Felipe Tascón Recio / Twitter: @felipetascon57
En la última semana una aberración de la ruralidad colombiana desembarcó, con toda su carga de sangre, en el espacio urbano popular de la capital. En la Colombia rural las masacres han sido recurrentes en las últimas décadas, siempre buscan intimidar a la población, y sin duda ese ha sido su meta implícita. Su recurrencia alcanza para verlas como una herramienta colateral de gobernanza. Un completo absurdo si consideramos que se trata del siglo XXI, en un país cuyo poder constituido se vende globalmente como la democracia más antigua de Latinoamérica.
Esta “normalización” de las masacres requiere de un entorno de guerra donde falazmente se las pueda justificar. La meta hoy cumplida de hacer trizas la paz, de perpetuar la guerra, fue develada por el gerente en el plebiscito del 2016, cuando lograron que la gente saliera a votar “emberracada” por el No[1] y lanzada por el ideólogo en el congreso del Centro Democrático en el 2017[2].
La paz hecha trizas se origina en causas que van desde el nivel personal, hasta una escala macro de defensa del tipo de Estado que hoy detentan los grupos hegemónicos. La causa personal por excelencia es la del capo que se opone a la paz para oculta[1] r la verdad, así tapa su corrupción y el resto de su prontuario delictivo. También esta la causa macro de fabricación de un entorno de guerra que “ambiente” y “explique” las masacres y viabilice su calidad de herramienta de desconfianza, autocensura y división de la ciudadanía, para abaratar la labor represiva.
Lo nuevo de esta herramienta es su aplicación urbana, no porque antes no hubiera asesinatos policiales de civiles desarmados (verbigracia Dylan Cruz), sino por la escala masiva y su sistematicidad de masacre. Jóvenes de barrios bogotanos, reaccionaron al asesinato policial en Suba de Javier Ordóñez, electrocutado con tasser y con el cráneo fracturado a golpes. La reacción popular fue atacar el 37% de los CAI o comisarias barriales de la ciudad. La policía reaccionó asesinando con armas de fuego a otras 12 personas, todo esto en solo dos días. A esta data vale agregarle gran cantidad videos de disparos policiales que grabó la ciudadanía, así como discursos donde uniformados anónimos desprecian en las redes a la autoridad civil. Para que no queden dudas, el general a cargo de la Policía Bogotá, en vez de pedir disculpas, justificó afirmando: “no necesitamos que nos ordenen para hacer uso de armas de servicio”[3].
Los medios internacionales descubrieron un país donde, a diferencia de casi todos los demás, la policía es militar y no civil. Y aunque este rol cástrense de la policía va contra la constitución, no ha hecho sino incrementarse en las últimas décadas, gracias al condimento que todo lo contamina en Colombia: la guerra antidrogas.
Vale recordar los roles económico y político de la cocaína prohibida, por esto la continuidad de la guerra también se origina en el peso económico y político de esta. No olvidemos el rol central del capital originado en la producción y el tráfico ilegal de la droga prohibida: su importancia como renta macroeconómica de estabilización de las finanzas del Estado; su función en el fondeo microeconómico de las inversiones “legales” inmobiliarias y agroindustriales; su papel en el financiamiento de las campañas y el fraude electoral; y, finalmente, su ubicación entre las clases sociales que detentan la hegemonía. Además, hay que agregar la exigencia norteamericana del papel antinarcóticos para la fuerza policial y, en consecuencia, el reforzamiento de su carácter militar para que tal prioridad sea viable.
En su columna del domingo, Gustavo Petro señala el punto nodal para el aterrizaje de este asunto en los barrios populares urbanos. Relata el resultado de una encuesta de su época de alcalde, la concepción ciudadana de como “la seguridad dependía, sobre todo, de una policía que no fuera corrupta”, información en su momento fue censurada por la Cámara de Comercio, interesada en vender el incremento del pie de fuerza policial como solución de seguridad. La reacción ciudadana de la última semana se explica por el rechazo a la cotidiana connivencia barrial de la policía con la delincuencia, una fuerza que habría dejado de defender a la ciudadanía para participar de los negocios ilegales, en especial del microtráfico. Petro resume que la policía de abajo se alía con las bandas de barrio, mientras la de arriba lo hace con los grandes narcotraficantes[4]. El nexo ya no sería el mandato constitucional de protección a la ciudadanía, la fuerza ahora estaría cohesionada en torno al grado de participación en el negocio de la droga prohibida.
A la reciente concentración de poderes que han hecho involucionar el tradicional autoritarismo colombiano, hay que agregarle el condimento cocaína. La tozuda insistencia norteamericana en la prohibición y la fracasada guerra antidrogas deviene destrucción de la democracia en los espacios urbanos y rurales de Colombia. El gobierno alternativo y progresista que emerja en 2022 debe priorizar la derogación del justificante de esta guerra absurda. Sin echar abajo la prohibición de las drogas, nunca será posible consolidar la democracia participativa e incluyente en nuestro país.
NOTAS:
2 https://www.youtube.com/watch?v=vIRJK2d84-8
4 https://cuartodehora.com/2020/09/13/masacre/
[1] https://www.elcolombiano.com/colombia/acuerdos-de-gobierno-y-farc/entrevista-a-juan-carlos-velez-sobre-la-estrategia-de-la-campana-del-no-en-el-plebiscito-CE5116400
[2] https://www.youtube.com/watch?v=vIRJK2d84-8
[3] https://www.elespectador.com/noticias/bogota/penilla-no-necesitamos-que-nos-ordenen-para-hacer-uso-de-armas-de-servicio/
[4] https://cuartodehora.com/2020/09/13/masacre/