Por: Victoria Sandino, senadora de la República y firmante del Acuerdo de Paz.
Cada 25 de noviembre las mujeres salimos a la calle por el día internacional de la Eliminación de la Violencia Contra las Mujeres, pero no podemos olvidar que esta es una lucha constante, diaria y dolorosa. En muchas partes del mundo se realizan actividades y movilizaciones cada vez más crecientes y se suman más voces al rechazo y a las acciones para combatir todas las formas de violencia ejercidas por el hecho de ser mujeres.
Pero aún debemos hacer notar que, entre ese conjunto universal de mujeres, existen aquellas con las que la inequidad es aún más dramática. Se trata de las mujeres rurales, hablo de las mujeres campesinas, trabajadoras del campo, quienes prestan servicios sociales en aquellos territorios, las mujeres de pueblos y comunidades étnicas.
Soy una mujer rural. Nací en el campo, mi madre sigue siendo campesina como mi abuela y mis ancestras, además de que somos mujeres con identidad negra. Yo luché entre las montañas por 30 años de mi vida mayormente rodeada de campesinas. Así que al llegar nuevamente a la ciudad gracias al Acuerdo de Paz, y empezar a involucrarme cada día más en la lucha feminista, traigo conmigo una misión y un llamado de atención para que, primero nosotras, pero también el Estado colombiano y el conjunto de la sociedad, ponga sus ojos en las mujeres rurales.
Según el Informe Nacional de Desarrollo Humano (2011) se afirmaba para aquel momento que las mujeres rurales aportaban un 60% más de recursos a sus hogares que los hombres, pero carecían de autonomía para decidir cómo gastarlos. Las mujeres rurales, según la Encuesta Nacional del Uso del Tiempo Libre (ENUT), en un día de trabajo no remunerado ocuparon un 93% frente a un 60,6% del tiempo de la misma dedicación para los hombres. Hablamos de que en este cuidado sobre los recursos dentro de la cotidianidad, las mujeres son las que conservan las semillas y la soberanía alimentaria, y tienen un papel preponderante en la producción de la diversidad de alimentos, mientras que los hombres se dedican más a ser obreros campesinos en la producción de monocultivos para la agroindustria. Sin embargo, pese al papel tan importante y ancestral de las mujeres en el campo, en términos de formalización de la tierra, por cada 8 hombres beneficiarios solo 5 de ellas tienen acceso.
Según la Encuesta Nacional de Demografía en Salud (ENDS) del año 2015, el 24% de las mujeres rurales vive o ha vivido una situación de intimidación y en efecto, el 29,2% ha sido víctima de una agresión física. En general se estima, según el sistema de vigilancia de salud pública para el año 2017 que, en zonas rurales, el 73% de las violencias contra las mujeres suceden en las cabeceras municipales, mientras que el 14,2% en zonas dispersas. Sin embargo, todos los indicadores que se presentan sobre zonas dispersas son totalmente falibles. Los mecanismos así como las distancias para que las mujeres puedan ir y denunciar, el aislamiento y la posibilidad de amenazas, el ejercicio concreto de la violencia en mujeres cuya ausencia a nadie parece inquietar gracias al eterno abandono del Estado colombiano, la naturalización de la violencia entre otras circunstancias, hace que nos enfrentemos, muy seguramente, a un vastísimo subregistro.
Prácticamente podría afirmarse que cualquiera de las cifras presentadas frente a las violencias contra las mujeres que muestre un mayor número de casos en la ciudad que en un área dispersa, solo suma como evidencia de la enorme inequidad en el acceso a los mecanismos de denuncia y a la gigantesca distancia que aún nos queda por recorrer como feministas y como sociedad para lograr que todas la mujeres en cualquier ámbito, puedan cada vez ejercer todo el espectro de derechos, además, deben ser garantizados por el Estado y el conjunto de la sociedad para todas nosotras, para todas ellas.
Un dato muy relevante que ilustra la inequidad entre las mujeres rurales y urbanas es que el 86% de las mujeres que viven en la ciudad saben que tienen derecho a la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en algunos casos, frente al 4% en las zonas rurales.
La pobreza rural y el abandono del Estado se deja sentir fuertemente contra las mujeres rurales y se ve claramente en indicadores como la mortalidad materna. Según la ENDS (2015), en el campo, por cada cien mil nacidos vivos mueren 60,9 maternas frente a 45 en la ciudad. Al tiempo que existen más riesgos para las maternas en el campo, la tasa de fecundidad para las niñas y adolescentes que habitan los territorios rurales es mayor. Solamente en los municipios PDET, la tasa de maternidad es de 4,7 nacimientos por cada 1000 mujeres entre los 10 y 14 años frente al 2,9 en el resto del país.
En mi trabajo como Senadora, he presentado varias iniciativas de ley encaminadas a cerrar las brechas e injusticias con las mujeres rurales, acorde con el enfoque de género del Acuerdo de Paz. La primera, es la eliminación de barreras para el acceso a anticonceptivos que tiene, entre sus prioridades, agilizar la atención, la información y la distribución con gratuidad de dichos métodos para las mujeres en la ruralidad.
La segunda, un proyecto de licencia menstrual para las niñas, adolescentes y mujeres que se encuentren en el sistema de educación. Esto es especialmente importante en el ámbito rural donde existen incluso condiciones muy precarias de acceso al agua potable e instalaciones sanitarias adecuadas debido al pésimo estado de la infraestructura escolar en el campo, la falta de dispositivos de higiene menstrual, los estigmas, entre otros asuntos. La deserción de las niñas en el campo a las escuelas durante los días del periodo menstrual en el Chocó, en un estudio de la UNICEF realizado en el 2015, es de 1 de cada 4 estudiantes.
Hemos presentado por segunda vez el Plan Nacional de Salud Rural que contiene un capítulo específico para las mujeres rurales en cuanto al goce efectivo al derecho a la salud, la participación política en las decisiones sobre presupuesto y políticas territoriales y un verdadero programa de Atención Primaria Integral de Salud para ellas.
Finalmente, estamos preparando una iniciativa de ley que busca reformar la Ley de Emprendimiento para que los proyectos productivos liderados y/o compuestos en su mayoría por mujeres rurales puedan tener prioridad en el acceso a créditos, a planes y programas, a acompañamiento y al sistema de compras públicas.
La inequidad de género no pasa solamente por el hecho de ser hombres o mujeres, la interseccionalidad juega un papel relevante a la hora de entender cómo una problemática se vive en la ciudad aún fragmentada por clases sociales, cómo se vive en la ruralidad, cómo se vive en un pueblo o comunidad étnica. Sin duda todas las condiciones de marginalidad y pobreza que se sienten con mayor rigor en el campo, debe conducirnos a la praxis de la solidaridad con nuestras hermanas de la ruralidad, a un trabajo que trascienda nuestra militancia urbana y pueda llegar hasta aquellas mujeres que en su aislamiento desconocen o están imposibilitadas a ejercer sus derecho, y a una constante denuncia para que ellas puedan alcanzar la autonomía y la igualdad.