sábado, diciembre 14

Dictadura militar con enfoque territorial

Por: Iván Cepeda Castro*

Uno de los grandes sofismas que hace parte de la ideología oficial es que los territorios de la Colombia rural han sido “olvidados” por el Estado, que en ellos hay “ausencia” de las instituciones estatales, y que el Estado colombiano es débil y no ha podido cumplir con su presencia en toda la geografía nacional. Mentira urdida cuidadosamente y que se ha repetido a diario, por décadas, como excusa para la falta de inversión social en el campo, y para justificar la aquiescencia con grupos criminales en los lugares donde se está asesinando a dirigentes de las organizaciones comunitarias.

Sin duda, la conquista de territorios en una geografía inhóspita como la nuestra ha sido un proceso histórico difícil, exigente y en algunos casos incompleto. No obstante, reconocer los rigores de ese proceso, no significa ignorar que la dirigencia política y económica del país y sus aliados, los clanes políticos y terratenientes locales, siempre han comprendido a la perfección el significado estratégico de los territorios, cuantificando y ubicando sus riquezas, colonizando las tierras con métodos violentos, poniendo al servicio de las empresas trasnacionales la titulación de la explotación de la minería y de los yacimientos petroleros, auspiciando o tolerando la presencia de grupos paramilitares, narcotraficantes y de minería ilegal.

El modelo de la intervención estatal ha sido, con su orientación especulativa, rentística y extractivista, una visión fundada en la comprensión de la seguridad y la defensa nacional promovida desde las Fuerzas Militares que ha definido esos territorios como escenarios de confrontación bélica (“zonas rojas”, “zonas de consolidación”, “zonas futuro”, “zonas de erradicación forzada”). No ha existido olvido o ausentismo, sino una meditada intervención exclusivamente militar con fines de lucro económico, de control de la población discriminada y sometida por la violencia estatal.

El afianzamiento del modelo militar de presencia territorial hizo parte de la configuración de una “República en armas” y de un régimen político con predominio del militarismo, tal y como lo define el jurista y defensor de derechos humanos Gustavo Gallón Giraldo; un régimen cuyo desarrollo actual data de mediados del siglo pasado. Con relación a la imposición de ese modelo en los territorios rurales, Gallón señala: “El hecho es que durante la década del setenta se extendió notoriamente el contol militar de la población civil mediante la militarización de zonas campesinas. […] La presencia de los soldados en los campos tenía por objeto impedir las movilizaciones agrarias en demanda de reivindicaciones sociales como la adjudicación de tierras” [1].

El autor cita un dato esclarecedor del impacto de la mencionada intervención: entre 1970 y 1981 se registraron 1.053 muertes denunciadas cuyos autores fueron agentes estatales y paramilitares, de las cuales 501 eran de campesinos e indígenas.

Ese modelo de intervención ha incorporado el relevo de las autoridades civiles por medio de la imposición ejecutiva de alcaldes e incluso gobernadores militares en municipios o departamentos de regiones rurales; autoridades militares cuya prioridad ha sido la creación de “teatros operacionales”, el empadronamiento de la población, la administración de “zonas de orden público” bajo estados de excepción, la declaratoria de toque de queda y la vigilancia del Ejército sin ninguna clase de intervención de organismos de control.

Bajo ese mismo modelo de control de la población rural se produjeron en las últimas dos décadas del siglo XX las incursiones y el dominio territorial de los ejércitos paramilitares que, como se sabe, sirvieron al despojo a campesinos de millones de hectáreas de tierra. En muchas regiones los clanes políticos mafiosos y las estructuras paramilitares se convirtieron en parte de la institucionalidad estatal y actuaron bajo la protección de la Fuerza Pública.

En muchos lugares del país, las redes del narcotráfico han existido gracias al soporte de sectores del Estado, y de redes internas en la Fuerza Pública que incluyen militares o policías de todos los rangos y que van desde el nivel local hasta el nivel nacional.

Sin la existencia de esos vínculos en el Ejército y en la Policía no es comprensible el control territorial que ostentan esas organizaciones mafiosas [2]. Sin que se reconozca la dimensión y el perverso significado que tiene esta realidad para el país, jamás podrá haber una política de tratamiento eficaz de este fenómeno, pues seguir criminalizando a centenares de miles de campesinos sembradores de coca, y continuar utilizando la intervención militar de las zonas  como única manera de tratar este problema ha demostrado, hasta la saciedad, no solo haber fracasado históricamente, sino además ser perfectamente funcional a la reproducción ampliada de ese negocio ilegal. La pregunta entonces es si esto último constituye su objetivo encubierto, pues solo así se explicaría la obstinación de continuar una guerra sin fin.

Las ‘zonas de consolidación’ -desarrolladas bajo los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez y en los años del Plan Colombia- cumplieron el propósito de perseguir a líderes campesinos y de asociaciones de víctimas por sus reclamos ante la legalización de la  usurpación de tierras y la exigencia de verdad y justicia por los crímenes paramilitares. Con detenciones masivas, masacres y desplazamientos forzados se logró imponer el régimen de despojo e impunidad.

En un debate de control político que realicé en el Senado de la República mostré otro aspecto de este modelo. Desde hace dos décadas ha entrado en auge la expansión de la explotación minera y de hidrocarburos, y con ella la movilización de las comunidades rechazando esas actividades. En respuesta a esa movilización se ha desarrollado la política de seguridad del sector minero energético. La acción destructora de las guerrillas contra la infraestructura de las grandes compañías, ha sido usada como pretexto para reprimir la conflictividad sindical y social poniendo a la Fuerza Pública a disposición de empresas privadas extranjeras.

Para la preparación de ese debate, estudiamos 1.299 convenios de cooperación suscritos desde 1990 entre empresas transnacionales y el Ministerio de Defensa. En los gobiernos de Álvaro Uribe se crearon 20 batallones energéticos y viales, así como 9 centros de operaciones especiales, COPEI, para la protección de la infraestructura. El resultado de esa política fue que, en 2015, al menos seis grandes empresas transnacionales tenían en sus predios batallones pagados con impuestos de los colombianos, y que por lo menos 68.000 hombres del Ejército estaban destinados a cuidar el sector minero-energético, es decir, que entre el 15 y el 20% de los miembros de la FFPP estaba trabajando para las compañías multinacionales y que poblaciones eran sometidas a un régimen autoritario privado [3].

El enfoque territorial contenido en el Acuerdo Final de Paz de 2016 fue concebido como una solución para contrarrestar este modelo de intervención arbitraria en los territorios. Ese enfoque lo integran iniciativas como los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial, PDET, el programa nacional de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, las 16 circunscripciones especiales para que las víctimas de las zonas de conflicto armado tuvieran representación en el Congreso de la República.

A pesar de los anuncios del gobierno del presidente Iván Duque de avanzar en la implementación de esos componentes del Acuerdo, en la prórroga de la vigencia de la ley 418 de 1997 -ley de orden público- se creó la figura de las Zonas Estratégicas de Intervención Integral, ZEII, que recibieron luego el nombre de ‘zonas futuro’, y que son la reedición del modelo de intervención militar en los territorios para dejar sin piso la implementación del Acuerdo de Paz.

Mediante una demanda de inconstitucionalidad que interpusimos con el senador Gustavo Bolívar y el Colectivo de Abogados ‘José Alvear Restrepo’, logramos que la Corte Constitucional estableciera que los planes, medidas y recursos a ejecutar en las ‘zonas futuro’ deberían guardar coherencia e integralidad con los compromisos del Acuerdo de Paz [4].

La intervención militar de Estados Unidos en cuatro de esas zonas a través de la la Brigada de Asistencia de la Fuerza de Seguridad, SFAB, viola en forma directa la soberanía nacional y pone en peligro el proceso de paz al volver a imponer el viejo modelo de agresión militar contra las comunidades rurales.

Solo en este contexto es comprensible el asesinato de lideresas y líderes sociales que, sin duda, es sistemático en cuanto responde a la aplicación simultánea del modelo en diversas regiones del país. La sistematicidad de esos crímenes proviene de la aplicación planificada de un modelo que propicia la acción criminal en condiciones de una forma de intervención estatal que omite la solución del problema.

Ese carácter sistemático se distorsiona y oculta con la narrativa de que son el narcotráfico, los llamados grupos “disidentes” y las “bandas criminales” los que asesinan por cuenta propia a esos dirigentes y a quienes dejaron las armas en el proceso de paz. En realidad, en esas zonas, fuertemente militarizadas, los grupos armados entran en alianzas con los clanes políticos y económicos, y con frecuencia cuentan con el respaldo de las mismas Fuerzas Militares [5].

En un reciente infome organizaciones sociales y de derechos humanos del Cauca describían con detalle este fenómeno: “Aún con la amplia presencia militar y policial, y el constante gasto de recursos públicos destinados para su mantenimiento en los territorios caucanos, los grupos armados ilegales presentes en el departamento se han expandido y fortalecido militar y económicamente. En la actualidad son recurrentes las versiones que indican una acción selectiva de las fuerzas militares y de policía, con presuntos casos de corrupción de agentes estatales. […] A cambio de dinero o como parte de una estrategia ilegal permiten con sus acciones u omisiones el actuar de grupos armados irregulares” [6].

En conclusión:

Existe una larga historia de persecución del campesinado, de los pueblos indígenas y de las comunidades afrodescendientes que corresponde a la historia del régimen militar impuesto a poblaciones enteras en los territorios.

Se podrá decir que Colombia es “una de las más antiguas democracias del continente”. Sin embargo, el modelo que ha predominado por décadas en cientos de municipios y en algunos departamentos del país no se distingue en nada de una dictadura militar.

Ese modelo es una de las poderosas causas del origen y de la persistencia del conflicto armado en Colombia, del asesinato en masa del liderazgo social en los territorios, de la dificultad de la implementación del Acuerdo de Paz, de la depredación y destrucción medioambientales, de la persistencia del narcotráfico y del paramilitarismo, así como de la pobreza económica rural.

A ese modelo, diseñado, impulsado y consentido por la élite política que gobierna el país, se refería en forma precisa y veraz monseñor Darío Monsalve al hablar de la venganza genocida que se sigue practicando contra la paz y las comunidades en Colombia.

 


* Defensor de derechos humanos y de la paz, senador de la República.

[1] Gustavo Gallón Giraldo, La República de las Armas, Relaciones entre Fuerzas Armadas y Estado en Colombia: 1960 – 1980, Ed. CINEP, Bogotá, 1983, p. 82.

[2] Así lo demostró la investigación de contrainteligencia realizada desde 2017 al interior del Ejército, conocida como ‘Operación Bastón’ que aportó abundante información sobre redes de corrupción a través de las cuales 16 generales y 230 oficiales y suboficiales de esa institución sostenían relaciones y negocios con organizaciones criminales como el ‘Clan del Golfo’ y la ‘Oficina de Envigado’.

[3] Senador de la República Iván Cepeda Castro, debate de control político: “Convenios entre empresas del sector minero-energético y Fuerza Pública”, Comisión Segunda Constitucional del Senado de la República, 3 de noviembre de 2015, recuperado en: <https://www.youtube.com/watch?v=UHnuasRy1L0>.

[4] Corte Constitucional, sentencia C-40 de 2020 sobre artículos de la ley 1941 de 2018 que prorroga la vigencia de la ley 418 de 1997.

[5] Los resultados de la ‘Operación Bastón’ permiten dar un nuevo enfoque a la sistemática matanza contra los líderes sociales. En territorios donde se presentaron estrechos vínculos entre generales y oficiales del Ejército con bandas criminales (connivencia que implicaba apoyo y protección de estos mandos a la acción ilegal de organizaciones criminales, suministro de armas o de licencias para portarlas, etc.) han ocurrido numerosos asesinatos de lideresas y líderes sociales. Revista Semana, “Operación Bastón”, 16 de mayo de 2020, recuperado en: < https://www.semana.com/nacion/articulo/operacion-baston-los-secretos-de-las-redes-de-corrupcion-en-el-ejercito/671835>.

[6] Organizaciones de la Mesa Territorial de Garantías en el departamento del Cauca, “Informe Especial: situación de emergencia por vulneraciones a los derechos humanos en el departamento del Cauca”, mayo 2020.

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