Por María José Pizarro
Se anuncia una nueva demanda contra la serie de Fox Telecolombia y Caracol Tv.
“La mala historia no es historia inofensiva. Es peligrosa. Frases aparentemente inocuas pueden resultar sentencias de muerte”.
Eric Hobsbawm.
En el inicio de cada emisión de la serie “El general Naranjo” se lee: “Advertencia. En esta historia algunos personajes y sucesos son reales, otros son ficticios. Basado en el libro El general de las mil batallas de Julio Sánchez Cristo. Y en hechos reales e información de dominio público. Cualquier similitud con la realidad es una coincidencia”. Pero no, no es coincidencia. Es intencional.
La información que se presenta como un hecho cierto y definitivo, pero que corresponde a un juicio de valor u opinión, es falaz en tanto no corresponde a la realidad cierta y demostrable, ha dicho la Corte. Y eso es justamente lo que sucede con la serie: presenta acontecimientos que nunca ocurrieron como si fueran hechos históricos o los tergiversa para adjudicar responsabilidades penales a personas inocentes, revictimizar a las víctimas o pasar por alto sentencias, fallos judiciales e investigaciones académicas de valor histórico. La veracidad de la información no sólo tiene que ver con el hecho de que sea falsa o errónea, sino también con que no sea equívoca, es decir, que no se sustente en rumores, invenciones o malas intenciones o que induzca a error o confusión al receptor. Es un derecho de todo ciudadano exigir que la información que recibe sea veraz e imparcial; es decir que sea verdadera y sustentada en la realidad, que sea objetiva y que su forma de presentación no sea sesgada, pretenciosa, arbitraria ni malintencionada.
Los seriados, enmascarados bajo la promesa de mezclar ficción con realidad, no pueden convertirse en un campo de batalla entre audiencia y realizadores, entre verdad o mentira, entre interés colectivo y particular, entre víctimas y victimarios, entre verdades fragmentadas o falsedades oficializadas, porque ese no es su objetivo ni su razón de ser, así como tampoco puede usarse como un instrumento de desinformación y persecución política, desde el cual se intente ganar terreno en la disputa por la memoria histórica, deslegitimando apuestas por la paz que costaron enormes sacrificios y valiosas vidas o calumniando a quienes ofrendaron su vida en la lucha contra la corrupción y el narcotráfico, porque esta deformación no es inocua y sus consecuencias tienen un impacto duradero en la historia y en la sociedad; en la manera como nos relacionamos con nuestro pasado y proyectamos nuestro futuro.
Cuando se tergiversa la historia, se presentan hechos históricos de manera distorsionada o se relatan sucesos que no corresponden a la realidad, pero a los que se les quiere adjudicar un valor histórico, se está atentando grave y dolosamente contra el derecho a la memoria histórica y a la verdad de un país, se está deformando la memoria colectiva y adulterando la memoria individual. Y cuando esta distorsión incluye la presentación de personajes que realmente existieron, con nombre propio en un contexto histórico real, pero se imprime sobre ellos características falsas, y se les presenta de un modo calumnioso y denigrante, atentando contra su dignidad y la de su familia, se están violando derechos humanos y se está incurriendo en delitos reconocidos por el código civil. Ninguna producción televisiva ni ejercicio informativo de pequeña o amplia difusión, puede fundarse en el desprecio a la dignidad humana argumentando que se trata de “ficción” para irrespetar la memoria de sujetos históricos o de cualquier persona. La dignidad es un derecho inherente a todo ser humano.
El desarrollo de un relato que articula ficción con realidad, supone por tanto un reto creativo que exige además rigor ético e investigativo. Sin embargo, en la serie El General Naranjo esta articulación se advierte más como recurso que como objetivo, pues ésta contiene más ficción que realidad, aunque su principal problema es que mediante una suerte de artificios pretende otorgar veracidad a fabulaciones de criminales, incluso más que verosimilitud, que es lo que persigue toda narración. De este modo termina por promover el falseamiento (tendencioso) de la historia y la clausura impune de un pasado no resuelto todavía.
Toda narración audiovisual posee la facultad de expresar y posicionar un discurso que subyace en su concepción para transmitir un mensaje, más allá de la realidad o la ficción con la que lo narren, para lo cual su creador dispone de técnicas y medios diversos que le ayudan a lograr su cometido. Reconocer, entonces, el lugar y la posición desde la que se narra es fundamental, teniendo en cuenta que no hay mirada ingenua y que desconocer la existencia de una ética de la interpretación en un caso como éste, es un acto deliberado y además nocivo.
A partir del reconocimiento de los problemas que plantea la serie, como imprecisión histórica, calumnia, mitificación de falsos héroes, estigmatización y ausencia de las voces de las víctimas, deconstrucción de memoria, etc., vale la pena preguntarse, como lo haría Norma Garza a propósito de Los narradores de Auschwitz de Ester Cohen, “¿Cómo reconocerse en el ahora si no hay una elaboración del ayer? Para recordar y guardar memoria hay que imaginar. Imaginar para ver y dilucidar lo que fue, crear con la narración el lugar de la memoria”.
¿Qué es ficción y qué es realidad en esta novela? ¿Cómo puede un televidente distinguir entre lo que es real y lo que no lo es, cuando la falsedad se construye con elementos que hacen parte de una realidad histórica trágica y difícil de olvidar y de superar? ¿Por qué este modelo audiovisual, que se apoya en la falsedad histórica, se ha hecho tan recurrente en Colombia?
El debate que debería darse, como hemos insistido desde hace años y desde diversos sectores sociales, políticos y académicos, es sobre cómo se construye la memoria de un país martirizado por la guerra y la violencia, cómo el uso irresponsable de los medios de comunicación para imponer una versión tergiversada de la historia (consecuente con los intereses comerciales de productoras y empresarios, y sectores afines al gobierno) genera nuevos daños a una sociedad violentada y excluida, y afecta tanto el debate público sobre el deber de cerrar con justicia, verdad y reparación los oscuros capítulos de nuestra historia, dignificar a las víctimas, divulgar las narrativas que subyacen en la violencia ejercida desde el mismo Estado, y generar espacios de análisis sobre sus causas y los enormes costos que hemos tenido que asumir como país para entender la urgencia de avanzar hacia la consolidación de una paz real, de una paz total.