Por: Jaime Gómez; analista de política internacional
Catorce personas asesinadas por la policía en el Día Internacional de los Derechos Humanos. Una silla vacía que muestra la ausencia del presidente de la República en la Plaza de Bolívar, en medio de un acto de reconciliación con motivo de esos asesinatos. Un presidente vestido con la chaqueta de la policía mostrándoles “su solidaridad”. La celeridad de las autoridades por detener a las personas acusadas de vandalismo con rueda de prensa y anuncio de recompensas. Unos medios de comunicación que enfocan su trabajo periodístico en los vándalos y las pérdidas materiales luego de las protestas. Un ministro de defensa justificando ante el Congreso el accionar de la policía.
Estas escenas muestran en todo su simbolismo la realidad por la que atraviesa Colombia. Es una falta de gobernabilidad. Es una falta de voluntad política por la paz. Es un llamado a la respuesta militar frente a la exigencia social. Es una miopía política del llamado establecimiento que conlleva una lectura de la realidad enceguecida por la prepotencia, el autoritarismo y con un fuerte sabor a fascismo.
Lo que se ha demostrado hasta ahora, es que los sectores minoritarios que detentan el poder en Colombia, no tienen ningún interés en aplicar medidas que no aumenten la confrontación, y que dé respuesta a los clamores populares, que necesariamente pasan por mayores niveles de participación democrática, respeto a los acuerdos de paz y con medidas concretas de justicia social. La respuesta de esos sectores es la misma que han dado en los últimos 60 años: represión, militarismo y mayor presencia de las Fuerzas Armadas en la vida nacional. Una respuesta de muerte frente a una exigencia de vida. Una visión profundamente patriarcal, retrógrada y peligrosa para la sociedad.
El pasado 15 de septiembre se conmemoró el Día Internacional de la Democracia. Ninguno de los grandes medios, ni el gobierno nacional mencionaron lo que significa ese día. Les es ajeno no solo en su forma sino sobre todo en su contenido. No tiene ningún significado para ellos, mientras puedan seguir detentando el poder político y económico.
Cuando tengo la oportunidad de hablar sobre la situación de Colombia en diferentes foros en donde ocasionalmente tengo la posibilidad de hablar sobre temas de democracia, derechos humanos o solución de conflictos, muchas veces me han preguntado cómo es posible que, en una democracia como la colombiana, existan tantas personas asesinadas, desaparecidas y tanta desigualdad social y la respuesta es siempre la misma: porque en Colombia no existe democracia.
La democracia se ha limitado a una falsa participación electoral. Es todavía un concepto subversivo, es solo una posibilidad mas no una realidad porque los sectores con el poder económico, el poder político y el poder de los medios de comunicación no tienen la voluntad política de implementarla y desarrollarla. Es un poder oligárquico y autoritario que reprime y es capaz de asesinar, con tal de mantener el statu-quo. Toda sombra de cambio, toda idea que sugiera el cuestionamiento de una realidad a todas luces autoritaria, es ensordecida con el disparo del arma asesina, con la violencia física pasando por la tortura o recurriendo a la desaparición forzada o a través de medidas económicas que asfixian las posibilidades de justicia social y económica y que se expresa claramente en estas dos estadísticas a manera de ejemplo: según la Cepal, Colombia enfrenta un escenario extremo con una tasa de pobreza para 2020 del 32,5%. Según Oxfam, un millón de hogares campesinos viven en menos espacio del que tiene una vaca para pastar.
Así pues, lo que vivimos es un conflicto entre la democracia y la antidemocracia. El problema no es que nos “acostumbramos” a la violencia. No es, como muchos señalan, un problema de ”cultura de violencia”. Es un problema estructural que va más allá de los clichés y lugares comunes. Es un asunto de democracia, pero no de la exclusivamente parlamentaria. Es un problema de democracia participativa. Por ello, la reestructuración de la policía no pasa solamente por trasladarla bajo el paraguas del ministerio del interior, sino que pasa sobre todo, por cambiar rotundamente su perspectiva guerrerista que ve en la protesta social la expresión del enemigo interno. La doctrina de la guerra de baja intensidad hay que cambiarla por la paz de alta intensidad.
El terrible asesinato de Javier Ordóñez no fue el comienzo de la violencia a la sociedad civil por parte del Estado. Esos hechos de agresión los hemos visto en los últimos decenios. Comenzando por el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán pasando por la violencia que desde el Estado se ejerció durante el periodo tristemente conocido como “La violencia”. Aun se recuerdan los primeros casos de desaparición forzada como el de Omaira Montoya por allá en la década de los 70. Son los casos de tortura durante el gobierno de Julio Cesar Turbay y su fascista “Estatuto de Seguridad”. Son los grupos paramilitares que al amparo de una política de “Seguridad Democrática“ se consolidaron en una macabra alianza entre el narcotráfico y sectores de ultraderecha dentro y fuera del Estado. Son las ejecuciones extrajudiciales, mal llamadas “falsos positivos”. Es la violencia sexual usada como instrumento de guerra. Son los asesinatos de líderes sociales, de desmovilizados de las Farc-EP, el antiguo grupo guerrillero que firmó un acuerdo de paz con el Estado colombiano. Son las violaciones de militares a mujeres y niñas de los grupos ancestrales. Son los 14 asesinados el 9 y 10 de septiembre en el país. Es la pérdida de derechos sindicales, es la implementación del neoliberalismo, es el envenenamiento de nuestros recursos hídricos y el exterminio de la naturaleza. Es todo ese cúmulo de violencia agenciada y patrocinada desde el Estado que nos dice que lo que estamos viviendo es un fenómeno continuado de terrorismo de Estado.
Y la respuesta desde la sociedad civil son actos de democracia. Es esa democracia que se construye desde la sociedad civil con la movilización, como la protesta organizada por “Movida” el pasado 13 de septiembre, la democracia construida en procesos organizativos desde las regiones, que implica que la posibilidad de ser libres es directamente proporcional al esfuerzo de todas y todos por la coordinación y la organización. Es esa democracia que nos muestra el pueblo ancestral de los Misak, quienes derribaron la estatua de Sebastián de Belalcázar, uno de los mayores genocidas de la invasión española en un gesto de reafirmación de los pueblos de Abya Yala. Es la democracia que construimos cuando luchamos contra una estructura patriarcal que es controladora, posesiva y excluyente y por ende antidemocrática.
Una parte del ejercicio democrático es también la garantía por parte de los medios de comunicación de la transparencia en la información y la renuncia a la normalización del uso indiscriminado de la fuerza para responder a las protestas ciudadanas. Y allí, el uso del lenguaje es un elemento fundamental. Por ello calificar de “terrorista” o “vándalos” a quienes ejercen un derecho consagrado no solo en la ley colombiana sino en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, no es otra cosa que un ataque a la democracia. Entre tanto, se quiere redefinir y apropiarnos del verdadero contenido de algunos conceptos que la extrema derecha los ha adaptado a su agenda política. Y comienzan a llamar “homicidios colectivos” a las masacres, “falsos positivos” a las ejecuciones extrajudiciales, “vándalos” a quienes ejercen el derecho a la protesta y además sacan la carta del “terrorismo” como argumento que en el trasfondo crea el imaginario que es legítimo dar una respuesta de fuerza a un problema de ausencia de seguridad social, todo con el apoyo cómplice de diversos conglomerados de los medios de comunicación. Por ello, el auge de medios alternativos de comunicación que generen una nueva narrativa critica frente a la realidad y que se muestra incluyente en su discurso y como realidad es todo un homenaje a la construcción de la democracia.
Esa es la invitación, a estimular la creatividad que genere nuevos espacios de democracia participativa que confronten el fascismo galopante.