Por: Jaime Gómez, analista internacional y vocero en asuntos de política internacional del partido “Iniciativa Feminista” de Suecia.
Un gran debate se ha originado con las acciones de algunos pueblos ancestrales en los cuales han derribado estatuas de personas vinculadas al proceso de invasión y conquista a sangre y fuego de Abya Ayala, posteriormente conocida como América, nombre que perdura como uno de tantos ejemplos cotidianos de la colonialidad.
Estas acciones no son exclusivas de Colombia. En otras latitudes del planeta se han derribado estatuas en honor a esclavistas, colonizadores y genocidas. Así tenemos entre varios casos, que luego del asesinato de George Floyd por un policía en Estados Unidos, se derribó a inicios de junio del 2020 en la ciudad de Bristol (Inglaterra), la estatua de Edward Colston, un esclavista del siglo XVII, que había permanecido en el centro de la ciudad desde 1895. En el mes de septiembre del año pasado fue decapitada la estatua de Cristóbal Colón en la ciudad de Boston y lo propio sucedió con la estatua del rey belga Leopoldo II, cerebro del mayor genocidio cometido en el Congo a finales del siglo XIX. En Colombia, sendas estatuas del conquistador y etnocida Sebastián de Belalcázar fueron derribadas por el grupo ancestral de los Misak tanto en Popayán como en Cali luego de que la jurisprudencia de este pueblo determinó que Belalcázar es responsable de varios crímenes: “Magnicidio, despojo, violación, empalamiento e invisibilización de la memoria colectiva” y en Bogotá miembros de la comunidad Misak derribaron la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada e intentaron derrumbar las estatuas de Colón y de la reina Isabel la católica de España, acto que motivó el retiro por parte de la alcaldía de las mencionadas estatuas. Recientemente, la estatua de Cristóbal Colón fué derribada por manifestantes en la ciudad de Barranquilla.
El común denominador de estas acciones es que estos monumentos simbolizaban el legado de la esclavitud, el etnocidio y el colonialismo. Sus detractores expresan entre otras cosas, que es importante dejar las estatuas en el lugar donde se encuentran y permitir que los hechos históricos en los que estuvo involucrado el o la personaje de la estatua, sean discutidos por la ciudadanía. Algunos agregan que no es posible borrar la historia y que la presencia de estas estatuas, son una manera de recordar lo que sucedió alguna vez en el tiempo, que es una manera de preservar la historia y eso es importante para futuras generaciones.
No estoy de acuerdo con esta perspectiva y explico por qué.
Las estatuas están en un espacio público y por ello cabe la pregunta: ¿qué valores queremos resaltar en ese espacio físico? Es una pregunta íntimamente ligada con el tipo de sociedad que construimos, de la democracia y de sus valores y de cómo ello se refleja en el entorno físico de la ciudad o municipio. Un presupuesto para que el espacio público sea democrático, es que sea incluyente no solamente desde el punto de vista físico, sino también desde la perspectiva de una memoria incluyente. ¿Cómo se puede garantizar la inclusión cuando un monumento rinde homenaje a quienes han causado, incentivado o patrocinado el genocidio a un pueblo que además consideraban inferior? El racismo, hijo del colonialismo es por principio opuesto a una visión democrática. Enzo Traverso, historiador italiano, lo expresaba muy bien cuando afirmaba que “transitar el pasado, particularmente si se trata de un pasado repleto de racismo, esclavitud, colonialismo y genocidios, no implica celebrarlo, como vienen a hacer la mayoría de las estatuas derribadas.”
Por lo tanto, derrumbar una estatua que no solo normaliza a quienes han impulsado hechos de genocidio o procesos de esclavización sino que además revictimiza minuto a minuto con su sola presencia, es un acto legítimo contra un orden social que glorifica el patriarcado, el racismo y el colonialismo. Es un acto con un profundo sentido democrático porque confronta la narrativa del victimario con la narrativa de las víctimas.
Las estatuas han sido erigidas para honrar a una persona o grupo de personas por los hechos que, se supone, han producido una contribución decisiva a la sociedad en un determinado momento histórico. Se quiere realzar un rasgo aceptado por el conglomerado como un valor que puede ser seguido por las generaciones futuras. Hasta ahora no conozco una estatua que haya sido levantada para homenajear lo que una sociedad en un momento histórico dado considera un anti-valor. Las estatuas encarnan un valor social a través del homenaje a una persona o a un grupo de personas. A esto hay que agregarle que las estatuas se erigen en un espacio público y forman parte del paisaje de la ciudad o municipio en donde se encuentren. Para decirlo con las palabras de Traverso “Los símbolos de la antigua esclavitud y el colonialismo se combinan con el rostro deslumbrante del capitalismo inmobiliario”. Es decir, las estatuas forman parte del esfuerzo por crear una narrativa y en ese sentido, esa estatua comunica un mensaje.
¿Qué mensaje puede transmitir una estatua erigida como homenaje a una persona que masacró y cometió genocidios para conquistar un territorio intentando doblegar al grupo étnico que lo habitaba? El mensaje es que es normal el etnocidio como instrumento de poder y control, dos elementos consustanciales al patriarcado. Pretender normalizar el genocidio, la violación y la esclavitud a través de este tipo de homenajes, no es democrático.
Permitir que en el espacio público se erijan estatuas de aquelles que encarnan la narrativa de les víctimas, de les violades, de les ultrajades, de les silenciades es dar espacio para que una nueva narrativa se pueda enraizar en la memoria colectiva. Una marcada diferencia se sentiría, si en lugar de una estatua como la del etnocida Sebastián de Belalcázar, se erigiera una estatua que visualice el pueblo ancestral Misak o a lxs luchadorxs de los palenques de los pueblos afrocolombianos, para solo citar un par de ejemplos. Ese espacio público se tornaría incluyente porque abre un espacio para que las víctimas del exterminio se expresen y por ende es más democrático.
Si siguiéramos la lógica de quienes afirman que las estatuas de los invasores, genocidas y esclavistas deberían permanecer en los lugares que tienen hoy en el espacio público para recordar la historia, tendríamos entonces que la construcción de miles de estatuas de Hitler y colocadas en diversos espacios públicos a lo largo y ancho de diversas ciudades en el mundo, serviría para prevenir el resurgimiento del nazismo porque recordaríamos sus terribles delitos. Además de los nazistas, no creo que haya muchas personas dispuestas a emprender esta tarea. Nadie con un acervo democrático alentaría esta idea. El pasado nazi está presente en Alemania a través de monumentos que se enfocan en sus víctimas y no en sus victimarios. ¿Por qué alentar entonces la idea de colocar estatuas para enaltecer los arquitectos y/o ejecutores de los etnocidios?
¡Bienvenidos esos actos de derrumbamiento de estatuas! Su alto contenido democrático es suficiente motivo para apoyar a todes aquelles que como un acto legítimo de dignidad y de justicia histórica, los llevan a cabo y abren las puertas a la construcción de una nueva narrativa que recoja, teja y cuide la memoria histórica de los pueblos.
La presencia de la figura del etnocida o del esclavista en un espacio público, excluye otras presencias, aquellas de quienes fueron sus víctimas. Al derribarlas se está dando un cambio de rumbo al significado de un hecho histórico. El derribamiento va a formar parte de la historia de esa estatua, pero también va a formar parte de la historia de ese espacio público y ello va a permitir repensar críticamente nuestra historia para dar cabida a nuevas narrativas, aquellas que han sido invisibilizadas porque esa historia la escribieron los vencedores desde su perspectiva excluyente y genocida. Desde ese punto de vista, el derribamiento de las estatuas es una acción que implica la decolonización del espacio público y nos cuestiona como sociedad inmersa en un orden colonial, racista y patriarcal. Es necesario también introducir un enfoque feminista a la discusión del espacio público. Como dice Françoise Vergès, feminista e investigadora en asuntos coloniales, “Hay que pensar que no se trata de reemplazar al hombre blanco malo por el hombre negro bueno, sino de aportar una teoría feminista de la estética en el espacio público”.
El derribamiento de las estatuas en sí mismo, no va a detener la violencia policial ni la violencia contra los pueblos ancestrales y afroamericanos, pero forma parte de esa lucha contra el colonialismo que lleva implícita la lucha contra el racismo. Pero se requiere también de la decolonización del conocimiento. ¿De qué sirve tirar una estatua si en la escuela se sigue enseñando que Colón “descubrió” América?
Néstor Humberto Martínez, exfiscal general de la nación, en una columna reciente publicada en el diario El Tiempo, se quejaba apesadumbrado que “la efigie de la pobre reina Isabel fue desmontada de su pedestal, sin honores ni dianas” y afirmaba “Perdón, S. M. la reina Isabel la Católica”. Estas afirmaciones ilustran a la perfección la mentalidad euro centrista y colonizada que las élites han cultivado desde la invasión a Abya Ayala. Este personaje de la vida colombiana, asociado a la corrupción y a “las jugaditas” con las que se han pretendido manipular sucesos importantes en Colombia, se salta olímpicamente en su texto un “pequeño detalle” como es el genocidio de los pueblos ancestrales que tuvo lugar en esta región del mundo. Pretender mostrar, como lo hace en el referido artículo, a la regente española como una protectora de esos pueblos ancestrales es una manipulación de la historia de grandes proporciones. Acá es pertinente recordar las palabras de la concejala Ati Quigua cuando señalaba que muchos símbolos que hay en el espacio público, los mismos que defiende el exfiscal, “rinden culto a la colonización” y son “una historia cruel que recuerda que Colombia sigue siendo un proyecto colonial”.
Existe una deuda histórica con las comunidades ancestrales y afrocolombianas que tarde o temprano, la sociedad debe reconocer y saldar. Cuanto antes mejor. No hay otra alternativa si queremos preservar nuestra dignidad como sociedad.