Esta es la historia real de un hombre bueno y bondadoso al que los paramilitares uribistas del Magdalena Medio le destruyeron su vida. Parte III de la crónica El Dinosaurio bueno y la Jirafita rota.
Crónica de Urías Velásquez / twitter @UriasV
Los paramilitares del Magdalena Medio idolatraban al Matarife. ¿Por qué razón? En realidad no es fácil saberlo. Yo, por más que lo pienso, no me lo explico. Y es que el “legado” de este personaje, tanto en su corta alcaldía, su gobernación y sus dos presidencias, fue absolutamente nefasto.
En términos exactos se diría que el monstruo convirtió la región en un camposanto gigante. Ningún otro lugar presenció tanta muerte, soportó tanto dolor y atestiguó tanta infamia. Al punto que es casi imposible encontrar un solo rincón del Magdalena Medio en donde no se haya sembrado la tierra con cadáveres, seres que nada tenían que ver con el conflicto armado: hombres, mujeres, niños y niñas que solo eran “culpables” de estar allí, y, claro, de tener sueños, de querer salir de la pobreza asfixiante y encontrar el progreso que este país desigual e injusto les había negado desde siempre.
Pero lo peor de todo, ni siquiera era el elevado número de muertos o las masacres que se daban como arena en el Sahara, sino la manera en que eran asesinadas las personas, la sevicia siempre presente: a muchas se las desmembraba vivas, a otras se las decapitaba y, luego, se jugaban al futbol con sus cabezas, a unas más se les abría el vientre a cuchillo “vetiao” y, acto seguido, se las obligaba a observar mientras veían salir las vísceras de su cuerpo, advirtiendo siempre a los familiares de las víctimas, a las que se les obligaba a mirar, que quien primero llorara seria el siguiente muerto.
Pero había más, a las mujeres se las violaba en grupo, durante varios días, se las empalaba vivas. A quienes mejor les iba era a aquellos que en la cancha de fútbol se hacían extender en el suelo y luego se les daba un tiro de gracia.
Todo esto, por supuesto, con la ayuda de la institucionalidad en pleno: el ejército y la policía asesinando al mismo ritmo de los paramilitares, sitiando las poblaciones para que las víctimas no pudieran denunciar los hechos, brindando apoyo logístico a los asesinos; el extinto D.A.S investigando a las víctimas para asegurar la celada, acorralando poblaciones enteras para que fueran masacradas a la vista de todos; la Fiscalía alterando los hechos para que los verdaderos culpables salieran ilesos; la clase política orquestando el genocidio y los periodistas famosos como Néstor Morales, Claudia Gurisatti y la infaltable Vicky Dávila, entre otros muchos, mintiendo, escondiendo las masacres, manipulando al pueblo y, por sobre todo “lavando la cara” de los genocidas que como el presidente eran retratados como santos patriotas cuando en realidad eran bestias frías y asesinas.
Yo, en mí trasegar periodístico, directamente de las víctimas o de los perpetradores escuché muchos relatos tenebrosos de esta Colombia amarga en donde se perfeccionó al límite la bellaquería y el asesinato sistemático: ahora recuerdo, por ejemplo, los juegos macabros en los que los paramilitares afines al Matarife pedían a la víctima escoger un número y, posteriormente, dijera el preguntado el número que dijera, se le avisaba con algarabía que se había ganado el premio, premio que no era otro que un balazo en la cabeza. Tiro que de inmediato era ejecutado sin que los que a continuación iban a ser asesinados pudieran verbalizar una palabra, proferir un lamento o exponer una queja.
Sí, fueron muchas historias que me hicieron llorar y de las que singularizar alguna me cuesta. En todo caso, el relato de Moly me aterra tanto porque su historia parece ser un resumen completo de las tragedias que conllevó la mal llamada “Seguridad Democrática” -que tanto defiende la congresista Juanita Goebertus- y que implicó tantos muertos: cientos de miles de campesinos, afrodescendientes, líderes sociales, indígenas, entre otros. Seres que eran padres buenos como Luis Alberto al que asesinaron a tiros delante de su pequeña de apenas nueve años, hermanos como Alexander al que un día cualquiera simplemente desaparecieron, abuela a las que le infringieron tanto dolor que apenas la muerte vino a traer un leve consuelo. En fin, pero, entre todas las tragedias que Moly me narra la que más me impresiona es la del abuelo.
La tragedia de un Abuelo bueno:
Esa madrugada, algo desde el principio no encaja. Al salir al patio a preparar la bicicleta, tarea que consistía en engranar las cadenas, inflar las llantas, alinear el manubrio y engrasar las bielas, el tío Alexander, el más noble y bonachón de la familia, encontró sentado frente a las matas al abuelo. La escena era poco más que extraña, un hombre de edad madura acariciando una flor como si aquella le hablara o le narrara secretos.
—Buenos días papá, ¿qué haces despierto tan temprano?
El preguntado no respondió y, en lugar de eso, se aproximó y abrazó al muchacho. Después lo separó un poco con ambas manos, lo miró a los ojos fijamente, se empinó un poco y lo besó en la frente:
—¿Sabes que te quiero hijo? ¿Lo sabes?
El tío Alexander sonrió y un poco sorprendido asintió con un gesto. Después de otro par besos el viejo se conformó y permitió que el hijo fuera a alistarse, en pocos minutos habría de encontrarse con el Doctor Díaz su amigo y con quien cada semana salía a ejercitarse.
Es bien sabido que en tierra caliente el tiempo camina más afanado en horas tempranas, así que pronto se hizo tarde. El tío Alexander, de un envión, se aperó en el lomo frio de su bestia de acero y salió. Segundos después el viejo hizo lo mismo, pero a pie y corriendo:
—Hijo, hijo –gritó, primero en voz baja para no despertar al resto y después, gradualmente, aumentando el volumen-, hijo, hijo, hijo… se te olvidó el chaleco ‘reflectivo’.
Pero las pedaleadas desesperadas fueron más veloces que los sonidos de la voz urgida y así fue como la prenda se quedó sin dueño para siempre.
Esa tarde noche y después de las siete la preocupación se hizo latente: el tío Alexander jamás volvía de su travesía en bicicleta después de las tres. Entonces Charito le pidió a su marido, don Ovidio, que fuera a averiguar al pueblo.
Lo primero que hizo el viejo fue ira la casa de Díaz, pero lo que allí le dijeron lo conmocionó, tampoco el doctor había retornado a casa. Entonces decidió ir a la Alcaldía. Para cuando arribó al marco de la plaza, ya un rumor tétrico se había esparcido por el pueblo entero: “que a dos jóvenes deportistas las autodefensas afines al uribismo los habían asesinado y desaparecido”.
Pero, y como suele suceder en estos casos, el verdadero interesado en la noticia fue el último en enterarse del rumor. Lo que sucedió a pocas cuadras de la estación de policía y cuando algunos vecinos reunidos en una esquina susurraron -tal vez en voz demasiado alta- sobre el suceso. Fue cuando el abuelo se percató que hablaban de su hijo y el médico.
—Don Ovidio, no quiero ser “ave de mal agüero” –respondió el vecino interpelado-, pero es que por ahí dicen que esta mañana, al igual que sucedió Martin Torres, con el señor Quiñones, con el indio y con tantos otros, los paramilitares se cargaron a su hijo y al doctor Díaz.
Dicen los que atestiguaron el hecho que el abuelo mudó de color y que la vista se le apagó de inmediato, grandes ojeras aparecieron en el rostro y la angustia lo dejó mudo por largo rato. Después, simplemente cayó al suelo. Como pudieron, los presentes lo auxiliaron, le rociaron agua primero y después, al ver que no reaccionaba, le acercaron una mota empañada de alcohol a la nariz.
Al volver en sí, el viejo se puso en pie y sin explicar nada se dirigió a la estación de policía. Allí los oficiales presentes le dijeron que “no se preocupara que si su hijo no debía nada las historias que le habían contado no eran ciertas”. Y, después de más de tres horas de ‘ires y venires’, prácticamente lo obligaron a salir de la comandancia.
—¡Váyase para su vivienda! Vea que sus otros hijos lo pueden estar necesitando y usted aquí perdiendo el tiempo.
El abuelo que era un alma inocente no entendió la amenaza, pero, en todo caso y, al final, decidió que lo mejor sería volver a casa.
Entonces llegó el siguiente día, y el siguiente, y, a pesar que Ovidio, Charito y los demás familiares se dirigieron a todas las dependencias oficiales, buscaron en todos los rincones del pueblo, nada que aparecía el hijo: de alguna manera se lo había tragado la tierra.
Finalmente, el ejército esparció un rumor que los desaparecidos se habían ido para la guerrilla.
Esa versión indignó a toda la familia que rechazaba a cualquier grupo violento, entonces Ovidio, el patriarca, se llenó de valor y se fue a enfrentar a los presuntos asesinos de su hijo que andaban como “pedro por su casa” en el pueblo, acompañados siempre por militares, vestidos con prendas del ejército y armados hasta los dientes. Pero estos no le confirmaron ni le negaron nada y, en cambio, se burlaron varias veces: “usted para qué tantos hijos”, le dijeron.
De ahí en adelante, carros fantasmas todos los días se estacionaban frente a la casa, adentro de esos, hombres vestidos de ropa militar y armados hasta los dientes que cuando notaban que estaban siendo mirados hacían primero un gesto de hacer silencio y, luego, un ademan de degollamiento.
Poco a poco el tiempo indolente siguió trascurriendo y el dolor y el desasosiego comenzaron a taladrar en el abuelo que alguna vez había sido una roca. Y así del dirigentes más prominentes del pueblo, de estatura destacada y contextura fuerte emergió un alma en pena, encorvada, flaca y sin alientos.
Fue entonces cuando la familia entera comprendió que Alexander no regresaría jamás, que estaba muerto y que lo único que quedaba por hacer era buscar el cadáver, tarea de la que se encargó por entero el abuelo quien conocedor, como todos los ciudadanos del pueblo, del ‘modus operandi’ de los paracos se fue a revisar los mataderos, las fincas donde se percibían remoción de tierras, los cementerios donde había tumbas vacías, pero, por sobre todo, los ríos de Antioquia que, de cuando en cuando, se teñían de rojo sangre debido a la cantidad de muertos que allí arrojaban los violentos.
Pero nada. Por ningún lado se hayo rastro de Alexander o del médico.
En todo caso, el abuelo no perdía las esperanzas y todos los días salía sin falta a continuar la búsqueda. Fue por esa época en que mi papá le dijo: “papá usted tiene que dejar de llorar o se va morir de pena moral”.
El abuelo escuchó lo que se le advertía, sí que lo escuchó, pero le ganó el dolor y se echó a llorar. En todo caso, esa charla tuvo un efecto devastador porque de ahí en adelante el viejo prácticamente decidió no volver a la casa, apenas si iba a dormir un par de horas en la noche y solo cuando la oscuridad le permitía ocultar las ojeras de tanto llorar. Eso sí, bien de madrugadas se devolvía a la su oficina o al parque a llorar de nuevo.
—ay mijito, a mí la vida me la acabaron cuando me desaparecieron a mi hijito. Le decía el abuelo a cualquiera que viéndolo entre lágrimas en aquel sillón del parque se atrevía a preguntar por qué lloraba con tanto dolor.
Un año más tarde los efectos eran evidentes porque en escasos doce meses el viejo envejeció por lo menos veinte años. Ahora su cabeza pelada por completo y las arrugas en el rostro avisaban que la vida se estaba esfumando a manotadas. Aún así, el abuelo no paraba y no se daba por rendido, entonces en uno de esos viajes de búsqueda cayó aparatosamente de su bicicleta y se fracturó la cadera. Varios tornillos de acero fueron necesarios y un bastón de madera se convirtió, de ahí en adelante, en su tercera pierna.
Aun así, todos los días, Ovidio se las ingeniaba para ir al parque a sentarse en una silla de madera o simplemente a pararse en una esquina, a esperar que asomara algún ciclista. Y cada vez que sucedía y a lo lejos una bicicleta aparecía él, con dificultad suprema, se ponía de pie, se estiraba lo más que podía y observaba atento. Luego, y cuando constataba que no era su hijo, se retiraba las gafas y con un pañuelo perfectamente planchado se secaba las lágrimas.
Y así fueron dos años y un mes, hasta que una mañana el abuelo se sintió mal en su oficina y le pidió a su asistente que lo auxiliara… algunos amigos que nunca le faltaron lo llevaron al médico, convaleció un mes y poco y a los 802 días de que lo dejaran sin su hijo, el abuelo no quiso que su corazón latiera más.
La abuela en todo momento estuvo a su lado y fue quien por última vez le cerró los ojos y lo despidió para la eternidad con un beso de amor en los labios.
No se sabe muy bien si en el ataúd empacaron también el chaleco ‘reflectivo’ que el abuelo siempre cargaba consigo.
En el pueblo la muerte de mi abuelo fue un motivo de consternación, la Secretaría General de la Alcaldía dirigió una carta de solidaridad a la familia, se declaró día de luto y la bandera se izó a media asta. Todos los habitantes de la región asistieron al sepelio y muchos de ellos lloraron cuando el cura concluyó el sermón con las siguientes palabras: “se murió un hombre bueno, que no bebía, que no era infiel, que no usaba malas palabras, que no ofendía a nadie, se murió un señor al que los malos sin ninguna razón convirtieron en sufrimiento y dolor”
Parte I de esta historia en: El Dinosaurio bueno y la Jirafita rota.
Parte II de esta historia en: La mujer a la que los paramilitares le desaparecieron a un hijo y le mataron al otro
Continuará…
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