Por: Germán Navas Talero y Pablo Ceballos Navas
Editor: Francisco A. Cristancho Rojas
Cuando un amigo da un consejo después de que se le ha pedido, puede decirse que es un consejero. Cuando lo hace sin que se le pida, bien puede llamársele lambón.
Este es un país de regulares futbolistas y uno que otro buen deportista. No obstante lo anterior, cuando la selección Colombia asesta un gol en un mediocre partido todo el mundo sale a las calles en jolgorio. Desafortunadamente no falta el lunático que en medio de la celebración denosta, agrede, o de plano asesina a su compañero de tertulia. Cuando el estadio recibe a dos equipos locales, si bien es frecuente ver riñas y destrucción a la propiedad, lo cierto es que la mayoría de los aficionados salen a las calles en muestra respetuosa de su anhelo. Con pesar vemos que cuando se reconoce un derecho –que no necesariamente es un triunfo–, por ejemplo tras la reciente decisión que protegió el inalienable derecho de Colombia a su mar, nadie se manifiesta en celebración.
El conflicto jurídico en La Haya tuvo feliz término para Colombia, puesto que las pretensiones formuladas por el estado nicaragüense no fueron de recibo de la Corte Internacional de Justicia y esta era la última oportunidad de ese país para promover la controversia ante el tribunal. El efecto práctico de esta decisión se resume en una frase: los isleños podrán seguir pescando en sus mares y la Nación podrá continuar su esfuerzo por proteger el ecosistema que existe debajo del agua. Hace once años, cuando Colombia se notificó de la decisión que le hizo perder soberanía y parte de sus derechos en una extensión de 75.000 kilómetros cuadrados, el pueblo futbolista mantuvo silencio y en consecuencia no hubo protestas ni reclamos al gobierno colombiano. Era tal el grado de desinterés por el asunto que, ese día, los congresistas estaban más afanados por la transmisión de un partido de fútbol que por las consecuencias del fallo y la necesaria reacción de uno de los poderes públicos del Estado colombiano.
Una de las pocas manifestaciones de protesta que hubo en ese día infausto para la Nación provino de uno de los firmantes de esta columna; el entonces representante a la Cámara, Germán Navas Talero. Germán hizo un recuento del proceso y afirmó que el menoscabo a la integridad territorial era previsible en tanto ya había sido vaticinado por el jurista Alberto Lozano Simonelli en su obra “La amenaza de Nicaragua”. El doctor Lozano intentó que el pleno del Congreso escuchara de su voz la gravedad del asunto, pero solo recibió largas como respuesta. Murió sin tener la oportunidad de exponer sus conocimientos ante los congresistas y el país. Hoy en día pocos se preguntan lo que Alberto resolvió hace años: ¿quiénes son los responsables de la pérdida de mar colombiano y, de haberse identificado, qué se ha hecho para que retribuyan a la sociedad por su incuria?
Tiempo después, Germán presentó denuncia por indignidad contra los expresidentes Andrés Pastrana Arango y Álvaro Uribe Vélez. ¿Qué pasó con esa denuncia? Pues lo que acostumbra a pasar en la Comisión de Acusaciones: como se decía vulgarmente, ‘¡averígüelo Vargas!’. El doctor Lozano Simonelli, cuya experiencia sobre la materia no podía tener mejor factura, estuvo presto a declarar, más nunca fue llamado. Lo mismo ocurrió con los demás testigos y con los sindicados, estos últimos intocables a quienes no podía llamárseles a rendir cuentas ante el Congreso por la negligencia demostrada en sus ejercicios como jefes de Estado y que dio lugar, ni más ni menos, que a la pérdida de territorio soberano de la República. Sería bueno que el presidente de la Comisión de Acusaciones –y ahora reseñado por la Corte Suprema– le informe al país qué pasó con esa investigación. Bueno, eso, si le queda algo de tiempo entre politiquear y defenderse de las causas judiciales que cursan en su contra.
Quien se lea el libro de Lozano Simonelli comprobará la pésima defensa que se hizo de los intereses nacionales y leerá la que entonces obraba como advertencia y ahora como registro histórico: que como consecuencia de la desidia de las autoridades colombianas, sería inevitable perder soberanía sobre el mar. A llorar sobre la leche derramada, pero que quienes la derramaron respondan en la forma que la ley prevé.
Ya que nos metemos en honduras políticas, centrémonos de lleno en la confrontación que se está gestando en el Capitolio por los llamados a ocupar los cargos directivos de las corporaciones. A estas posiciones –muy apetecidas– rara vez llegan los mejores y, por el contrario, suelen imponerse los más ‘aviones’, los más obedientes, o los más manipulables. Comentábamos en columnas anteriores que en política nadie cae para abajo sino que, contra todo lo que impone la ley de la gravedad, el que cae, sube. De no ser cierta la premisa anterior, ¿cómo se explicaría lo que ocurre con el guitarrista de Zipaquirá, José Edilberto Caicedo, también conocido como El Pájaro? En 2021 la Corte Suprema le impuso medida de aseguramiento, por la que días después el detenido renunció a su curul en la Cámara, quizá creyendo que así su juez foral perdería competencia. En efecto la Corte remitió el expediente a la Fiscalía y supimos que aun estando incurso en este proceso, El Pájaro, es ahora un distinguido político y precursor de una nueva dinastía, pues logró elegirse por interpuesta persona y ahora su hijo ocupa el escaño que él abandonó despavorido. Todo lo anterior va a que el joven Caicedo estaría ad portas de presidir la Comisión Sexta, la cual se ocupa de asuntos de transporte, y todos sabemos qué está en juego.
Viene bien recordar que en esa comisión conjunta un senador y un representante se pusieron de acuerdo para modificar el término de la revisión técnico-mecánica, pasando de ser bianual a anual, lo cual benefició ostensiblemente a las conocidas como “servitecas”, cuyos propietarios luego retornarían el favor, financiando las campañas de aquel senador y aquel representante. En esa misma comisión se resolvió –vulnerando los derechos de las personas mayores– que ser mayor de 80 años y conductor es un defecto, y por tanto, requiere someterse al extenuante trámite de la renovación de la licencia cada año. También en ese recinto se decidió, contra la evidencia y la casuística global, reducir la velocidad máxima en zona urbana a 50 kilómetros por hora y conceder amplias facultadas a las autoridades del orden local para sancionar a los presuntos infractores, esta última, norma que a buena hora fue declarada inexequible por la Corte Constitucional. Si les permitimos al señor Caicedo y a sus socios legislar a su antojo, terminaremos conduciendo a 30 kilómetros por hora y no habrá un metro adicional de vías en el país, pues es mucho más sencillo proscribir que hacer algo de verdad.
Adenda: la palabra censurar no es extraña a la idiosincrasia colombiana. Ocurrió en época de la hegemonía conservadora, en la que se limitaba el tiraje de la prensa escrita; en años de la Liga de la Decencia, agremiación que cubría estatuas desnudas y con ello pretendía ocultar cualquier indicio de modernidad; en vigencia del régimen militar, que retiraba licencias y cerraba redacciones; y hasta no hace mucho en la calificación de obras de teatro y cine. Ahora vemos con igual preocupación que la editorial Planeta censure la obra “La Costa Nostra”, en la que su autora, la periodista Laura Ardila, reporta sobre lo hecho por la familia Char: verdades que muchos conocen, pero que no cuentan por temor a las sanciones legales y extrajudiciales que se les impongan. Como anécdota, recordamos que la reedición del programa Consultorio Jurídico, en el que participaba Germán como creador y director, fue censurada y no vio la luz de las pantallas por la decisión de la decana de una facultad de Derecho, quien amparada en su criterio sentenció que una interacción entre el director y su amiga y presentadora había sido inapropiada. Luego la censura ha existido y sigue vigente en Colombia.
Hasta la próxima.