Por: Urías Velásquez /twitter: @uriasv. Y Paola García /twitter: @Paogjournalist
Investigación de CuartoDeHora.
No lo sé con exactitud, pero las hojas blancas de un cuaderno son los entes más valientes que conozco… siempre me impresionó la manera escueta y decidida -hasta inocente- en que se aprestan a recibir lo que sobre ellas la tinta indolente deposita… ahora mismo me apenan estas que tengo al frente porque la historia que contaré las hará para siempre depositarias y compañeras del dolor y la tragedia.
El nombre de la protagonista es Martha Rojas, pero la verdad es que también lo es -y en igual medida- Juan Esteban, el hijo de trece años que angustioso -de cuando en cuando- interrumpe el llanto de su progenitora para decirle al oído: “mamita, mamita no sufras, mamita te amo tanto”.
Pero nada funciona y, al final, los tres terminan llorando. Sí, los tres, porque también es compañero de tragedia Jairo González, el esposo abnegado de 50 años que tiene la tarea titánica de evitar que su Martha se desmorone… se desmorone como se desmoronan esas galletas polvorosas en la mano incluso antes de llevarlas a la boca.
Pero hay más víctimas, el papá que desde la distancia legal y física soporta en silencio la agonía que incuba la impotencia, el no poder hacer nada; en épocas antiguas no hubiera quedado piedra sobre piedra, pero, ahora -le guste o no- solo es un viejo que se tiene que tragar la tragedia a palo seco. Cuando por fin le baja la saliva que arde en su garganta, una lagrima se desprende… él se seca rápido. Quiere que nadie lo note, ¿para qué agregar más penas en una maleta que ya luce tan llena?.
¿Qué cómo fueron los hechos? Pues como suelen ser los que le tocan a una inmigrante de un pais pobre: Colombia en un país rico: Estados Unidos.
Martha, su esposo y su hijo se fueron de Colombia en el año 2022, huyendo de la falta de oportunidades como lo hicieron otros 4,7 millones más, su idea era la de tener una mejor vida, entendido ese “mejor vida” principalmente como la mejora en las condiciones económicas… desde el principio la cosa no fue nada fácil pues la cultura, pero, por sobre todo el idioma dificultaron la integración; sin embargo, rendirse no era una opción así que los González Rojas echaron mano del conocimiento ancestral por linea paterna y se pusieron a fabricar avena, sí, avena helada de esa que los tolimenses de Natagaima se bajan a dos vasos.
Y lo intentaron y lo intentaron, sí que lo intentaron, a pesar de las tres cirugías de columna de Jairo y los punzonazos en la espalda que por momentos lo dejaba en blanco -como un roble que desprevenido talan las inclementes motosierras- y que de un “guamazo” se va al suelo.
Sí, los Gonzáles -como se dice en Colombia- le metieron la ficha, le metieron el hombro, pero también empanadas, buñuelos y tamales tolimenses, en fin, pero nada, la cosa no dio por ningún lado, claramente había una diferencia entre el mercado tolimense y los compradores de UTAH, así que la familia debió doblar las rodillas y tomar medidas extremas y Martha, sí, Martha, se tuvo que emplear como mucama, o “housekeeping” como se dice en inglés y que suena un poco más “in”.
El trabajo era difícil, sí que lo era, pero lo más duro eran las nostalgias de aquellos días de gloria en los que como funcionaria publica en el Tolima o en Ibague se encargaba de niños trabajadores de los semáforos o infantes que eran maltratados por sus padres, a los primeros los ayudaba a encontrar escuela y programas del estado, a los segundos a buscar padres y hogar, en fin, lo que le dolía a Martha era no trabajar con la gente que era lo que en realidad le gustaba, pero qué iba a hacer si ahora los tiempos exigían otros menesteres: cambiar sabanas, aspirar tapetes, ordenar habitaciones, limpiar muebles y, lo más difícil, lavar baños cuyos usuarios no tenían el decoro mínimo de por lo menos bajar la cisterna…sí, a Martha, como a la mayoría de los inmigrantes que van desde el tercer mundo al primero a crear riqueza, le tocó lavar mierda ajena.
Pero ella lo hacía con esmero y dignidad a toda prueba, en todo caso, se ganaba dinero honradamente y dinero era lo que se necesitaba, dinero para vivir en un mejor lugar, dinero para que la familia llegara a fin de mes y dinero para que su hijo se educara. Todo -léase todo-, a pesar de las dificultades y los esfuerzos iba mejorando y por allá lejos y pequeño comenzaba a asomarse ese rayo de luz al final del túnel del que tanto le habían hablado aquellos que la cabrestearon para venir a Estados Unidos.
Al trabajo en residencias Marriot, le siguió el gran América, el lead América y, por último, el Hyatt Regency, sí, ese gran hotel en Salt Lake City, pero con sedes en todo el mundo, en Colombia la más conocida quizás sea la de Cartagena…
Sí, sí, la vida de los González Rojas comenzaba a estabilizarse hasta que llegó esa mañana trágica del martes diez de enero de 2023 en que su mundo se iría de cabeza a los mismísimos sótanos del infierno.
Aquella mañana, por lo demás algo fría, escasos diecisiete grados centígrados, Martha -o Martica como le dicen sus familiares en Colombia- llegó al trabajo en punto de las ocho. Todo el camino había pensado en el momento de terminar el turno y dirigirse a casa a merendar con su hijo aquellas hamburguesas especiales que tanto le gustaban. Y de las que no podían disfrutar todos los días pues había que -como dicen en Colombia- cuidar el bolsillo. Así que animada se puso el delantal, alistó su carrito con los implementos y se dirigió al primer cuarto…
Para las diez de la mañana ya iba por la habitación 1044 que era la quinta que arreglaría aquel día.
Como siempre lo hacía, dejó la puerta abierta, pero una vez adentro notó que no era la única en el lugar y que otro empleado del hotel le hacía compañía. Saludó, pero no obtuvo respuesta, lo que no le sorprendió demasiado pues era habitual que los únicos que contestaran el saludo fueran los latinoamericanos y los rasgos de aquel sujeto claramente no eran de este lado del mundo.
Entonces, ordenó un par de cosas, limpió la mesa de noche y se dispuso a vestir la cama semidoble con sus sabanas. Primero retiró las almohadas, luego las cobijas y todo lo que encontró sobre la cama, después tomó el protector y con algo de malabarismo lo incrustó en el colchón. Tremenda labor que, sin embargo, apenas iba en la mitad. De inmediato se fue a los pies de la cama y efectuó el mismo procedimiento, solo que esta vez tuvo que, además, templar la sabana. Apenas lo logró respiró un poco y se dispuso a continuar sus labores, pero he ahí que sucedió…porque justo en ese momento sintió un golpe seco, era la puerta. “mi compañero cerró y me dejó encerrada”, se dijo, pero nada pudo hacer porque de inmediato una bestia de 125 kilogramos le cayó encima y la derribó en la cama, al tiempo que, con su dedo grueso y tosco puesto sobre sus labios, le gritaba:
-¡Shut up, shut up! -¡callate!, en inglés-.
Oh Dios, oh Dios como luchó Martha, sí que luchó, con todas sus fuerzas, con todas sus ganas, con todo lo que tenía y podía… pero la maldad la venció.
Brutalmente, la bestia le arrancó el delantal, la falda, los pantis; únicas murallas que la protegían… entonces, el tiempo se tornó infinito y el dolor incalculable, a Martha se le durmieron las piernas, se la paralizaron las manos, su mundo entró en trance, estaba allí, pero de cuerpo, porque su alma ya la había abandonado…
Para cuando volvió en sí, ya estaba sola, el maldito que la había violado se había ido, se había ido pensando que con él se llevaba varios trofeos: la dignidad, la tranquilidad, la paz, y los sueños de Martha, pero también los de Jairo y Esteban…
No obstante, falló… falló y en grande, porque lo único que consiguió el monstruo fue crear las condiciones para que de la tragedia surgiera una mujer nueva… una mujer decidida a recuperar su vida, una mujer de acero dispuesta a luchar por la causa de las mujeres…
…pero esto lo contaremos en nuestras futuras entregas:
Fin de la primera parte…
Espere en las próximas entregas la denuncia de cómo la empresa temporal, el hotel Hyatt Regency y las autoridades diplomáticas colombianas le han negado reiteradamente los derechos a Martha Rojas y sus familia.