personas confinadas, empresas en ley de salvamento, estados subsidiando el desempleo y medidas de bioseguridad extremas, la humanidad debe asumir la nueva realidad del distanciamiento social y la reorganización de las prioridades económicas.

Aunque acabará con la forma más salvaje de neoliberalismo, la pandemia no será el fin del capitalismo, aunque sí de su forma cruel de convertir en negocio los derechos fundamentales de las personas. Y aunque la salida a los dilemas que plantea esta reorganización debe pasar, necesariamente, por retomar algunos de los postulados keynesianos, no podemos llegar al extremo contrario de convertir al Estado en un benefactor universal inviable. En lo que sí debemos ser radicales, sin titubeo alguno, es en que la redistribución del ingreso alcance para que la educación, la salud y el saneamiento básico tengan un carácter universal, gratuito y de calidad. Que los derechos fundamentales no puedan ser privatizables, que los gobernantes entiendan la diferencia entre un servicio y un derecho fundamental.

Si esto se consigue, junto al logro de evitar millones de muertes por la forzosa lección a la que tuvimos que someternos, podríamos estar diciendo, en pocos años, que en 2020 la humanidad sufrió una pandemia que fue bendita porque frenó la destrucción del planeta y sepultó, ojalá para siempre, un sistema económico que solo sirvió para acrecentar los privilegios, la desigualdad social y las riquezas de unos pocos, a costa de pauperizar la vida de miles de millones. Bienvenidos al posneoliberalismo.


Bibliografía

 

 

 

 

 

  • Pirazzini, G. (2020). “La peste que asoló el imperio de justiniano”. National Geographic. Recuperado de: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/peste-que-asolo-imperio-justiniano_13631

 

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