Por: Gustavo Bolívar Moreno
Muy niño, ante la muerte de mi padre, mis cinco hermanos y yo tuvimos que salir a trabajar para ayudar a mi madre con los gastos de la casa. Acabábamos de inmigrar de Girardot a Bogotá. Mi primer trabajo fue vender cachuchas, cojines y banderas en los estadios de toda Colombia. Gracias a esa labor, tuve que viajar mucho y ese contacto tan temprano con todas las regiones del país me conectó con sus problemas, su idiosincrasia, su gastronomía diversa, con su música.
Uno de esos viajes fue a la Costa Atlántica. Allí, a las afueras del estadio Romelio Martínez, en un partido entre Junior y Millonarios, y en medio de vendedores de jugo de corozo y arroz de lisa, descubrí la música vallenata. Creo recordar que la primera canción que me llegó al alma fue una de Silvio Brito que se llama “Llegaste a mí”. Al finalizar ese partido, después de una gran venta, me dio por entrar a ver a mi equipo del alma, pero no me dejaron entrar con las maletas donde llevaba la mercancía. Entonces un vendedor que se encontraba a mi lado, muy acomedido él, me dijo que me cuidaba las tulas mientras terminaba el partido. Confié en él, con inocencia de niño y entré al estadio. Como todo buen primíparo, ante un gol de Juan José Irigoyen me levanté a celebrar sin recordar que estaba entre fanáticos y casi me acaban la cabeza a punta de cubos de hielo. Cachaco hpta, cabeza de no sé que vainas, me gritaban.
Millonarios perdió ese día 2 a 1. Como si fuera poco, al salir del estadio el acomedido vecino de ventas ya no estaba. Lo busqué por todos los alrededores del Romelio y no lo encontré. Muy acongojado me puse a llorar. Dentro de una de las tulas había dejado una grabadora que le prometí llevar a mi mamá. Otro vendedor que estuvo a mi lado toda la tarde durante la jornada de ventas me dijo que me tranquilizara que él me daba el chance de recuperarme y no tuve más que aceptar su ofrecimiento: Ir a su casa a lavar un carrito para llenarlo de jugo de corozo para vender al día siguiente en el Paseo Bolívar.
Durante horas, entre ese noble señor y su esposa, en una casa muy pero muy pobre, a la que llegamos por una serie de calles sucias y pantanosas, estuvimos recuperando el tanque de aquel coche que se encontraba muy deteriorado. Nos dieron las 4 de la madrugada, no solamente lavando esa mole de acero inoxidable sino también escuchando un casete de Diomedes Díaz que se repetía una y otra vez en una grabadora. Me aprendí de memoria las canciones “Cristina Isabel”, “Me deja el avión”, “El Gavilán Mayor” con el acordeón del gran Colacho Mendoza, y una de las que hoy en día es de mis favoritas llamada “Lluvia de verano”, del álbum “La Locura” que grabó junto a Juancho Rois. Puedo decir con toda humildad que esas letras y las de otros vallenatos como “tu firme enamorado” de los Hermanos Meriño, y “Muere una flor” del binomio de oro, hicieron mella en mi corazón de escritor. Pudo ser mi primer contacto con la literatura.
Lo anterior para contarles que soy vallenatólogo. Amo el vallenato. Me sé el 90% de las canciones de Diomedes. Creo ser uno de los colombianos que más letras se sabe de ese género. Y dentro de esa constelación de estrellas, el que más me gusta por su fuerza interpretativa, la filosofía de sus letras, la picaresca de su interpretación es, precisamente El Cacique de la Junta. También me encantan los hermanos Zuleta en su versión “Luna Sanjuanera” no en su versión “Viva la tierra paramilitar”.
“Años después frente al pelotón de fusilamiento” parodiando al gran Gabito, me encontré con el abogado Edgar Niño en un restaurante quien me propuso que hiciera un libro contando la historia del asesinato de Doris Adriana Niño en el apartamento que habitaba Diomedes Díaz, en el Edificio Navarra, por la calle 109 del barrio Santa Bárbara en Bogotá. Eso significaba, nada más ni nada menos, que dispararle a la cabeza de mi ídolo de la música de esa entonces. Ya había cursado varios semestres de Comunicación Social en la Universidad de la Sabana y también había publicado mi primer libro que se llamó “El candidato”. Ese libro, justamente había llegado a manos del abogado de marras a través de un amigo común de apellido Villarraga y por él llegó a mí.
Como periodista en formación acepté el reto. Dos días después, a una oficinita de publicidad que tenía con un amigo, hoy uribista furibundo, llegó el abogado niño con varias canastas plásticas repletas de documentos. Las pilas de páginas sumaban 1,40 metros de altura. Fueron 66.000 folios los que me llevó el abogado. Al verlos casi me desmayo. No acabaré nunca de leerlos, le dije. Le pedí un año. Me dijo que el libro tenía que estar antes de seis meses o perdería vigencia. Me comprometí a intentarlo. Entonces liquidé la sociedad con mi amigo y me dediqué a leer el voluminoso expediente.
Transcurría el año de 1.997. Fueron noches, semanas, meses, pegado a una historia apasionante. Me enganché tanto que se me olvidó vivir. Dejé todo lo que estaba haciendo a un lado. Incluso a Sonia, mi novia de la época sin saber que dentro de su vientre ya venía en camino mi amado hijo Santiago. A medida que leía y leía cada cosa que le habían hecho a esa muchacha dentro del apartamento de Diomedes, me llenaba de motivos para acabar rápido la lectura y así poderme sentar a escribir el libro que le hiciera justicia a su caso. Lo que escuchaba en la radio y la televisión, nada tenía que ver con lo que estaba leyendo. Los jueces, pensé, qué van a tener tiempo de leer tantos expedientes. Y lo pude constatar a medida que avanzaba en la tarea de leer.
Ya tenía experiencia en la lectura de expedientes, porque tres años atrás, por la época del proceso 8.000 el exministro de justicia Enrique Parejo González ya me había invitado a leer con él el expediente de dicho proceso, del cual salió un libro magnífico que pocos leyeron porque decía más verdades que las que se podían decir en los medios. Por eso es que me oyen decir, a cada rato, que otro expresidente que mereció la cárcel fue Ernesto Samper. Los que leyeron ese expediente, saben por qué lo digo.
Lo cierto es que seis meses después, terminé la lectura del expediente y esa fecha coincidió con la noticia del embarazo de la madre de mi hijo menor. Las dos cosas me causaron demasiada felicidad. Le dije que me tuviera paciencia que apenas terminara el libro que iba a empezar a escribir, me pondría al frente de la situación. Ella no solo aceptó mi situación, con mucha comprensión, lo cual agradezco hoy, sino que se ofreció a colaborarme con la clasificación de la gran cantidad de información que había extraído del expediente.
Así sucedió y a los tres meses nacieron Santiago y el libro. Si no el mismo día, sí por los mismos días. Fue una coincidencia magnífica y sentí que habían nacido dos hijos. Porque cada libro es un hijo, incluso cuando comparamos la escritura y el proceso de edición con un parto.
Los nueve meses completicos que duraron la gestación del libro, entre la lectura y la escritura, estuve escuchando alternadamente, salsa, rock y vallenato. Y no imaginan el dolor que sentía cada que Diomedes me cantaba, “te quiero mucho”, “bajo el palmar”, “un detalle” “Se te nota en la mirada” “para mi fanaticada”, “Camino Largo” o “señor abogado”, mientras escribía el libro que lo enviaría a la cárcel. Era todo un contrasentido que encontraba sentido en el oficio que había elegido para mi vida, el de escribir sin miedo, libremente, lo que debo y no lo que el miedo o las conveniencias manden.
Cuando salió el libro el país vio cómo su ídolo se derrumbaba ante sus ojos. Mi tesis, basada en el profundo conocimiento del expediente, luego de leer pruebas, dictámenes forenses y múltiples testimonios, fue que a Doris Adriana Niño la drogaron con cantidades de cocaína intolerables para el cuerpo humano, la violaron entre mínimo cuatro personas, la asfixiaron, ocultaron su cadáver, lo arrojaron luego en un basurero de Boyacá, le cambiaron el nombre y luego, como si fuera poco, la hicieron pasar por prostituta para finalmente, sepultarla en la bóveda fría, sin lápida, sin flores, solamente con el nombre de N.N. dibujado sobre el pañete fresco por el dedo del sepulturero.
Casi un mes después su hermano Rodrigo Niño fue al programa “Historias Secretas” que conducía un viejo amigo llamado “Wilson Núñez” al que le dicen cariñosamente “El Duende” y que hoy vive en Miami, e hizo pública la denuncia de la desaparición de Doris Adriana. Al finalizar el programa, una mujer llamó y aseguró que a esa mujer que estaban buscando la habían matado y que su cadáver se encontraba en Tunja.
Sin decirle nada a Rodrigo, Wilson armó una comisión de periodistas del programa y se fue a Tunja. Efectivamente, en Medicina Legal de la ciudad, en el álbum de los enterrados sin nombre, encontraron las fotos del levantamiento del cadáver de Doris Adriana. Esas fotos las publiqué en mi libro. Se ve a la joven con moretones en su rostro, huellas de asfixia mecánica y un detalle terrible: Los pantys enrollados a la altura de la rodilla. Según el testimonio que obra en el expediente, dado por tres campesinos de una zona rural de Tunja, ellos vieron cuando el carro blanco, por las características que dieron pareciera ser un Chevrolet Monza Blanco, se acercó a un barranco, se detuvo y empezó a sacudirse durante varios minutos. Ellos creyeron que se trataba de una pareja haciendo el amor y dicen que por ello le tiraron unas piedras. El escolta de Diomedes se asustó, lanzó el cadáver y arrancó. No es difícil pero sí doloroso concluir que el degenerado escolta abusó de la difunta antes de tirarla como un pedazo de basura en aquel paraje helado.
Cuando la familia se enteró del hallazgo, la vida se les derrumbó. Rodrigo hizo trasladar el cadáver a Bogotá y empezó una larga batalla por hacer justicia. No es fácil para un pobre enfrentarse a un poderoso en Colombia. Del lado de Diomedes estaban las grandes disqueras, los paramilitares que lo escondieron buena parte del proceso, los millones de fanáticos que no admitían un mal comentario de su ídolo. Aún así, él y el abogado Niño que, aunque llevan el mismo apellido no son familia, empezaron a desbaratar los argumentos del implicado. Se descubrió, por interceptaciones telefónicas que al portero del edificio le pagaron una buena suma para que dijera que él había dejado a Doris Adriana en un taxi esa madrugada.
Pero como los ángeles existen, la médico forense que efectuó la necropsia, a pesar de tratarse de un cadáver NN, hizo un gran trabajo y dejó las pistas para desenrollar el caso. Descubrió que a la mujer, aparte de asfixiarla mecánicamente, también le habían suministrado una sobredosis de cocaína suficiente para matar a una persona. También dejó una anotación que llamó la curiosidad del abogado de la parte civil: “Se efectuó barrido de fosa nasal y no se encontraron rastros del alcaloide”. Entonces, ¿Por dónde entró la cocaína a la sangre de la occisa?.
Una médico forense Guajira entregó la clave: “Existe una práctica algo popular entre algunos consumidores de cocaína de la Costa Atlántica que consiste en tacarse la uretra de cocaína y eyacular dentro de la mujer. De esa manera el torrente sanguíneo absorbe la droga, la lleva a las venas y la mujer queda drogada y a merced del atacante”. Y fue lo que hicieron. Después de Diomedes la accedieron violentamente otros dos hombres, a juzgar por los tres tipos de semen que encontraron dentro de la vagina de la muchacha y, cuando digo que fue violada por al menos cuatro personas es porque la misma forense de Tunja dejó escrito que dentro de las uñas de la difunta se encontraron rastros de tejidos humanos, lo que es compatible con la lucha que libró Doris Adriana por salvar su vida. Se supo después, por un cotejo de ADN, que esos tejidos pertenecían a Luz Consuelo Martínez, la compañera sentimental de Diomedes Díaz y quien, no obstante, como dicen los costeños, “Cipote” prueba, nunca fue condenada.
El 3 de octubre de 1.997 la Fiscalía dictó orden de captura contra Diomedes Díaz, Luz Consuelo Martínez, dos escoltas y el portero del edificio al calificar de “agravado” el homicidio cometido contra Doris Adriana Niño. Años después, el 26 de enero de 2001, el juez 46 penal del circuito condenó a Diomedes a 12 años y seis meses de prisión por el delito de homicidio preterintencional. Sin embargo, el 20 de agosto de 2002 el Tribunal Superior de Bogotá, cambió la calificación del crimen a “Homicidio culposo agravado” y rebajó la pena al cantautor vallenato a 37 meses y lo declaró excarcelable. Lo cierto es que Diomedes quedó libre.
Mientras Valledupar celebraba la libertad de su ídolo, con caravanas, miles de motos pitando, el carro de bomberos transportando al cantante que estaba acompañado por una estatua de la virgen del Carmen, gente colgada de los árboles para poder mirar más de cerca al héroe, la familia Niño lloraba destrozada y decepcionada de la justicia. Al Hermano de Doris Adriana, por decir en ese momento de rabia que la justicia era de bolsillo, los miembros del Tribunal que dejó en libertad al Cacique le metieron una demanda por calumnia que por poco les cuesta su casita de Soacha. A eso me refería en el trino de ayer cuando escribí: “Las caravanas por la libertad de un criminal me recuerdan el recibimiento apoteósico que le hicieron en Valledupar a Diomedes Díaz, después de matar a Doris Adriana Niño. Necesitamos 30 años con presupuestos portentosos para educar este país”.
En ese trino dije una verdad y una vulgar exageración, pero no mentí.
El 22 de mayo de 2003, La Corte Suprema emitió la sentencia 20756 y condenó a Diomedes Díaz a 12 años y seis meses de cárcel bajo el cargo de “homicidio preterintencional”. Esa es la verdad.
Y la vulgar exageración por la cual pido disculpas a su familia y a su fanaticada es por haber comparado a Diomedes Díaz con Álvaro Uribe Vélez.
Diomedes, a pesar de haber perdido la cabeza con la llegada de la fama y a pesar de los excesos a los que fue arrastrado por un entorno pesado de amigos degenerados, fue una persona humilde y sencilla. Una víctima diría yo, de ese Estado que no educa, de ese Estado que solo brinda oportunidades y privilegios a unos pocos, por lo regular, a los miembros del establecimiento, sus familiares y amigos cercanos. Antes que victimario, que lo fue, también es una víctima de la mala educación y del narcotráfico.
Mientras que Alvaro Uribe, él sí educado en Harvard, una de las mejores universidades del mundo, él sí repleto de oportunidades, de privilegios, del honor de haber sido el primer presidente que repite mandato, no tiene una sola disculpa para ser como es, aparte de la sed de venganza con la que ha envenenado y arruinado su vida a partir del asesinato de su padre, supuestamente a manos de las FARC y digo supuestamente, porque ese grupo guerrillero que ha reconocido acciones peores como el asesimnato de 36 personas en el Club El Nogal, siempre ha negado ser autor de esa muerte. Pero digamos que es cierto. Digamos que la venganza ha sido el motor de su malograda vida.
¿Qué tienen que ver los falsos positivos con lo que hicieron las FARC?
¿Qué tienen que ver la corrupción de Odebrecht con lo que hicieron las FARC?
¿Qué tienen que ver los Subsidios de Agro Ingreso Seguro a los terratenientes de este país con lo que hicieron las FARC? De pronto puede uno asociar ese odio a las masacres del Aro y la Granja, por las que está señalado por un Tribunal en Antioquia pero hay muchas sindicaciones a ese señor que nada tienen que ver con su venganza. Sencillamente porque es un mal ser humano.
Y aquí hay que ver la intención con la que cada uno realiza un acto. Estoy seguro que Diomedes nunca le dijo a sus escoltas y a sus amigos que planearan la muerte de Doris Adriana. Sencillamente, en medio del degenere se les fue la mano y no supieron cómo actuar. En medio de la traba y la borrachera, tomaron malas decisiones. Mientras que en cada imputación a Uribe uno nota una premeditación, la saña, el odio, el interés, el deseo de hacer daño, el dolo.
Cuando denuncia a Cepeda a partir de falsos testigos, es evidente su deseo de llevarlo a la cárcel para castigarle el debate que le hizo en el Congreso. Cuando manda a Salvador Arana como embajador de Chile, creo que quería sacarlo del país para que evadiera la justicia por el asesinato de Eudaldo Díaz, de quien hablaremos próximamente. Cuando manda a Jorge Noguera como Consul en Italia dio la impresión de quererlo proteger de las investigaciones por el asesinato del profesor Correa de Andreis. Cuando le dice a las madres de Soacha, inmersas en el dolor por el fusilamiento injusto de sus hijos que ellos “No estarían recogiendo café”, es evidente su maldito cinismo, más grande que su megalomanía. Cuando miente en el plebiscito diciendo a los pensionados que les van a quitar la mesada para pasarsela a la guerrilla, a los padres de familia que a sus hijos los van a volver gays en las escuelas o a los colombianos que Timochenko va a ser presidente de la República, es evidente su deseo de acabar con el anhelo más grande que hemos tenido los colombianos: la paz.
Sobre los fanáticos de Uribe y los de Diomedes, tengo que decirlo, sí se parecen. Para disculpar a sus ídolos en la política y en la música, esgrimen argumentos lamentables: “Fue el mejor presidente, duélale a quien le duela” o “es el más grande del vallenato”. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?. Pero no los culpo. ¿Si el mismísimo presidente de la República, Iván Duque, también educado en grandes universidades, se atrevió a desafiar a los cinco magistrados de la Corte que por unanimidad dijeron que, “la prueba indiciaria es abundante, clara, inequívoca y concluyente de su condición de determinador de las conductas punibles”, ¿qué esperar de los demás fanáticos?.
Si el Presidente de una nación desconoce un fallo de la Corte, y dice sin sonrojarse, sin leer el expediente, sin siquiera ojear la providencia, que Uribe no debería tener medida de aseguramiento y que es un hombre honorable, qué esperar de los demás fanáticos?
Dejémoslo ahí. Reitero mis disculpas por la comparación. Hay un grandísimo abismo entre las personalidades de Diomedes Díaz y Alvaro Uribe, entre sus intencionalidades, entre sus atenuantes y entre sus agravantes. Diomedes fue un ignorante con talento, Uribe es el doctor, título que de nada sirve porque, parodiando al Cacique de la Junta, “es el ejemplo malo del pueblo”.